La justicia que queremos (y no supimos) conseguir

Reflexiones en torno al proyecto de reforma judicial

Opinión | Por Agustina Alvarez Di Mauro y Santiago Amilcar Travaglio* |

Una de las principales críticas hacia los sistemas judiciales recae en la falta de legitimidad y confianza que inspira en la ciudadanía. En este aspecto, nuestro Poder Judicial ha tocado fondo a tal punto que en las causas de mayor interés social (como las de “corrupción”), cualquiera sea la decisión que se tome durante el proceso será objeto de escarnio público y desconfianza, aún sin conocer los hechos ni las pruebas (y probablemente tampoco las sentencias).

Esto no es casual, sino que encuentra diversas razones: las decisiones mutan conforme el calendario electoral; los problemas sociales más importantes y los procesos de reforma quedan en manos de unos pocos (habitualmente varones cisgénero de estratos socioeconómicos altos); un gran caudal de tareas judiciales permanecen ocultas y la posibilidad de acceder a sentencias y/o audiencias (a pesar de ser públicas) es relativamente baja; la burocracia embiste a sus miembros como una casta social superior; entre otras.

Si bien podríamos afirmar que es necesario y debe reformarse el Poder Judicial, ello nos conduce a hacernos algunas preguntas: ¿quiénes deberían participar del debate sobre la reforma? ¿A quiénes afecta la decisión final? ¿En qué influye que las discusiones recaigan sobre el “sistema penal”? ¿Podemos pensar en más y mejores herramientas para conseguir la Justicia que queremos? Para responder estos cuestionamientos, primero debemos afirmar dos cosas: el debate debe ser político y de todxs.

Todo debate es político

Es necesario desterrar un mito que hace creer a la ciudadanía que este debate no debería ser político porque ¿cómo va a ingresar un céntimo de “política” en el poder más rígido y distanciado de las “pasiones”?

Creemos que estigmatizar a «la política” es erróneo y profundamente negativo: allí en donde ocultamos nuestros ideales y los disfrazamos de falsos objetivismos ciegos, perdemos la honestidad y capacidad latente de sentarnos en una mesa, mirarnos a los ojos, exponer nuestros pensamientos y escuchar al resto, predispuestxs a repensarnos a nosotrxs mismxs. Los debates políticos son esenciales para resignificar ciertos campos, a fin de progresar hacia sociedades más justas y equitativas.

Bajo el clásico binarismo “judicializar la política” y “politizar la justicia” se esconde la extraña idea de concebir a lxs actorxs judiciales como entes apolíticxs y desprovistxs de subjetividades. No hablamos de seres inefables que caen del cielo y mágicamente resuelven controversias como si fuese Siri cuando le pedís el clima. Así como la falta de yerba para el mate nos puede arruinar la mañana, las comidas diarias de lxs juecxs explican las variaciones en las condenas o absoluciones (1).

Más allá de la ironía, a priori esto nos dice que: i) la Justicia Penal forma parte de la estructura política de un sistema específico (2); ii) no debemos temerle al acto de expresar nuestras convicciones y que lxs otrxs puedan exponer las suyas; iii) los intereses, sesgos y raptos de irracionalidad “no son patrimonio exclusivo de ningún grupo” (3) y; iv) para mejores resultados, quien decide debe encontrarse con la “panza llena”.

El debate debe ser de todos, todas y todxs

Superemos otro mito que se instaló exitosamente, en parte, gracias a los sectores más conservadores de la academia jurídica: el derecho penal debe ser sustraído de la discusión de las masas porque tienen una marcada tendencia punitivista.

El llamado “elitismo penal” afirma que las decisiones deben estar en manos de un grupo selecto capaz de decidir en virtud de los intereses del resto. Nos hace creer que existen ámbitos de entendimiento que escapan de la racionalidad de lxs ciudadanxs; que lxs protagonistas del conflicto no pueden resolverlo solxs o; que al ser el derecho penal un asunto que despierta pasiones punitivistas, el mismo debe ser sustraído de la participación ciudadana para dejarlo en manos de expertxs.

Pero, pensemos: si de reformas judiciales se trata, ¿el debate debería quedar en manos de “grupos selectos”? En la cocina del proyecto de reforma judicial federal, el Consejo estaba integrado únicamente por profesionales del derecho. Asimismo, el último proyecto para reformar el código penal estaba conformado por miembrxs del Poder Judicial o abogadxs.

¿El derecho en general, y el derecho penal en particular, solo es cosa de juristas? ¿A quiénes afectan verdaderamente las reformas?

Las sociedades son cada vez más desiguales, las implicancias que fenómenos inesperados ocasionan en la calidad de vida de las personas es desesperante (4) y el acceso al sistema judicial se ve permeado por distintos condicionamientos de género, situación económica, social, cultural, étnica, educativa, entre otras. El estancamiento en la disminución de la delincuencia juvenil (5) y las incapacidades para abordar las violencias contra los géneros (6) son algunas de las consecuencias sumamente lesivas y evitables de las ineficacias para repensar y establecer nuevos sistemas de justicia.

Ya desterrados los mitos, si la Justicia Penal es una institución política dentro de un sistema (desigual, opresivo y violento), deberíamos preguntarnos entonces qué sistema (y con quiénes) queremos para construir desde allí mejores mecanismos de administración.

Concepciones para la Justicia que queremos (y necesitamos)

Creemos que el valor intrínseco de la democracia se expresa en la necesidad constante de discutir, reflexionar y arribar a ciertos acuerdos sobre cómo pensamos nuestros derechos y resolvemos nuestros conflictos.

Todas las personas poseemos una racionalidad limitada, opiniones diversas sobre hechos del mundo, preferencias e imperfecciones. Sobre esta base, pensamos un viraje en los procesos de reforma y metodologías de administración de justicia como un triángulo de tres caracteres: deliberativo, inclusivo y de cuidados.

