La justicia que queremos (y no supimos) conseguir

Reflexiones en torno al proyecto de reforma judicial

Opinión | Por Agustina Alvarez Di Mauro y Santiago Amilcar Travaglio* |

Una de las principales críticas hacia los sistemas judiciales recae en la falta de legitimidad y confianza que inspira en la ciudadanía. En este aspecto, nuestro Poder Judicial ha tocado fondo a tal punto que en las causas de mayor interés social (como las de “corrupción”), cualquiera sea la decisión que se tome durante el proceso será objeto de escarnio público y desconfianza, aún sin conocer los hechos ni las pruebas (y probablemente tampoco las sentencias).

Esto no es casual, sino que encuentra diversas razones: las decisiones mutan conforme el calendario electoral; los problemas sociales más importantes y los procesos de reforma quedan en manos de unos pocos (habitualmente varones cisgénero de estratos socioeconómicos altos); un gran caudal de tareas judiciales permanecen ocultas y la posibilidad de acceder a sentencias y/o audiencias (a pesar de ser públicas) es relativamente baja; la burocracia embiste a sus miembros como una casta social superior; entre otras.

Si bien podríamos afirmar que es necesario y debe reformarse el Poder Judicial, ello nos conduce a hacernos algunas preguntas: ¿quiénes deberían participar del debate sobre la reforma? ¿A quiénes afecta la decisión final? ¿En qué influye que las discusiones recaigan sobre el “sistema penal”? ¿Podemos pensar en más y mejores herramientas para conseguir la Justicia que queremos? Para responder estos cuestionamientos, primero debemos afirmar dos cosas: el debate debe ser político y de todxs.

Todo debate es político

Es necesario desterrar un mito que hace creer a la ciudadanía que este debate no debería ser político porque ¿cómo va a ingresar un céntimo de “política” en el poder más rígido y distanciado de las “pasiones”?

Creemos que estigmatizar a «la política” es erróneo y profundamente negativo: allí en donde ocultamos nuestros ideales y los disfrazamos de falsos objetivismos ciegos, perdemos la honestidad y capacidad latente de sentarnos en una mesa, mirarnos a los ojos, exponer nuestros pensamientos y escuchar al resto, predispuestxs a repensarnos a nosotrxs mismxs. Los debates políticos son esenciales para resignificar ciertos campos, a fin de progresar hacia sociedades más justas y equitativas.

Bajo el clásico binarismo “judicializar la política” y “politizar la justicia” se esconde la extraña idea de concebir a lxs actorxs judiciales como entes apolíticxs y desprovistxs de subjetividades. No hablamos de seres inefables que caen del cielo y mágicamente resuelven controversias como si fuese Siri cuando le pedís el clima. Así como la falta de yerba para el mate nos puede arruinar la mañana, las comidas diarias de lxs juecxs explican las variaciones en las condenas o absoluciones (1).

Más allá de la ironía, a priori esto nos dice que: i) la Justicia Penal forma parte de la estructura política de un sistema específico (2); ii) no debemos temerle al acto de expresar nuestras convicciones y que lxs otrxs puedan exponer las suyas; iii) los intereses, sesgos y raptos de irracionalidad “no son patrimonio exclusivo de ningún grupo” (3) y; iv) para mejores resultados, quien decide debe encontrarse con la “panza llena”.

El debate debe ser de todos, todas y todxs

Superemos otro mito que se instaló exitosamente, en parte, gracias a los sectores más conservadores de la academia jurídica: el derecho penal debe ser sustraído de la discusión de las masas porque tienen una marcada tendencia punitivista.

El llamado “elitismo penal” afirma que las decisiones deben estar en manos de un grupo selecto capaz de decidir en virtud de los intereses del resto. Nos hace creer que existen ámbitos de entendimiento que escapan de la racionalidad de lxs ciudadanxs; que lxs protagonistas del conflicto no pueden resolverlo solxs o; que al ser el derecho penal un asunto que despierta pasiones punitivistas, el mismo debe ser sustraído de la participación ciudadana para dejarlo en manos de expertxs.

