Opinión | Por Tomás Allan|
Cuando la renegociación de la deuda acaparaba todas las voces y miradas, en el mes en que Argentina presentaría una oferta formal a los bonistas, el cisne negro del coronavirus irrumpió en escena y movió la estantería de todos: ciudadanos, familias, instituciones educativas, empresas y Gobierno. En cuestión de días, todos los otros temas que venían ganando lugar en la agenda (Ley de Hidrocarburos, reforma de la Justicia, legalización del aborto) quedaron en suspenso ante la urgencia de un problema que tiene en jaque a más de un centenar de países.
Desde entonces, el Gobierno nacional viene tomando algunas decisiones que se han materializado en decretos y resoluciones para intentar controlar el problema y darle tiempo al sistema de salud, de modo que sea capaz de absorber los casos de infección del COVID-19. Según lo expuesto por especialistas, en ausencia de estas medidas la circulación del virus sería mucho más amplia y veloz, lo que dificultaría las posibilidades del sistema sanitario de procesar los casos.
El Decreto de Necesidad y Urgencia 260/2020 (cuyo contenido se puede consultar aquí) dispuso, entre otras cosas, la obligatoriedad del aislamiento durante 14 días, plazo que podrá ser modificado por la autoridad de aplicación según la evolución epidemiológica, para las siguientes personas: a) quienes revistan la condición de “casos sospechosos”, es decir que presenten fiebre y uno o más síntomas respiratorios (tos, dolor de garganta o dificultad respiratoria) y que además tenga historial de viaje a “zonas afectadas”; b) quienes posean confirmación médica de haber contraído el COVID – 19; c) los “contactos estrechos” de las personas comprendidas en los dos apartados anteriores; d) quienes arriben al país habiendo transitado por “zonas afectadas”.
Algunos días después, se anunció la suspensión de las clases de nivel maternal, primario y secundario, licencias obligatorias para trabajadores de más de 60 años, suspensión de eventos masivos y cierre de fronteras para aquellos que pretendan ingresar al país.
Si bien las medidas parecen haber tenido buena recepción por parte de la mayoría de la población de nuestro país, no deja de haber quienes las consideran restricciones ilegítimas por violar otros derechos de corte constitucional. La afirmación de que son restricciones no presenta demasiadas dudas: efectivamente hay derechos (el de trabajar, el de circular, el de educarse) que con este marco regulatorio que se delineó en los últimos días sufren nuevos límites y alteraciones. La pregunta, entonces, es si son legítimas desde el punto de vista constitucional. Es decir, si la Constitución permite este tipo de limitaciones a los derechos.
Ningún derecho es absoluto
En primer lugar, vale hacer una aclaración: ningún derecho es absoluto (1). Los derechos (¡por suerte!) tienen muy buena prensa, y son “cartas de triunfo” que podemos invocar en nuestro propio interés. Es decir que hay intereses individuales o colectivos jurídicamente protegidos. Intereses asegurados por un sistema de normas que los reconoce y que dispone la activación del aparato estatal cuando estos se ven insatisfechos.
Sin embargo, de ello no se deriva que quien tenga un derecho pueda ejercerlo sin ningún tipo de límites o restricciones. Como bien dice una vieja frase que seguramente todos nosotros conozcamos, “el derecho de uno termina donde empieza el del otro”. Y es que, en efecto, estos entran permanentemente en conflicto. De hecho, la función del Derecho, entendido coloquialmente como un como sistema de normas que regula la conducta humana, es precisamente la de resolver los permanentes conflictos y desacuerdos que genera la vida en sociedad.
Si nos tomamos el trabajo de pensar cómo ejercemos diariamente nuestros derechos advertiremos estas restricciones. Cuando circulamos con nuestro auto debemos respetar las reglas de tránsito; cuando nos expresamos en una manifestación nos abstenemos (o al menos debemos hacerlo) de agredir físicamente a otras personas; cuando desarrollamos alguna actividad productiva nos sometemos a las reglas que regulan esa actividad; etcétera. De lo que se trata, al fin y al cabo, es de regular los derechos de forma tal que todos los ejerzan en un marco de relativa armonía, estableciendo restricciones constituidas por los derechos de los demás y también por los pormenores de la regulación necesaria para hacerlos operativos.
Por eso los derechos se reglamentan; es decir, se dispone la manera como han de ser ejercidos, tarea a cargo del Poder Legislativo (el Congreso). En primer lugar, los derechos se reconocen en términos generales en la Carta Constitucional (“el derecho a circular”; “… a trabajar”; “…a expresarse libremente”). Luego, las leyes del Congreso los regulan con mayor precisión, cuidando de no alterarlos sustancialmente, conforme indica el art. 28 de la CN. Y finalmente los decretos reglamentarios del Poder Ejecutivo terminan de darles forma regulando los pormenores de la ejecución de las leyes, siempre sin contrariar el espíritu de estas y de la Constitución, que tienen jerarquía superior.