1) Justicia penal deliberativa

Por lo menos tres criterios deben estar presentes en toda institución deliberativa: a) la intervención en el debate de quienes puedan encontrarse potencialmente implicadxs por la decisión a tomar; b) la publicidad de las discusiones para permitir la conformación de la voluntad de tercerxs y; c) la igualdad material, específicamente en lo que respecta a la posibilidad de influir en las decisiones (garantizando un acceso equitativo a los bienes culturales necesarios para desarrollar los argumentos en su beneficio).

Aunque los debates con mayor presencia y pluralidad de voces no nos garantizan la “mejor” decisión, pareciera que bajo estos presupuestos estamos más cerca de lograrla y, en sociedades de iguales, no habría mejor proceder para determinar cómo vivir colectivamente. Recordando que nuestra sociedad está plagada de desigualdades estructurales, el rol del Estado al momento de promover y garantizar la deliberación deberá ser mucho más fuerte y necesario.

Por estas razones consideramos que, en el ámbito judicial, toda herramienta de tinte deliberativa al menos merece ser discutida. Por el contrario, toda reforma que se haga llamar novedosa pero se limite a mantener el status quo (por ejemplo, creando únicamente más juzgados en vez de mayor participación ciudadana) es inconsistente, reproduce el poder y lo distribuye en manos de unos pocos pero con otros nombres.

¿Cómo construir una Justicia penal deliberativa? Hace dos siglos un instituto constitucionalmente reconocido recoge estos ideales y los concreta en una realidad: el juicio por juradxs. Bajo esta modalidad: a) en los debates sobre la culpabilidad de lxs ciudadanxs intervienen sus pares claramente implicadxs; b) el sistema garantiza mayor publicidad y; c) la igualdad descansará en que cada opinión de lxs juradxs vale lo mismo, al tener que deliberar y llegar a acuerdos hasta alcanzar la unanimidad.

Asimismo, este sistema garantiza una mayor imparcialidad porque lxs juzgadorxs son conciudadanxs cuya participación es accidental, obliga al debate de opiniones igualmente relevantes (sin arreglos entre poderosxs o imposiciones) otorgando así decisiones más legítimas (dado que únicamente se puede condenar cuando doce personas estén de acuerdo), y permite a las partes garantizarse plenamente la imparcialidad de su juzgador mediante la audiencia de voir dire (7).

Es hora de cambiar el orden lógico y preguntarse efusivamente: si la Constitución Nacional prevé al juicio por juradxs como un derecho de la sociedad (art. 24), una garantía del imputadx (arts. 18 y 33) y un modo de organización del poder estatal (art. 118), ¿por qué quienes creemos que debe instaurarse somos lxs que debemos fundamentarlo? ¿Qué han hecho quienes integran la burocracia judicial como para justificar el desconocimiento constante de tales exigencias constitucionales?

2) Justicia penal inclusiva

En el Poder Judicial, verticalista y de tinte jerarquizado, se impone un grado de subordinación entre sus integrantes, a diferencia de los modelos horizontales y democráticos a los que debiera aspirar (8).

La consecuencia directa de su organización actual es evidente: el sistema tiende a cerrarse, evitando el ingreso de personas en igualdad de oportunidades y ocasionando una reproducción incesante de empleadxs “nombradxs a dedo”. Mientras, lxs “ciudadanxs comunes” relegan la idea de ingresar porque saben que no poseen “contactos”.

Ya hablamos de Duff, un reconocido académico escocés que se cuestionaba: si el derecho penal es una institución política y pretendemos vivir en democracia, entonces: ¿a quién le pertenece esa institución? Su respuesta es simple: el derecho penal es (o debería ser) nuestro derecho como ciudadanxs.

Con esto en mente, además del debate sobre la responsabilidad penal (juradxs), los procesos de reforma y participación administrativa deben ser de todxs nosotrxs, en especial de lxs más desfavorecidxs. ¿Qué respuestas les damos a estos grupos si en las mesas u oficinas no están representados?

La última reforma tenía un Consejo paritario en género, pero seguía desconociendo otras identidades o grupos sociales no hegemónicos. El último proyecto de código penal (2018) tenía 12 integrantes y sólo 3 eran mujeres. En ninguno de estos debates y, al parecer seguiremos así a futuro, existe una representación de los distintos feminismos, de ciudadanxs ajenxs al derecho, grupos representantes de los pueblos originarios, integrantes del colectivo LGBTIQ+, entre otrxs.

Lo mismo sucede con el ingreso al sistema judicial: si bien se sancionó en 2013 la ley nº 26.861 que reglamentó el ingreso democrático, la CSJN (arrogándose facultades para operativizarla mediante la acordada 26/13) manifestó que a tal fin “invitaría a conformar una comisión intrapoderes”. Como el helado de pollo, eso nunca existió.

La justicia que queremos requiere de una perspectiva no sólo democrática sino también de género. Puede celebrarse que el proyecto actual fije el acceso paritario a los cargos creados (art. 68). Sin embargo, nada de lo que sucedió hasta ahora nos permite confiar en que el status quo se modificará. Tampoco parece suficiente para contar con la presencia del resto de los grupos sistemáticamente excluidos y desaventajados.

En este sentido, existen propuestas feministas que permitirían dar mejores resultados para una justicia emparentada con las personas sobre las que actúa, posibilitando el ingreso de miradas diversas que rompan con la lógica imperante (no solo respecto del género, sino además condición cultural, económica o étnica), por ejemplo, a través de la implementación de cupos o buscando mayor publicidad de rostros y decisiones que se toman en los tribunales (9). ¿No es extraño que gran parte de la ciudadanía no conozca a casi ningún/a juez/a?