Pero, pensemos: si de reformas judiciales se trata, ¿el debate debería quedar en manos de “grupos selectos”? En la cocina del proyecto de reforma judicial federal, el Consejo estaba integrado únicamente por profesionales del derecho. Asimismo, el último proyecto para reformar el código penal estaba conformado por miembrxs del Poder Judicial o abogadxs.

¿El derecho en general, y el derecho penal en particular, solo es cosa de juristas? ¿A quiénes afectan verdaderamente las reformas?

Las sociedades son cada vez más desiguales, las implicancias que fenómenos inesperados ocasionan en la calidad de vida de las personas es desesperante (4) y el acceso al sistema judicial se ve permeado por distintos condicionamientos de género, situación económica, social, cultural, étnica, educativa, entre otras. El estancamiento en la disminución de la delincuencia juvenil (5) y las incapacidades para abordar las violencias contra los géneros (6) son algunas de las consecuencias sumamente lesivas y evitables de las ineficacias para repensar y establecer nuevos sistemas de justicia.

Ya desterrados los mitos, si la Justicia Penal es una institución política dentro de un sistema (desigual, opresivo y violento), deberíamos preguntarnos entonces qué sistema (y con quiénes) queremos para construir desde allí mejores mecanismos de administración.

Concepciones para la Justicia que queremos (y necesitamos)

Creemos que el valor intrínseco de la democracia se expresa en la necesidad constante de discutir, reflexionar y arribar a ciertos acuerdos sobre cómo pensamos nuestros derechos y resolvemos nuestros conflictos.

Todas las personas poseemos una racionalidad limitada, opiniones diversas sobre hechos del mundo, preferencias e imperfecciones. Sobre esta base, pensamos un viraje en los procesos de reforma y metodologías de administración de justicia como un triángulo de tres caracteres: deliberativo, inclusivo y de cuidados.

1) Justicia penal deliberativa

Por lo menos tres criterios deben estar presentes en toda institución deliberativa: a) la intervención en el debate de quienes puedan encontrarse potencialmente implicadxs por la decisión a tomar; b) la publicidad de las discusiones para permitir la conformación de la voluntad de tercerxs y; c) la igualdad material, específicamente en lo que respecta a la posibilidad de influir en las decisiones (garantizando un acceso equitativo a los bienes culturales necesarios para desarrollar los argumentos en su beneficio).

Aunque los debates con mayor presencia y pluralidad de voces no nos garantizan la “mejor” decisión, pareciera que bajo estos presupuestos estamos más cerca de lograrla y, en sociedades de iguales, no habría mejor proceder para determinar cómo vivir colectivamente. Recordando que nuestra sociedad está plagada de desigualdades estructurales, el rol del Estado al momento de promover y garantizar la deliberación deberá ser mucho más fuerte y necesario.

Por estas razones consideramos que, en el ámbito judicial, toda herramienta de tinte deliberativa al menos merece ser discutida. Por el contrario, toda reforma que se haga llamar novedosa pero se limite a mantener el status quo (por ejemplo, creando únicamente más juzgados en vez de mayor participación ciudadana) es inconsistente, reproduce el poder y lo distribuye en manos de unos pocos pero con otros nombres.

¿Cómo construir una Justicia penal deliberativa? Hace dos siglos un instituto constitucionalmente reconocido recoge estos ideales y los concreta en una realidad: el juicio por juradxs. Bajo esta modalidad: a) en los debates sobre la culpabilidad de lxs ciudadanxs intervienen sus pares claramente implicadxs; b) el sistema garantiza mayor publicidad y; c) la igualdad descansará en que cada opinión de lxs juradxs vale lo mismo, al tener que deliberar y llegar a acuerdos hasta alcanzar la unanimidad.