Quien detenta entonces el poder de policía (la facultad para restringir y limitar derechos principalmente por motivos de seguridad y salubridad) es el Congreso. Sin embargo, el art. 99 de la Constitución, luego de establecer que el Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo, dice:
«Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia»
Desde la reforma constitucional de 1994, en la cual se consagró la posibilidad de dictar Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), estos se han utilizado frecuentemente como un vehículo del Ejecutivo para saltarse al Congreso, conteniendo medidas que usualmente no eran lo suficientemente necesarias ni lo suficientemente urgentes para utilizarlo. En este caso, la necesidad y urgencia de ordenar la cuarentena para personas que se encuentren en las situaciones previstas parece clara. Quizá sea una de las pocas veces en las que esta herramienta se usó de acuerdo a lo que los constituyentes del 94 realmente previeron.
Tradicionalmente se ha entendido que esa reglamentación de los derechos debe hacerse siguiendo un principio de razonabilidad. Esto significa, a grandes rasgos –y teniendo en cuenta que es un concepto jurídico indeterminado, amplio, que se verifica según el caso concreto-, que el medio que elige el legislador debe ser idóneo para lograr el fin que persigue y que entre los medios idóneos para el logro del fin que procura debe optar por aquel que resulte menos restrictivo de los derechos fundamentales involucrados.
Para el caso, la preservación del derecho a la salud y a la vida necesariamente requiere ciertas restricciones en la circulación y el contacto social, según lo indican las autoridades sanitarias y las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud.
En condiciones normales, semejantes restricciones a los derechos –como las impuestas en las medidas de los últimos días- serían irrazonables, injustificadas e impropias de una democracia liberal. En estas condiciones particulares y anormales, como las que vivimos a causa de la pandemia del coronavirus, son perfectamente razonables.
Las libertades de circular, trabajar e ir a la escuela, en los términos en los que se desarrollan normalmente, lamentablemente se han vuelto una amenaza al derecho a la salud y la vida de, digamos, gran parte de la población, con la particularidad de que estos últimos sirven de precondición para el ejercicio de otros derechos: no podemos circular, ni trabajar, ni educarnos si nuestra salud se ve seria o totalmente afectada.
Semejante conflicto de derechos lleva a la necesidad de establecer prioridades. Las decisiones gubernamentales reflejan una priorización del derecho a la salud y a la vida que lamentablemente exige imponer ciertas restricciones a los otros derechos por el momento. Parece claro que las decisiones de los últimos días no responden a caprichos dirigenciales sino a criterios razonables, basados en información científica, que tienen como eje proteger ciertos derechos que en las condiciones actuales se encuentran amenazados.
Todo derecho implica obligaciones
Nos queda otra faceta por analizar. A pesar de que normalmente hagamos hincapié en los derechos, debemos advertir que estos siempre tienen como correlato obligaciones, tanto estatales como ciudadanas. Cuando reivindicamos o clamamos por el cumplimiento de un derecho le estamos exigiendo algo a alguien. Ese algo es una conducta y ese alguien es el Estado u otros ciudadanos. Si pedimos por nuestro derecho a expresarnos libremente estamos exigiendo que el Estado y nuestros compatriotas cumplan con su obligación de no censurarnos. Si pedimos por nuestro derecho a una vivienda digna estamos exigiendo que el Estado nos facilite el acceso. Y de cualquier forma, si esos derechos se ven vulnerados podemos acudir a la Justicia (que lógicamente también es parte del Estado) para que lo garantice.
De este modo, las obligaciones pueden ser tanto de hacer como de no hacer. Las primeras implican una conducta activa (por ejemplo, que el Estado garantice el acceso al sistema de salud para todos a través de la construcción de hospitales públicos). Las segundas, una conducta pasiva (si aprehendo a una persona caminando por la calle estoy interfiriendo indebidamente con su derecho a circular –es decir, debo omitir actuar de ese modo).
Si pasamos estas líneas en limpio nos encontramos con que todo derecho tiene como contracara el cumplimiento de ciertos deberes por parte de otros sujetos, distintos a su titular, como condición necesaria para que aquel se vea satisfecho. Vivimos enfatizando –con razón- los derechos; hoy, por las situación que atravesamos, quizá sea tiempo de enfatizar las obligaciones necesarias para que esos derechos se cumplan. Respetar la cuarentena y las medidas y recomendaciones que dispongan las autoridades es respetar el derecho a la salud de los demás.
Hay ciertas conductas que tenemos que seguir porque son obligatorias (aislamiento para algunas personas en determinados casos). Hay otras, emitidas en forma de recomendaciones (cierto grado de distanciamiento social, algunos hábitos de higiene), que no lo son y dependen mas bien de nuestra buena voluntad –en la medida de nuestras posibilidades- para ayudar a atenuar la circulación del virus. No debemos olvidar que, como en el caso de las vacunas, no es solo en nuestro propio interés sino que hay derechos de otras personas en juego.
*El autor es abogado (UNLP) y estudiante de Ciencia Política.
(1) La única observación que podríamos hacerle a esta tesis es el de la libertad de pensamiento.