3) Justicia penal de cuidados

Como expresa Lorenzo, nuestro sistema judicial está pensando para atender las necesidades patrimoniales de varones cis, blancos y propietarios (10), indiferente a las problemáticas sociales, las personas que intervienen o sus condicionamientos e intentando aplicar soluciones matemáticas a una ciudadanía compleja, conflictuada y atravesada por sinfín de vulnerabilidades.

Frente a esta realidad, se observa la necesidad de mutar la lógica de mercado por una mayormente vinculada con los cuidados. Se trata simplemente de “cuidar a las personas que concurren a un proceso”, brindándoles la mejor atención posible, procurando obtener una respuesta que no las obligue a recurrir nuevamente al sistema y buscando la comprensión de las respuestas brindadas (11).

Se incorpora un “sentido de humanidad”, quitando el foco de las soluciones aisladas y centralizando la atención en las personas. No son pocos los casos en los que culmina ingresando al sistema una familia en situación de vulnerabilidad o mujeres y diversidades viviendo en contextos de violencias, que no ven realmente satisfecho su reclamo con la aplicación del castigo estatal o mediante el dictado de prohibiciones de acercamiento.

Una reforma judicial feminista implica también repensar las lógicas del castigo, como dice Luciana Sánchez, desde una perspectiva antipunitivista y afirmando que las desigualdades y opresiones contra los géneros no son un fenómeno particular, sino que están especialmente vinculadas con otras dinámicas sociales de circulación de la violencia, en especial la institucional (12).

Estas perspectivas nos permitirían alcanzar transformaciones estructurales en la organización judicial, que sean consonantes con las exigencias de las sociedades contemporáneas. Eso necesitamos, eso exigimos hace mucho tiempo.

Reflexiones finales

El Poder Judicial requiere cambios profundos, con mirada interdisciplinaria y la participación en las mesas de debate de todas las personas que conforman nuestra sociedad, al menos como ideal regulativo. Asumiendo que estamos ante debates puramente políticos y que nos afectan a todxs, las reformas judiciales (y especialmente las que atañen al ejercicio del poder punitivo) deben ser sometidas a un debate público robusto.

Las leyes penales no afectan (únicamente) a operadores judiciales o especialistas en derecho sino a toda la ciudadanía. Nadie está exento de ser sometido a reproches penales por las conductas que ponemos en práctica, y más aún en sociedades marcadas por la desigualdad estructural y la opresión.

Quizá no sea con esta reforma, quizá no todo se arregle (solo) mediante leyes, pero en buena hora estamos empezando a cuestionar nuestro sistema de administración de justicia, muchas veces patriarcal e impotente para responder a los reclamos que poseen los sectores más desaventajados.

Nunca es tarde para cambiar el rumbo, escuchar a quienes no piensan como nosotrxs y emprender un verdadero proceso de cambio, receptivo de los problemas más profundos que tenemos como sociedad. Quizá, de este modo, tendremos la justicia que queremos conseguir.

*Lxs autorxs son estudiantes de Abogacía en la Universidad de Buenos Aires.

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[1] Valerio, M. (2011); “¿Qué ha desayunado el señor juez?”, El Mundo, disponible en: https://www.elmundo.es/elmundosalud/2011/04/12/neurociencia/1302588313.html).

[2] Duff, A., Sobre el castigo: por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2015, pp. 29-30.

[3] Gargarella, R., Castigar al prójimo: por una refundación democrática del derecho penal, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2016, pp. 74-75.

[4] En sus últimos informes la CEPAL afirma que a causa del COVID-19 actualmente el 37,3% de la población latinoamericana es pobre: https://www.cepal.org/es/publicaciones/45782-enfrentar-efectos-cada-vez-mayores-covid-19-reactivacion-igualdad-nuevas.

[5] No ha disminuído la cantidad de NNyA privados de libertad en CABA (ver https://www.ppn.gov.ar/index.php/estadisticas/boletines-estadisticos/2970-reporte-estadistico-ppn-n-10).

[6] Angriman, G., “Poderes judiciales, igualdad sustancial y género”, en Bailone, M., Risso, G. (dir.), Poder Judicial y Estado de Derecho, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pp. 196 y ss.

[7] Aquí las partes podrán interrogar a aquellas personas previamente seleccionadas por el Estado a fin de obtener la información necesaria para plantear posibles recusaciones.

[8] Risso, G., “Propuestas para un poder judicial democratizado. Análisis Constitucional” en Bailone, M., Risso, G. (dir.), ob. cit., p. 116.

[9] Lorenzo, L., Visiones acerca de las justicias: litigación y gestión para el acceso, Ed. del Sur, Buenos Aires, 2020, pp. 434-435.

[10] Ibid., p. 36.

[11] Ibid., pp. 425-426.

[12] Ver: http://revistaanfibia.com/ensayo/seguiremos-cuarto-propio/.

FOTO PRINCIPAL: Imagen publicada por el sitio aldiaargentina.microjuris.com

Reforma judicial: ver más allá de lo penal

Entrevista a Francisco Verbic sobre el proyecto de reforma judicial

Dossier Reforma de la Justicia | Entrevista a Francisco Verbic* |

 

Semanas atrás, el Gobierno nacional anunció el envío al Congreso de un proyecto de reforma del Poder Judicial que incluye la creación de juzgados federales penales con asiento en las provincias, la unificación del fuero Criminal y Correccional federal (Comodoro Py) con el Penal Económico, la unificación del fuero Civil y Comercial federal con el Contencioso Administrativo federal (aspecto que ya sufrió modificaciones en el dictamen del Senado) y el traslado de la Justicia penal ordinaria a la Ciudad de Buenos Aires, entre otras medidas.

A su vez, creó un Consejo Consultivo, conformado por once juristas, cuyas tareas consisten principalmente en formular recomendaciones relativas al diseño y funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y el Consejo de la Magistratura y a la implementación de los jurados populares.