Asimismo, este sistema garantiza una mayor imparcialidad porque lxs juzgadorxs son conciudadanxs cuya participación es accidental, obliga al debate de opiniones igualmente relevantes (sin arreglos entre poderosxs o imposiciones) otorgando así decisiones más legítimas (dado que únicamente se puede condenar cuando doce personas estén de acuerdo), y permite a las partes garantizarse plenamente la imparcialidad de su juzgador mediante la audiencia de voir dire (7).

Es hora de cambiar el orden lógico y preguntarse efusivamente: si la Constitución Nacional prevé al juicio por juradxs como un derecho de la sociedad (art. 24), una garantía del imputadx (arts. 18 y 33) y un modo de organización del poder estatal (art. 118), ¿por qué quienes creemos que debe instaurarse somos lxs que debemos fundamentarlo? ¿Qué han hecho quienes integran la burocracia judicial como para justificar el desconocimiento constante de tales exigencias constitucionales?

2) Justicia penal inclusiva

En el Poder Judicial, verticalista y de tinte jerarquizado, se impone un grado de subordinación entre sus integrantes, a diferencia de los modelos horizontales y democráticos a los que debiera aspirar (8).

La consecuencia directa de su organización actual es evidente: el sistema tiende a cerrarse, evitando el ingreso de personas en igualdad de oportunidades y ocasionando una reproducción incesante de empleadxs “nombradxs a dedo”. Mientras, lxs “ciudadanxs comunes” relegan la idea de ingresar porque saben que no poseen “contactos”.

Ya hablamos de Duff, un reconocido académico escocés que se cuestionaba: si el derecho penal es una institución política y pretendemos vivir en democracia, entonces: ¿a quién le pertenece esa institución? Su respuesta es simple: el derecho penal es (o debería ser) nuestro derecho como ciudadanxs.

Con esto en mente, además del debate sobre la responsabilidad penal (juradxs), los procesos de reforma y participación administrativa deben ser de todxs nosotrxs, en especial de lxs más desfavorecidxs. ¿Qué respuestas les damos a estos grupos si en las mesas u oficinas no están representados?

La última reforma tenía un Consejo paritario en género, pero seguía desconociendo otras identidades o grupos sociales no hegemónicos. El último proyecto de código penal (2018) tenía 12 integrantes y sólo 3 eran mujeres. En ninguno de estos debates y, al parecer seguiremos así a futuro, existe una representación de los distintos feminismos, de ciudadanxs ajenxs al derecho, grupos representantes de los pueblos originarios, integrantes del colectivo LGBTIQ+, entre otrxs.

Lo mismo sucede con el ingreso al sistema judicial: si bien se sancionó en 2013 la ley nº 26.861 que reglamentó el ingreso democrático, la CSJN (arrogándose facultades para operativizarla mediante la acordada 26/13) manifestó que a tal fin “invitaría a conformar una comisión intrapoderes”. Como el helado de pollo, eso nunca existió.

La justicia que queremos requiere de una perspectiva no sólo democrática sino también de género. Puede celebrarse que el proyecto actual fije el acceso paritario a los cargos creados (art. 68). Sin embargo, nada de lo que sucedió hasta ahora nos permite confiar en que el status quo se modificará. Tampoco parece suficiente para contar con la presencia del resto de los grupos sistemáticamente excluidos y desaventajados.

En este sentido, existen propuestas feministas que permitirían dar mejores resultados para una justicia emparentada con las personas sobre las que actúa, posibilitando el ingreso de miradas diversas que rompan con la lógica imperante (no solo respecto del género, sino además condición cultural, económica o étnica), por ejemplo, a través de la implementación de cupos o buscando mayor publicidad de rostros y decisiones que se toman en los tribunales (9). ¿No es extraño que gran parte de la ciudadanía no conozca a casi ningún/a juez/a?

