Entrevista a Roy Hora* | Por Tomás Allan y Ramiro Albina |
El 11 de marzo pasado se cumplió un nuevo aniversario de la Resolución 125, aquella medida que desató uno de esos conflictos que signan una época. «La protesta agraria más importante de toda la historia»: el momento que para varios intérpretes de la política argentina marcó el nacimiento de la famosa grieta y, con ello, un nuevo lenguaje político, acompañado de un reordenamiento de alianzas electorales que cambiarían el escenario político argentino y el balance de poder de los años siguientes.
¿Qué hizo posible un fenómeno de semejante magnitud? ¿Qué cambió en la Argentina desde entonces? Aprovechamos para conversar sobre ello con Roy Hora, historiador e investigador principal del Conicet, que también responde sobre las transformaciones históricas en el sector y la relación de los peronismos y las izquierdas (en plural) con el campo.
Entre la revisión del pasado y la interpretación del presente, Roy deja una propuesta para el futuro: menos impuestos a las exportaciones para crecer, más impuestos sobre el suelo para distribuir y, de esa forma, empezar a transitar el complejo camino que permita sacar a Argentina del atolladero económico y social de la última década.
TA: Tu último libro se titula ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe, lo que sugiere que hubo cambios objetivos en ese sector productivo que llamamos campo, en cuanto a incorporación de tecnología, agregación de valor, concentración de la tierra y la producción… ¿La percepción social acompañó esos cambios?
Roy Hora: Desde la década de 1990 se han producido transformaciones productivas y tecnológicas muy importantes en el campo, que incluso permitieron que la agricultura de exportación se extendiera fuera de la región pampeana. Chaco, Santiago del Estero y Salta hoy son parte de ese mundo. La organización de las empresas agrarias ha cambiado bastante, empujada por la incorporación de tecnología, el auge del arrendamiento capitalista en gran escala y la emergencia de una vasta red de empresas de servicios. Todo esto ha tenido un impacto muy positivo sobre la imagen del sector, que lo confirma como una de las vanguardias tecnológicas del capitalismo nacional. ¿Cuán profundo es este cambio? Es indudable que hoy estamos ante un escenario muy distinto al de las décadas de 1970 o 1980, cuando el campo era visto como el sector más atrasado del tejido productivo argentino. Hoy se habla más de agricultura de precisión y biotecnología que de terratenientes rentistas. Y esto significa que se ha forjado una nueva imagen del campo y sobre todo de la nueva agricultura, de lo que el nuevo campo significa no sólo como proveedor de divisas sino también como agente de crecimiento y desarrollo.
RA: Sin embargo, daría la impresión de que sigue habiendo críticas importantes.
RH: Existen, y son importantes. No quisiera pasarlas por alto. La imagen positiva del nuevo campo no es hegemónica. Por una parte está la crítica ambientalista, todavía acotada a círculos reducidos y no siempre bien fundamentada. Me gustaría verla crecer y también me gustaría verla más capaz de ver costados importantes del problema a la que suele ser ciega, como que nuestro país necesita producir más para arrancar a medio país de la pobreza. Más importante es que, en amplio sectores de la población, sigue arraigada la idea de que el crecimiento económico con progreso social depende ante todo de la expansión de la industria manufacturera, que durante gran parte del siglo XX fue un gran empleador de mano de obra calificada, y que pagaba mejores salarios que el sector agrícola. Como en todo Occidente, la manufactura ya no tiene mucha gravitación sobre el mercado de trabajo, ni tanta capacidad de mover la economía, pero la idea sigue allí. Por algo a los políticos les encanta inaugurar fábricas. Les gusta más cortar la cinta en una planta metalúrgica que una empresa de servicios, pese a que hoy los servicios generan mucho más empleo, y mucho más empleo calificado, que la manufactura. Finalmente, y para completar este cuadro, hay que recordar que los argentinos tenemos una muy mala imagen del empresariado. Cuando uno ve estudios de opinión como los que hace Luis Costa advierte que esa imagen es de las más negativas de América Latina. Para el hombre o la mujer de a pie, la clase capitalista es parte del problema, no de la solución. Y esto es comprensible. Los empresarios integran ese mundo del poder que, en un país que hace varias décadas que no crece y no les ofrece mucho a sus mayorías, se ha divorciado de la suerte del hombre común. Y en alguna medida esto vale también para los hombres y mujeres de negocios del campo. Por tanto, cuando los empresarios agrarios dicen “nosotros podemos contribuir a transformar la realidad productiva”, sus palabras son evaluadas a la luz de esta experiencia decepcionante, que signa nuestras vidas en el último medio siglo. Y tampoco salen bien parados.