Con varias definiciones pendientes, tanto en relación a la recomendaciones del Consejo Consultivo como a posibles cambios en la letra del proyecto por parte del Congreso, entrevistamos a Francisco Verbic, abogado, profesor de Derecho Procesal Civil en la UNLP y especialista en procesos colectivos en esta tercera del Dossier Reforma de la Justicia.

Desde que se anunció la reforma de la Justicia las críticas más altisonantes vienen alertando por lo que consideran un proyecto muy ambicioso por parte del gobierno. Sin embargo, hay otro conjunto de críticas que lo califica como superficial. En base a lo que conocemos hasta el momento, ¿creés que implica modificaciones estructurales al Poder Judicial?

No creo que sea un proyecto ambicioso. Se trata de una iniciativa que intenta resolver algunas cuestiones muy específicas, mayormente vinculadas con la dimensión penal del sistema de administración de justicia y con algunas deudas pendientes en términos constitucionales (por ejemplo, el traslado a la Ciudad de Buenos Aires de ciertos tribunales que hoy se llaman “nacionales” pero tienen competencia limitada a esa jurisdicción territorial).

Creo que las propuestas de modificaciones estructurales pueden venir con motivo del trabajo del Consejo Consultivo designado por el Presidente, sobre lo cual, hasta ahora, solo hay trascendidos respecto de los temas de su agenda.  Más allá de eso, me parece muy acertado e inteligente que este Consejo haya convocado a la sociedad civil, universidades y otros espacios para que aporten ideas a fin de incorporar en esa agenda. Esto enriquecerá la discusión, permitirá generar otros niveles de consenso y, además, pondrá en valor muchas y valiosas investigaciones y estudios que se vienen realizando sobre distintos aspectos del Poder Judicial desde hace años.

¿Qué aspectos del funcionamiento actual de la Justicia te parecen los más relevantes y más urgentes de abordar? ¿Se puede hablar de “la Justicia” o hay que hablar de “varias Justicias” para entender los problemas que presenta hoy la administración judicial?

Ante todo, me parece que es conveniente desterrar el término “la justicia” para referirnos al Poder Judicial. No deberíamos hablar de la justicia sino del Poder Judicial. La justicia es un valor, mientras que el Poder Judicial es una de las estructuras políticas que conforman el Estado. Ni más ni menos que aquella donde se define, en última instancia, la interpretación y alcance de nuestros derechos.

En ocasiones, esta definición sobre nuestros derechos ha sido justa. En otras, no tanto. Y en otras, lisa y llanamente ha derivado en la consolidación de graves situaciones de injusticia.

La historia demuestra que estas situaciones de injusticia han perjudicado sistemáticamente a ciertos grupos vulnerables de nuestra sociedad, al mismo tiempo que han favorecido a sectores de poder -público y privado- que avanzaron y consolidaron sus intereses violando derechos fundamentales bajo la mirada cómplice del Poder Judicial.

Por eso me parece relevante romper con esta terminología. Dejar de pensar en “la justicia” nos permite visibilizar mejor que el Poder Judicial es un espacio de poder, integrado por personas que, se quiera reconocer o no, tienen preferencias políticas, orientaciones ideológicas e intereses individuales y corporativos que influyen en el modo en que ejercen su poder y sobre los cuales muy poco se discute.

 


«Dejar de pensar en ‘la justicia’ nos permite visibilizar mejor que el Poder Judicial es un espacio de poder»


 

Dicho esto, creo que hay problemas comunes a las diferentes dimensiones del Poder Judicial tales como su ineficiencia, demoras, altos costos, lenguaje incomprensible y falta de rendición de cuentas.  Y, al mismo tiempo, hay problemas específicos en distintas áreas de conflictividad que merecen una atención también específica (seguridad social, comercial, contencioso administrativo, etcétera).  Hay mucho por discutir en ambos escenarios.

¿Hay modificaciones sustantivas en materia de derecho procesal?

Lo más relevante, sin duda, es la implementación del sistema acusatorio en materia penal. Fuera de eso, según ha trascendido, el Consejo Consultivo se encuentra trabajando en otras cuestiones. Habrá que esperar y ver cómo se desarrolla el trabajo de ese espacio.

¿Cuál es la situación actual de los procesos colectivos en materia de regulación normativa?

A nivel nacional la situación es preocupante. Existen leyes aisladas en algunas materias que regulan tan solo unas pocas cuestiones procesales colectivas y que, además, lo hacen de manera totalmente asistemática. Me refiero a la Ley General del Ambiente N° 25.675 (sancionada en el año 2002) y la Ley de Defensa del Consumidor N° 24.240 (modificada en el año 2008 por la ley N° 26.361, que incorporó algunas previsiones sobre este tema).

Esto implica que desde 1994 no hemos logrado diseñar un mecanismo de enjuiciamiento adecuado para conflictos colectivos y que hace más de 12 años que no tenemos novedades legislativas concretas en la materia.

El vacío legislativo viene siendo ocupado por la Corte Suprema a través de distintas reglamentaciones administrativas (llamadas “Acordadas”) que han avanzado en el tema. Entre las cuestiones reguladas más destacables podemos mencionar las audiencias públicas, los amigos y amigas del tribunal, la unidad de análisis económico (para medir el impacto de las decisiones), el registro de procesos colectivos y, ya en el año 2016, un “reglamento de actuación en procesos colectivos”.

 


«Desde 1994 no hemos logrado diseñar un mecanismo de enjuiciamiento adecuado para conflictos colectivos»


 

Estas regulaciones dictadas por la Corte, sin embargo, tampoco se ocupan del tema en forma sistémica. Además, a mi modo de ver, algunas de ellas tienen defectos que han concurrido a complicar aún más el caótico escenario actual. Y otras, por su parte, son abiertamente incumplidas en la práctica.