3) Justicia penal de cuidados

Como expresa Lorenzo, nuestro sistema judicial está pensando para atender las necesidades patrimoniales de varones cis, blancos y propietarios (10), indiferente a las problemáticas sociales, las personas que intervienen o sus condicionamientos e intentando aplicar soluciones matemáticas a una ciudadanía compleja, conflictuada y atravesada por sinfín de vulnerabilidades.

Frente a esta realidad, se observa la necesidad de mutar la lógica de mercado por una mayormente vinculada con los cuidados. Se trata simplemente de “cuidar a las personas que concurren a un proceso”, brindándoles la mejor atención posible, procurando obtener una respuesta que no las obligue a recurrir nuevamente al sistema y buscando la comprensión de las respuestas brindadas (11).

Se incorpora un “sentido de humanidad”, quitando el foco de las soluciones aisladas y centralizando la atención en las personas. No son pocos los casos en los que culmina ingresando al sistema una familia en situación de vulnerabilidad o mujeres y diversidades viviendo en contextos de violencias, que no ven realmente satisfecho su reclamo con la aplicación del castigo estatal o mediante el dictado de prohibiciones de acercamiento.

Una reforma judicial feminista implica también repensar las lógicas del castigo, como dice Luciana Sánchez, desde una perspectiva antipunitivista y afirmando que las desigualdades y opresiones contra los géneros no son un fenómeno particular, sino que están especialmente vinculadas con otras dinámicas sociales de circulación de la violencia, en especial la institucional (12).

Estas perspectivas nos permitirían alcanzar transformaciones estructurales en la organización judicial, que sean consonantes con las exigencias de las sociedades contemporáneas. Eso necesitamos, eso exigimos hace mucho tiempo.

Reflexiones finales

El Poder Judicial requiere cambios profundos, con mirada interdisciplinaria y la participación en las mesas de debate de todas las personas que conforman nuestra sociedad, al menos como ideal regulativo. Asumiendo que estamos ante debates puramente políticos y que nos afectan a todxs, las reformas judiciales (y especialmente las que atañen al ejercicio del poder punitivo) deben ser sometidas a un debate público robusto.

Las leyes penales no afectan (únicamente) a operadores judiciales o especialistas en derecho sino a toda la ciudadanía. Nadie está exento de ser sometido a reproches penales por las conductas que ponemos en práctica, y más aún en sociedades marcadas por la desigualdad estructural y la opresión.

Quizá no sea con esta reforma, quizá no todo se arregle (solo) mediante leyes, pero en buena hora estamos empezando a cuestionar nuestro sistema de administración de justicia, muchas veces patriarcal e impotente para responder a los reclamos que poseen los sectores más desaventajados.

Nunca es tarde para cambiar el rumbo, escuchar a quienes no piensan como nosotrxs y emprender un verdadero proceso de cambio, receptivo de los problemas más profundos que tenemos como sociedad. Quizá, de este modo, tendremos la justicia que queremos conseguir.

*Lxs autorxs son estudiantes de Abogacía en la Universidad de Buenos Aires.

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[1] Valerio, M. (2011); “¿Qué ha desayunado el señor juez?”, El Mundo, disponible en: https://www.elmundo.es/elmundosalud/2011/04/12/neurociencia/1302588313.html).

[2] Duff, A., Sobre el castigo: por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2015, pp. 29-30.

[3] Gargarella, R., Castigar al prójimo: por una refundación democrática del derecho penal, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2016, pp. 74-75.

[4] En sus últimos informes la CEPAL afirma que a causa del COVID-19 actualmente el 37,3% de la población latinoamericana es pobre: https://www.cepal.org/es/publicaciones/45782-enfrentar-efectos-cada-vez-mayores-covid-19-reactivacion-igualdad-nuevas.

[5] No ha disminuído la cantidad de NNyA privados de libertad en CABA (ver https://www.ppn.gov.ar/index.php/estadisticas/boletines-estadisticos/2970-reporte-estadistico-ppn-n-10).