RA: En el último tiempo, sobre todo a partir del 2008, ¿pensás que se empezó a ver cierta identidad propia del campo en las protestas por conflictos agrarios, sobre todo en las protestas de autoconvocados? Si es así, ¿creés que esa identidad tiene componentes sociopolíticos? ¿O refleja una posición más pragmática?
RH: ¿Qué hizo posible la “rebelión del campo” de 2008, es decir, la protesta agraria más importante de toda la historia argentina? ¿Por qué reaccionó de manera airada frente al cachetazo que fue la Resolución 125, de la que en estos días se cumple un nuevo aniversario? Creo que debemos prestar atención a tres factores. En 2008, por primera vez, se habló del campo como un único actor en la vida pública. A lo largo del siglo XX, la fractura agraria había sido más grande que la industrial: en una vereda la Federación Agraria, en la otra la Sociedad Rural, mirándose con recelo. El conflicto del campo, con Eduardo Buzzi y Luciano Miguens abrazados y trabajando codo a codo, mostró que esa representación era anacrónica. Esa unidad es, ante todo, objetiva, producto de que el sector se volvió más homogéneo gracias al acceso a la propiedad del suelo de muchos viejos arrendatarios y, por tanto, de la disolución de la vieja tensión entre chacareros arrendatarios y propietarios rentistas. Para explicar este proceso yo le doy mucha importancia, más que a la partición hereditaria, al congelamiento de los arrendamientos, vigente desde comienzos de la década de 1940 hasta fines de la década de 1960, que empujó a muchos propietarios a vender y ayudó a muchos arrendatarios a comprar, y en definitiva forjó una clase propietaria más homogénea. Y a eso se agrega el peso de una nueva forma de arrendamiento en gran escala, que también tiende a unificar los intereses de productores y rentistas. Este fenómeno fue restando espesor al conflicto que nació con el Grito de Alcorta de 1912, y que por varias décadas enfrentó a terratenientes rentistas poderosos y chacareros arrendatarios débiles. En 2008 ese conflicto ya era historia. El gobierno de Cristina se sorprendió: de golpe descubrió que todos los productores (chicos, medianos, grandes) estaban en la misma trinchera.
RA: ¿Cuál es el segundo factor?
RH: Ese campo más homogéneo desde el punto de vista estructural fue muy importante para que la Argentina saliera adelante luego de la crisis de 1998-2002. Los años de Duhalde y Kirchner fueron años de fuerte expansión de las ventas externas, con precios en ascenso, y más entrada de divisas. Con un campo motorizando la salida de la crisis. Los discursos de la dirigencia agropecuaria lo decían todo el tiempo: “nos pusimos el país al hombro”. Y esto le dio al sector una confianza en sí mismo y una legitimidad que hasta entonces no tenía. Hay que irse muy atrás en la historia para ver algo parecido: poco conflicto y pocas diferencias dentro del mundo agrario, confianza en su potencia económica. En el siglo XXI tenemos un campo más cohesionado y más confiado en sus propias fuerzas. No sé si esto supuso una construcción identitaria novedosa pero sí creo que las condiciones eran muy propicias para que el empresariado agrario levantara la cabeza y se animara a desafiar a la elite dirigente.
TA: Unificación de intereses y autoestima en ascenso luego de impulsar la recuperación post-crisis. ¿El tercer factor cuál es?
RH: Para explicar la magnitud del desafío que supuso la protesta agraria hay que tener en cuenta un último factor. Hacia 2008 había un lugar vacante en el sistema político, consecuencia de la crisis que el radicalismo experimentó tras el colapso del gobierno de Fernando de la Rúa. Cuando Martín Lousteau anunció la Resolución 125 no había una oposición vigorosa, capaz de canalizar institucionalmente la protesta. Recordemos que en las elecciones de 2007 el radicalismo tuvo que camuflarse detrás de un candidato extrapartidario, Roberto Lavagna, que había sido ministro de Kirchner casi hasta la víspera, para arañar el 17% de los votos. Y que Elisa Carrió, que entonces tenía muy poca penetración fuera del electorado de clase media de la CABA, sacó más votos que el radicalismo que usó a Lavagna como mascarón de proa. Pienso que este vacío político creó el espacio para que la protesta agraria pudiera crecer de manera más bien autónoma, y que muchos dirigentes opositores se pusieran en su estela: es lo que todos vimos cuando las cámaras de televisión mostraron a Elisa Carrió intentando treparse al palco de los ruralistas en los bosques de Palermo.