Sobre este último problema, podemos señalar como ejemplo lo que sucede con las audiencias públicas y los amigos y amigas del tribunal. Desde el dictado de las Acordadas pertinentes, el promedio de expedientes en los cuales se convocó a amigos y amigas del tribunal es de menos de 1 por año, mientras que ese número asciende a 2 por año si hablamos de audiencias públicas. Comparemos esto con la cantidad de causas de trascendencia institucional que el tribunal resuelve cada año y podremos ver que, más allá de los loables objetivos de tales reglamentaciones, hay un serio problema en las prácticas del tribunal.

¿Cuál es la importancia de diseñar un marco jurídico nuevo o más actualizado?

Creo que el tema tiene que ser discutido en el Congreso para lograr consensos que nos permitan sancionar una ley moderna y adecuada para procesar y resolver conflictos colectivos. Estos conflictos involucran delicadas cuestiones políticas, sociales, económicas y culturales que no pueden ser analizadas ni decididas en base a un mecanismo de debate (nuestro código procesal tradicional) pensado para atender conflictos individuales y eminentemente privados.

En base a la versión actual del proyecto de reforma que presentó el gobierno, con la aclaración de que aun queda un largo camino por recorrer en el Congreso, por lo que puede sufrir modificaciones, ¿qué aciertos marcarías?

Creo que la mayor bondad del proyecto, que acaba de recibir media sanción, es haber instalado el tema en la agenda para su discusión pública. Hay un consenso generalizado sobre el hecho que el Poder Judicial no funciona como debería. Los niveles de desconfianza social en el Poder Judicial, medidos por distintas consultoras regularmente desde hace años, son muy bajos, demasiado bajos.

Es indispensable discutir una estructura del Estado que poco y nada ha cambiado desde que fue creada hace más de 150 años. No olvidemos que la “Ley de organización de la justicia nacional” es la N° 27, sancionada en el año 1862, mientras que aquella que regula la “Jurisdicción y competencia de los tribunales nacionales” es la N° 48, sancionada en el año 1863. Insólito, ¿no?

¿Y alguna cuestión relevante que se haya omitido, o bien que se haya incluido pero pueda resultar problemática?

Me parece que hay al menos tres cosas muy puntuales que deberían ser parte de esta discusión: la Ley de Amparo, el Código Procesal Civil y Comercial y los procesos colectivos.

Las dos primeras leyes son normas de facto, con enormes problemas de efectividad y -en el caso de la ley de amparo, además- con sistemáticas declaraciones de inconstitucionalidad sobre distintos aspectos de su articulado.

Necesitamos adaptar estos mecanismos de discusión a la realidad actual, y para ello es esencial rediscutir ambas leyes a la luz de las convenciones y tratados internacionales incorporados a nuestro derecho con la reforma constitucional de 1994 y con posterioridad a ella (algo que ya se logró con el Código Civil y Comercial sancionado en el 2015).

En cuanto a los procesos colectivos, el dictado de una ley es una exigencia derivada de la garantía de debido proceso legal colectivo regulada en el art. 43 de la Const. Nacional e interpretada por la Corte Suprema en numerosos precedentes desde comienzos del año 2009. La ausencia de esta ley, además y como ya comenté, ha permitido que dicha garantía fundamental sea regulada por la Corte Suprema en ejercicio de facultades administrativas, lo cual es un problema en sí mismo que deberíamos también resolver.

Por otra parte, es necesario tener en cuenta que estos procesos involucran importantes ventajas en términos de política pública que concurren, junto con la previsión constitucional, a sostener la necesidad de su regulación urgente. En este sentido, son una herramienta fundamental de acceso a la justicia de grupos y personas subalternizadas, generan enormes niveles de macroeconomía procesal, permiten a ciudadanos y ciudadanas participar del control de la cosa pública y de los poderes fácticos del mercado, habilitan soluciones igualitarias para miles de personas que se encuentran en la misma situación y, además, son fuente de información muy valiosa para tomar decisiones de política pública en distintos sectores.

 

*El entrevistado es abogado, profesor de Derecho Procesal Civil en la UNLP y magister en Derecho Internacional (New York University School of Law). Hace varios años se dedica al estudio de los procesos colectivos y contribuye al debate público a través de su página web.

Marche una acordada

Dossier Reforma de la Justicia | Opinión | Por Bautista Cañón* |

 

Como es de público conocimiento, durante el último tiempo diversos tribunales de la Nación colaboraron, mediante acordadas, con el análisis de la estructura y organización de sus respectivos fueros, a los efectos de contribuir con la inminente Reforma Judicial. Las acordadas son actos administrativos que los tribunales dictan por fines diversos pero que no constituyen sentencias sobre casos concretos que llegan a su conocimiento por planteo de las partes con intereses en conflicto.

Así pues, la Cámara del Crimen expresó públicamente “su opinión respecto del proyecto de ley enviado al Congreso de la Nación por el Poder Ejecutivo Nacional”. Del mismo modo, la Cámara Civil y Comercial Federal manifestó que el dictado de su Acordada no tiene otro propósito que el de “aportar elementos de juicio técnicos para valorar la eficiencia de la unificación de este fuero con el Contencioso Administrativo Federal, en pos de una mejor administración de justicia”.

Ahora bien, la particularidad del caso reside en que dichas dependencias judiciales no fueron consultadas, en modo alguno, sobre la reforma propuesta. Como consecuencia de ello, en la doctrina se discutieron las facultades constitucionales de los tribunales judiciales para emitir opiniones sobre proyectos de ley sin consulta anterior.

Previo a adentrarnos en la consideración del tema, resulta esencial determinar si nos encontramos frente a aquellos supuestos excepcionales en los cuales el Poder Judicial ejerció una especie de control de constitucionalidad de algunas normas emanadas de los restantes poderes nacionales, por intermedio de una acordada.