[6] Angriman, G., “Poderes judiciales, igualdad sustancial y género”, en Bailone, M., Risso, G. (dir.), Poder Judicial y Estado de Derecho, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pp. 196 y ss.

[7] Aquí las partes podrán interrogar a aquellas personas previamente seleccionadas por el Estado a fin de obtener la información necesaria para plantear posibles recusaciones.

[8] Risso, G., “Propuestas para un poder judicial democratizado. Análisis Constitucional” en Bailone, M., Risso, G. (dir.), ob. cit., p. 116.

[9] Lorenzo, L., Visiones acerca de las justicias: litigación y gestión para el acceso, Ed. del Sur, Buenos Aires, 2020, pp. 434-435.

[10] Ibid., p. 36.

[11] Ibid., pp. 425-426.

[12] Ver: http://revistaanfibia.com/ensayo/seguiremos-cuarto-propio/.

FOTO PRINCIPAL: Imagen publicada por el sitio aldiaargentina.microjuris.com

¿Habla la reforma judicial en lenguaje democrático?

Una breve opinión sobre el proyecto de reforma judicial a partir de las ideas de Roberto Gargarella y Antony Duff

Opinión | Por Bernardo Bazet Viñas |

“El derecho se presenta a los ciudadanos no meramente como un conjunto arbitrario de reglas o exigencias respaldado por amenazas coercitivas; no meramente como un juego esotérico cuyas reglas se les requiere obedecer sin necesidad de que las entiendan, sino como un sistema de obligaciones: exigencias que los ciudadanos pueden y deben aceptar porque están debidamente justificadas. Deben, por lo tanto, ser capaces de entender los valores en términos de los cuales se supone que se justifican esas exigencias, presuntamente encarnadas y protegidas por el derecho. Y esos valores deben ser tales que ellos podrían aceptarlos. Esta es una condición mínima para que el derecho se afirme como su derecho, y no como una imposición extraña a ellos…” ( Anthony Duff, 1997).

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Son de público conocimiento las discusiones en Argentina sobre la necesidad de llevar a cabo una reforma de la Justicia, generalmente entonada y presentada como la “Reforma Judicial”. Se ha escuchado hablar, con mayor o menor énfasis, de la necesidad de “democratizar la Justicia”; “modernizarla”; “aggionar a los jueces a las nuevas exigencias sociales y a los cambios culturales”; “atender a los graves problemas que presenta la Justicia Penal Federal de Comodoro Py”, y más recientemente, resolver problemas vinculados con el funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Habiendo presentado de manera muy genérica y selectiva los problemas planteados en materia de administración de justicia, y teniendo en cuenta que desde el regreso a la democracia en 1983 nuestro país ha dado grandes pasos por presentar un Poder Judicial más democrático y sensible a los problemas que ha enfrentado y sigue enfrentando nuestra realidad cotidiana, quiero detenerme particularmente en algunos aspectos circunscriptos al ámbito de la Justicia Penal Federal de nuestro país, vinculados con la preocupación relativa a quiénes deberían ser los actores principales a la hora de discutir los problemas que presenta la administración de justicia y la necesidad de una reforma.

¿Es necesaria una reforma judicial? Sin pretensiones de dar una respuesta exhaustiva ni concluyente, so riesgo de caer en un simplismo pernicioso, la respuesta que parece imponerse por consenso en el mundo jurídico -y político- es que sí: nos debemos un profundo y robusto debate sobre la administración de justicia en nuestro país. Sin embargo, aquí entra la segunda cuestión, en la que las preguntas claves que quiero remarcar no tienen que ver tanto con el contenido de esas reformas sino con sus procedimientos: quiénes deben participar del debate que defina los lineamientos generales de esas reformas. Siempre considerando que las decisiones que se tomen afectarán, para bien o para mal, a un derecho humano esencial, como es el acceso a la justicia y la tutela judicial efectiva de los intereses legítimos de todas las personas, consagrado expresamente en la Convención Americana de Derechos Humanos.