Del análisis histórico de los precedentes jurisprudenciales se desprende que la Corte Suprema, en ocasiones especiales, declaró la inaplicabilidad de una ley o un acto fuera de los casos judiciales, despojándose enteramente de los requisitos que ha elaborado para el ejercicio del control de  constitucionalidad. Vale decir, a los efectos de preservar la independencia del Poder Judicial, la Corte prescindió de la doctrina del caso judicial, originada en los albores de la organización nacional (1), la cual impone la existencia de una controversia o conflicto entre partes legitimadas que afirmen o contradigan sus pretensiones.

Esta práctica pretoriana de nuestro Tribunal Supremo ya se avizoraba en 1903 en el caso “Delfín N. Baca” (2), en donde la Corte decidió no tomar juramento al juez en comisión, Dr. Delfín Baca, designado por el Presidente provisional de la Nación, el Dr. Uriburu, debido a que este último no había prestado el juramento prescripto por el art. 80 de la Constitución. Allí, la Corte Suprema afirmó que “corresponde a las facultades de este Supremo Tribunal así declararlo, como una atribución inherente a la naturaleza del poder que ejerce, de juzgar, en los casos ocurrentes, de la constitucionalidad y legalidad de los actos que se someten, toda vez que con ocasión de ellos ha de cumplir una función que le confiere la Constitución o la ley”.

Este análisis constitucional de la legitimidad que detentaban las autoridades del Poder Ejecutivo se efectuó nuevamente con las acordadas de 1930 (3) y 1943 (4) las cuales, con una tergiversada cita de Constantineau, Public Officers and the Facto Doctrine, instauraron la doctrina de los gobiernos de facto.

Luego, durante el transcurso del siglo veinte, la Corte Suprema consolidó la doctrina del control de constitucionalidad por acordada, dictando varios de sus más importantes pronunciamientos de carácter político-institucional fuera de los casos judiciales contenciosos.

En un caso de gran resonancia pública, la Corte Suprema pronunció, de manera formidable y categórica, una síntesis de su doctrina histórica sobre la materia. El Tribunal, a través de la Acordada 20/96 (5), declaró la inaplicabilidad del art. 1 de la ley 24.631 que derogaba la exención del impuesto a las ganancias para los magistrados y funcionarios del Poder Judicial.

La Corte entendió que se trataba de una ley “cuya constitucionalidad debe ser examinada por este Tribunal, aun sin la presencia de un caso judicial, en su condición de órgano supremo y cabeza del Poder Judicial de la Nación”.

Esta Acordada consolidaba una antigua doctrina, amalgamada al artículo 108 de la Constitución Nacional, en virtud de la cual la Corte “tiene facultades o privilegios inherentes a todo poder público, para su existencia y conservación”. En consecuencia, afirmaba que “no es necesaria la presencia de un caso en los términos requeridos por los arts. 116 y 117 de la Constitución Nacional”. De esta manera, la Corte consolidaba la tesis que había sido defendida por Joaquín V. González, en su imperecedero Manual de la Constitución Argentina, según la cual «en cuanto la Corte Suprema es la representación más alta de poder judicial de la Nación, tiene facultades o privilegios inherentes a todo poder público, para su existencia y conservación…” (6).

De modo que para la propia Corte Suprema es evidente que la prerrogativa de declarar la inconstitucionalidad de una norma de los poderes políticos no atañe ni a las facultades jurisdiccionales ni a las facultades de superintendencia del Tribunal. En efecto, al llevar a cabo el control de constitucionalidad por la vía de la acordada, la Corte actúa en el ejercicio de sus poderes inherentes que posee como órgano supremo y cabeza del Poder Judicial de la Nación, con el fin de resguardar la independencia de la judicatura.

Por esta razón, las Cámaras Federales están impedidas de controlar mediante acordadas la constitucionalidad de los actos de los restantes poderes, aun cuando ellos interfieran en el normal desempeño de su magistratura. Ello se debe a que el control constitucional no deriva de una mera facultad de superintendencia –art. 113-, delegada en parte a las Cámaras Federales, sino que encuentra fundamento constitucional en la condición de la Corte nacional como órgano supremo y cabeza de uno de los Departamentos del Gobierno Federal –art. 108-.

Por ende, los tribunales inferiores de la Nación, frente a la existencia de ataques externos que avasallan su independencia judicial, deberían acudir ante la Corte Suprema para que esta proteja sus garantías constitucionales. Tanto es así que en una de las célebres acordadas de 1945 (7), nuestro Máximo Tribunal intervino en el caso a raíz de la nota que presentó un juez, que vio afectada su garantía de inamovilidad en el cargo, con la finalidad de que la Corte Suprema adopte las medidas que considere necesarias. En esta Acordada, el Tribunal expresó que el decreto dictado por el Presidente de facto, E. J. Farrell, el cual disponía el traslado de jueces federales, con afectación de sus haberes, “violan la garantía de la inamovilidad de los jueces consagrada en el artículo 96 –actual art. 110- de la Constitución Nacional”. De manera similar, la Corte Suprema intervino en Fallos 237:29; 241:50; 246:237; 306:72.

 


«Las Cámaras Federales están impedidas de controlar mediante acordadas la constitucionalidad de los actos de los restantes poderes, aun cuando ellos interfieran en el normal desempeño de su magistratura»


 

Es decir, que los magistrados integrantes de la Cámara del Crimen y de la Cámara Civil y Comercial Federal estaban facultados para solicitar la protección de la Corte, ante los avances del Poder Ejecutivo en la reforma judicial. No obstante, el Alto Tribunal probablemente habría rechazado la petición, a causa de la mera condición de proyecto de ley que ostenta el acto impugnado. Así, por diversos motivos, los requerimientos de Fallos 241:50; 259:11; 306:72 fueron desestimados por el Tribunal.

Lo que les está vedado por la Constitución es declarar la inconstitucionalidad –“inaplicabilidad”, “invalidez”, “nulidad” o cualquier otro eufemismo- de un precepto normativo por vía de acordada, en virtud de la doctrina del caso judicial, cimentada sobre la base del art. 116. Esta fue la postura adoptada por dichas Cámaras Federales que, no obstante esgrimir argumentos constitucionales para oponerse a la reforma, simplemente manifiestan su opinión sobre el proyecto de ley, que de ningún modo podría dar lugar al ejercicio del control de constitucionalidad.

palacio de justicia 2

Opiniones por acordadas y diálogo entre poderes

En relación con las opiniones de los tribunales por vía de acordada, los estudios de los precedentes jurisprudenciales revelan que la Corte Suprema, en casos excepcionales, efectuó una función de asesoramiento a los restantes poderes en diversos proyectos de reforma judicial.

Como primer antecedente, se pueden citar los estudios y las preparaciones del recurso extraordinario federal de la ley 48; los cuales fueron elaborados, además de Rafael García al analizar la Judiciary Act de 1789 (8), por los ministros de la primera Corte Suprema nacional (9). En efecto, como consecuencia de los numerosos obstáculos que sufría la Corte Suprema para entrar en funciones, el entonces Presidente Mitre encomendó a los miembros del Tribunal la elaboración de trabajos para mejorar las leyes de organización del procedimiento federal. Así fue como los magistrados supremos prepararon en privado los antecedentes de la ley 48 (10).

Continuando con el análisis de las opiniones de la Corte por vía de acordada, en 1958 el Presidente de la Nación, Arturo Frondizi, se dirigió mediante oficio a la Corte Suprema a los efectos de que esta emita opinión sobre el aumento del número de ministros del Tribunal. En este oficio el Presidente manifiesta “de sumo interés conocer la opinión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, acerca de la oportunidad y conveniencia de aumentar el número de jueces que la integran, con asignación de salas de competencia determinada”.

En ese mismo año, los ministros de la Corte (11) dictaron una Acordada (12) en la cual consideraron “de toda necesidad y urgencia aumentar a nueve el número de miembros del Tribunal, en consideración al elevado monto de causas que durante los diez años últimos, sobre todo, han llegado regularmente a conocimiento de la Corte… no obstante el trabajo constante y empeñoso de jueces y secretarios…”.

A su vez, el Tribunal también señaló que esta situación crítica solo puede remediarse con una reforma sustancial en la estructura de la Corte que “al mismo tiempo que aumente el número de sus jueces y secretarios, tenga posible la división en salas a fin de dar pronto despacho a un gran número de causas (expropiaciones, cuestiones de réditos o aduanas, etcétera) que no constituyen el trabajo realmente propio de una Corte Suprema”. Por su parte, el ministro Aráoz de Lamadrid expresó en disidencia que, por el breve tiempo de funcionamiento de esta Corte en su actual composición, resultaba prematuro el pronunciamiento del Tribunal.

Paradójicamente, la elevación del número de jueces a siete en 1960 agravó las tensiones existentes con el presidente del Tribunal, Alfredo Orgaz, que culminaron con su renuncia presentada el mismo año debido a un “cansancio moral”.

En sentido contrario, el 10 de agosto de 1964, la Corte Suprema de Justicia de la Nación (13), en la opinión dirigida al Senado (14), consideró que “no hay razón bastante ni urgencia para el aumento de los miembros del tribunal” y sostuvo que la división de la Corte en salas “es de constitucionalidad problemática”. Asimismo, rechazó la competencia del Poder Ejecutivo para designar con acuerdo del Senado al presidente del Tribunal Supremo. Aquí vemos cómo la Corte Suprema emitió, en el transcurso de un breve período, opiniones un tanto disímiles.

Ahora bien, las opiniones hasta aquí desarrolladas fueron emitidas por el Tribunal ante la consulta de los poderes políticos de la Nación, lo cual no sucedió en las acordadas sub examine. Incluso, la Cámara Civil y Comercial Federal manifestó explícitamente que “dados ciertos trascendidos periodísticos, en primer lugar nos vemos obligados a aclarar que ninguno de los miembros de esta Cámara fue consultado, en modo alguno, sobre la reforma propuesta”.

De modo que las opiniones de las Cámaras Federales guardan mayor semejanza con la afamada Acordada 44/89 (15) en la que la Corte Suprema intervino al tomar conocimiento, por medio de la prensa, de que el Poder Ejecutivo envió al Congreso un proyecto de ley para modificar la composición del Tribunal.

Para fundamentar su intromisión en la reforma judicial sin requerimiento previo, la Corte entendió que “no puede permanecer ajena a una circunstancia de tan seria repercusión sobre las instituciones republicanas, en la medida en que compromete, precisamente, el funcionamiento de la cabeza de uno de los poderes…”. En consecuencia, arguyó que resulta “un imperativo ético e institucional que esta Corte contribuya al esclarecimiento de un tema tan capital, máxime cuando su experiencia y juicio, por vincularse con puntos básicos de su organización, parece tener un valor difícilmente sustituible”.

Luego de invocar estas circunstancias que legitiman, a su juicio, la participación del Tribunal, opinó que la Corte Suprema no puede ser dividida en salas “por cuanto es imperativo constitucional que esta Corte sea ‘una’ (art. 94)”. Asimismo, señaló que el aumento del número de magistrados no solo no agiliza el proceso judicial ante la Corte, sino que, por el contrario, causaría debates interminables, multiplicación de votos dispares, inseguridad jurídica, prolongación de las situaciones litigiosas, etcétera.