Y la respuesta es que este tipo de reformas ameritan, como bien señalan Antony Duff y Roberto Gargarella, un debate profundo y robusto, que posibilite un diálogo que nos involucre a todos los potencialmente afectados, que no sea excluyente y, por tanto, que esté abierto al intercambio de opiniones diversas, donde todos nos escuchemos. Que en términos epistémicos, la reforma judicial sea el producto de una construcción colectiva, en una comunidad que se caracteriza por la pluralidad pero que necesita, pese a las diferencias, ponerse de acuerdo en aquellos temas trascendentales que hacen a la vida en comunidad, y que requieren de soluciones que sean expresadas en un lenguaje en el que todos se puedan sentir parte como artífices de sus propias reglas.

Autores como Roberto Gargarella y Antony Duff han hecho ya buenos esfuerzo argumentativos para alejar al derecho penal de una concepción elitista de la democracia e inscribirlo en una concepción participativa y deliberativa, que adjudica un lugar diferente a la ciudadanía. Una concepción de esta naturaleza implica dejar de lado nociones débiles de democracia, como a menudo se han desarrollado en parte de la teoría política liberal.

Sin desconocer los procedimientos que exige nuestra Constitución Nacional para la sanción de leyes, una idea participativa y deliberativa de democracia implica no reducirla a una representación plural de la ciudadanía en el marco del Poder Legislativo, en la que, mediante el voto -única herramienta democrática que posee la ciudadanía en una democracia representativa tradicional-, las personas eligen a los representantes que dictarán las leyes que consideren adecuadas para el interés general, apelando para ello al pueblo al cual representan y del cual creen saber cuáles son sus preocupaciones y que es lo mejor para él.

Una concepción participativa y deliberativa no desconfía de la ciudadanía y su expresión directa de deseos mediante el debate y el diálogo en diferencia. Por el contrario, promueve la conversación pública y confía plenamente en la participación directa y en la búsqueda de mecanismos participativos que permitan un debate involucrando a todos los interesados, procurando que las decisiones de aquellos asuntos de importancia no queden en manos de ninguna “élite de expertos” (Gargarella dixit). Esto ultimo no implica una mirada ingenua del funcionamiento de una democracia y de las relaciones institucionales de un país, sino más bien un serio compromiso de todos a la hora de ponernos de acuerdo en aquellas problemáticas que hacen a nuestra vida en comunidad, y por tanto un desafío a la hora de generar canales adecuados y más eficientes de diálogo tanto entre los representantes políticos de la ciudadanía como entre los propios ciudadanos.

A mi entender, una reforma tan importante -como cualquiera que incluya una transformación de un poder del Estado- debe estar guiada por esta concepción de la democracia. Debe hablar en lenguaje democrático, y eso requiere promover la participación de la ciudadanía en la creación de las leyes que regularán su propia vida y que sea esta participación la que construya el puente entre el lenguaje jurídico y el lenguaje común de una comunidad (como bien señala Duff). Porque las leyes penales deben expresar aquellos valores fundamentales sobre los cuales nos podemos poner de acuerdo y por los cuales queremos regirnos: «Que cuando la ley se manifieste, en ella se canalice la voz de uno y al mismo tiempo la voz de la comunidad».

Para ser precisos, y sólo con ánimos meramente aclarativos, cuando hablamos de la reforma judicial no hablamos estrictamente de ley penal de fondo -aquello que se encuentra regulado en nuestro Código Penal-, sino de ley procesal, ley penal de forma y de organización judicial, y en este caso particular de organización de la Justicia Penal. La organización del Poder Judicial tiene vínculo directo con problemas concretos de acceso a la justicia de muchos argentinos; por eso es algo que es necesario poner en el centro del debate participativo de la ciudadanía, de la puesta en común de nuestros problemas y de las opiniones diversas que podas tener. Debemos procurar dejar de lado sesgos, visiones parciales del asunto e intereses particulares y poder escuchar lo que la comunidad tiene que decir en un tema de crucial importancia como es -ni más ni menos- la organización de un poder del Estado, para lograr una solución más imparcial y democrática de la cuestión. La reforma de la Justicia no puede ser pensada como un problema que se nos presenta de manera abstracta y alejada de los problemas concretos del ciudadano de a pie, sino que debe ser concebida a partir de las necesidades de la sociedad toda, y por lo tanto, diseñada en función de los problemas específicos de los actores más importantes de este sistema, que son los ciudadanos.

Digamos que presentar los problemas de la Justicia de manera genérica y abstracta, como un asunto «de Estado» y no de la comunidad, preocupándose más por las disputas políticas que se dirimen en la arena judicial que por los problemas reales de la sociedad a la que afecta la (des)organización judicial, nos invitan a responder negativamente la pregunta que lleva el título de esta nota. Hoy por hoy, la reforma judicial no parece estar hablando en lenguaje democrático.

Finalmente, no hay que olvidar que en el año 2014 se aprobó, con algunas modificaciones posteriores, el Nuevo Código Procesal Penal para la Justicia Penal Nacional y Federal (el llamado Código Procesal Penal Federal) que, curiosamente, no rige actualmente en todo el territorio nacional. El CPPF ha sido incorporado paulatinamente, por etapas, siendo aplicado hasta el momento en la Justicia Federal con radicación en las provincias de Salta y Jujuy, continuando el proceso en Mendoza y Rosario. No es un dato menor, si tenemos en cuenta que implica un cambio rotundo de sistema, dejando de lado uno de corte inquisitivo -vinculado con regímenes más autoritarios- por uno de corte acusatorio -considerado el modelo constitucionalmente exigido por nuestra Constitución desde su redacción originaria de 1853-, respetuoso de los valores democráticos y republicanos.

La implementación completa de esta normativa a nivel nacional y la discusión del modelo de organización de Justicia Penal que queremos para que efectivice su aplicación no puede ser sustraída de un debate público robusto con la participación de todos los potencialmente afectados, con toda la comunidad interesada. Más sin consideramos que cuando hablamos de participación y deliberación que no excluya voces, que sea particularmente sensible a las desigualdades sociales propias de nuestra realidad, ese debate debe garantizar verdaderas y legítimas chances de generar encuentros e intercambios más profundos entre distintos actores, teniendo especial consideración que allí se encuentren los grupos más vulnerables y postergados. Esto cobra especial valor si observamos que la nueva norma procesal penal federal nos habla de participación ciudadana; refiere a la diversidad cultural; pone especial atención en las víctimas; aboga por un proceso penal juvenil más respetuoso de sus derechos; brinda herramientas para solucionar de manera pacífica y armónica los conflictos… Es decir que cuando hablamos de una visión deliberativa y participativa de la democracia no debemos olvidarnos de estos actores, que son las víctimas de un sistema desigual. Son los colectivos feministas, los diversos miembros de los pueblos originarios y los jóvenes, entre otros grupos afectados, los que no pueden faltar en un debate sobre una administración de justicia que está llamada a tomar muy en serio sus demandas.

Un debate robusto y con amplia participación ciudadana sobre las leyes penales y procesales no es una «utopía de ingenuos”, como algunos han objetado. Eventos sociales de alto impacto, como el debate público sobre el aborto, nos demuestran que es posible llevarlo adelante y exigir que la ciudadanía tenga un rol más relevante en la pública democrática de aquellos temas que la afectan.

*El autor es abogado (Universidad Nacional de La Plata). Actualmente cursando la Especialización en Derecho Penal de la Universidad Torcuato Di Tella.