Por su parte, el presidente del Tribunal, José Severo Caballero, entendió que resultaba improcedente el dictado de la acordada, por cuanto “no se ha producido consulta alguna sobre la oportunidad y conveniencia de la reforma proyectada por el Poder Ejecutivo Nacional, como ocurrió en 1958 y en 1964”.  Al siguiente día de acuerdo, con motivo de las divergencias surgidas en el seno del Tribunal por la Acordada Nº44/89, el doctor Caballero presenta su renuncia al cargo de Presidente de la Corte Suprema.

A mi modo de ver, correspondería que los restantes poderes del Estado, al momento de planificar una reforma judicial, efectúen una consulta previa a los tribunales que se verán afectados por la eventual sanción de la ley.

Sin embargo, la obligatoriedad de peticionar la opinión de la magistratura no se encuentra prevista, de manera expresa, en ninguno de los preceptos constitucionales; ni aun cuando el proyecto de ley pretenda modificar materias trascendentales para la organización institucional de la República, como la composición de los miembros de la Corte Suprema o su división en salas.

Es cierto que no solo el Poder Legislativo y Ejecutivo gozan de poderes implícitos o inherentes, sino que también los posee el Poder Judicial. De tal forma, se podría argumentar que la prerrogativa de emitir opiniones, ante la inminente modificación de la estructura, competencia o composición de un tribunal, constituye uno de los poderes implícitos de la magistratura, junto con el control de constitucionalidad, las facultades de autopreservación o, en su momento, la aplicación de facto del certiorari o del recurso per saltum. Empero, a diferencia de los supuestos señalados, la atribución de valorar la conveniencia y oportunidad de las reformas legislativas no se adecúa a los fines que inspiraron la creación de la rama judicial, conforme lo exige el principio de especialidad (16).

 


«La obligatoriedad de peticionar la opinión de la magistratura no se encuentra prevista, de manera expresa, en ninguno de los preceptos constitucionales»


 

Por lo tanto, la Constitución Nacional no habilita a los tribunales de la Nación a emitir opiniones, sin consulta previa, sobre reformas al Poder Judicial. La circunstancia de los magistrados –con independencia del fuero o instancia- opinando por vía de acordada respecto de cualquier proyecto de ley, que consideren que los perjudica, constituiría una práctica pretoriana deleznable, que implicaría una intromisión del Poder Judicial en las atribuciones conferidas por la Constitución a los demás poderes del Estado. De manera que el empleo de la herramienta de la acordada, como mecanismo de evasión de la doctrina del caso judicial, no debe instituirse en una costumbre tribunalicia.

Por último, debemos señalar que los jueces están impedidos de valorar la oportunidad, mérito o conveniencia de las leyes en una controversia judicial, sustituyendo la voluntad de las autoridades legislativas por los criterios personales de los magistrados. Tampoco es adecuado que manifiesten su opinión en los medios de comunicación, en virtud del rol trascendental que cumplen los jueces en la vida institucional del país. Por ello, resulta conveniente que la legislación nacional regule un mecanismo de consulta previa obligatoria, por el que se solicite opinión de los tribunales federales afectados por reformas que modifiquen la estructura, competencia o composición del fuero respectivo.

 

*El autor es abogado (UNLP). Ha colaborado con publicaciones de la editorial Hammurabi.

 

(1) En efecto, los redactores del art. 110 –actual art. 116- de la Constitución Nacional de 1853, basándose en el art. III de la Sección 2º de la Constitución de los Estados Unidos, dispusieron que corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación. Asimismo, la histórica ley 27 de 1862 en su art. 2 estableció que la justicia federal nunca procede de oficio y sólo ejerce jurisdicción en los casos contenciosos en que es requerida a instancia de parte. Como se puede observar, estas normas primigenias demuestran que la idea del caso judicial se encontraba muy presente al momento de diseñar la organización y estructura de la justicia federal.

(2) Esta Acordada no fue publicada oficialmente por la Corte Suprema, únicamente se encuentra archivada en la Sala de Superintendencia de dicho Tribunal. De todos modos, el texto completo puede verse en: Carlos S. Fayt, Nuevas fronteras del Derecho Constitucional. La dimensión político institucional de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, La Ley, Buenos Aires, 1995, págs. 192 y ss.

(3) Fallos, 158:290

(4) Fallos, 165:5

(5) Fallos 319:24

(6) Joaquín V. González, Manual de la Constitución Argentina, Ed. Ángel Estrada y Ca., Buenos Aires, 1897, pág. 632. Este manual fue escrito para servir de texto de instrucción cívica en los establecimientos de escuela secundaria.

(7) Fallos 201:245.

(8) La Judiciary Act de 1789 de los Estados Unidos constituye el antecedente inmediato de nuestra ley 48. Esta ley judicial norteamericana surge de la transacción entre los federalistas, que buscaban fortalecer el Gobierno Central, y los republicanos, inclinados por conservar los poderes estaduales.

(9) Los doctores De las Carreras, Delgado, Del Carril, Barros Pazos y el procurador general Pico. Ver: Néstor P. Sagüés, Recurso Extraordinario, Ed. Astrea, Buenos Aires, Tomo I, Cap. IV, pág. 237 y ss.

(10) Conf. Clodomiro Zavalía, Historia de la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina en relación con su modelo americano, Ed. Talleres Casa Jacobo Peuser, Buenos Aires, 1920, pág. 61 y 62.

(11) Los doctores Orgaz, Villegas Basavilbaso, Aráoz de Lamadrid y Oyhanarte.

(12) Fallos 241:112.

(13) Integrada por los ministros Aráoz de Lamadrid, Aberastury, Colombres, Imaz y Bidau.

(14) Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores, 1964-1,p. 897 y ss.

(15) Fallos 312:1513

(16) El principio de especialidad fue desarrollado originariamente en la doctrina de derecho civil francesa y, con posterioridad, fue receptado por la doctrina de derecho público. Ver: Bianchi, Alberto B., Control de Constitucionalidad, Ed. Ábaco, 2º edición, Buenos Aires, 2002, T I, pág. 197.