RA: Eso ya no existe
RH: Hoy ese escenario es muy distinto. Poco después apareció Macri y ocupó ese lugar con su PRO. Y luego, en 2015, Macri también logró subordinar muchos fragmentos de ese radicalismo que pagó muy caro el fracaso de la Alianza. Ahora tenemos una coalición opositora vigorosa, que tiene peso institucional, y que expresa bastante bien la visión que predomina en los hombres y mujeres del campo. Juntos por el Cambio no es el campo ni lo va a ser, porque el campo no tiene peso económico, demográfico o electoral suficiente como para marcar la agenda de una fuerza que aspire a gobernar la república. Pero es lo más parecido a un vocero de los intereses rurales que la Argentina puede generar. No les ofrece identidad, pero sí un refugio bastante confortable. Lo mismo que algunos peronismos provinciales, como el de Córdoba.
«El sector se volvió más homogéneo gracias al acceso a la propiedad del suelo de muchos viejos arrendatarios y, por tanto, de la disolución de la vieja tensión entre chacareros arrendatarios y propietarios rentistas»
TA: ¿Qué implicancias concretas tiene esta inserción en un sistema político más estructurado?
RH: Una muy importante es que en un sistema político mucho más estable y estructurado, Juntos por el Cambio va a tratar las demandas de los productores agrarios como demandas importantes, pero no como los temas que están al tope de su agenda. Esto se puede ejemplificar mirando el caso de Alfredo de Angeli. Este chacarero entrerriano fue el gran héroe de la lucha en las rutas en el 2008. Mostró que dominaba la retórica del populismo agrario a la perfección. Pero ahora es senador nacional por el PRO. Y esto significa que los temas agrarios aparecen en su agenda como temas importantes pero no como los únicos temas de relieve y, sobre todo, como temas subordinados a las prioridades que impone la nueva carrera en la que de Angeli se embarcó, y a las necesidades de la organización política a la que pertenece. ¿Qué le gustaría más a este chacarero convertido en político: una fuerte protesta en la ruta contra las retenciones o ser gobernador de Entre Ríos y conquistar esta provincia para su partido? Estamos ante un panorama muy distinto al de 2008.
RA: Esto nos dice algunas cosas sobre la dirigencia. Pero, ¿cómo es el escenario abajo, en las bases?
RH: Creo que, en ese plano, el principal cambio identitario se asocia a la percepción de que -a diferencia de lo que era hace tres o cuatro décadas- el campo es un agente fundamental del desarrollo argentino. Muchos empresarios se ven como actores de un entramado económico y social que tienen más futuro que pasado. Las viejas tradiciones los constriñen poco, las viejas glorias de la ruralidad no los conmueven. Pero, al mismo tiempo, creo que las decepciones que les trajo la política post 2008 los han vuelto mucho más conscientes de sus limitaciones políticas. Saben que no tienen recursos políticos suficientes como para gravitar electoralmente, o incidir sobre el rumbo de la política pública. El fracaso de los “agrodiputados” elegidos en 2009 les mostró eso. Y volvieron a recordarlo cuando Macri, en el final de su gobierno, elevó las retenciones.
TA: En los últimos años tuvimos manifestaciones urbanas en defensa del campo, como las que se produjeron en el marco del conflicto del 2008 y el de Vicentín, el año pasado. ¿Cuándo comenzaron a generarse esas identificaciones por las que sectores de las clases medias urbanas salen a protestar en defensa de propietarios y productores rurales? ¿Qué es lo que ha cambiado?
RH: Me parece que es un fenómeno reciente, también hijo de las transformaciones y disputas de la primera década de siglo. Durante el gobierno de Alfonsín hubo “camionetazos” que llevaron la protesta agraria a la ciudad. Los protagonizó CARBAP, con el apoyo de la Sociedad Rural. ¿Y qué pasó, cómo les fue? Los manifestantes fueron recibidos con mucha frialdad en Buenos Aires. Nada de solidaridad entre esos manifestantes y las clases medias urbanas. El contraste con el 2008 no podría ser mayor. La adhesión al acto de la Mesa de Enlace en los bosques de Palermo el 16 de julio de 2008 fue enorme. No se limitó a los vecinos de Palermo, Belgrano o Barrio Parque. Congreso y Caballito también estuvieron allí. Recordemos: la convocatoria de la Mesa de Enlace tuvo mucho más público que el contra-acto organizado por Néstor Kirchner en la Plaza del Congreso. Creo que allí se evidencia una novedad que, como antes decía, expresa cuánto ha cambiado la valoración del nuevo campo. Pero al evaluar la significación de esa protesta no podemos olvidar que estuvo y está maridada con la línea de tensión más profunda de nuestra vida política. El hemisferio político que acompañó entonces al campo es, a grandes rasgos, la que hoy acompaña y constituye a Juntos por el Cambio. Y es la que, en 2020, vimos movilizarse por Vicentín.
TA: En tu visión el conflicto del 2008 no fue la causa de que el campo comenzara a actuar como un bloque relativamente unificado, sino, en parte, su consecuencia. Esa aglutinación entre los distintos actores que componen el sector, y que precedía al conflicto, ¿se profundiza con él?
RH: Los conflictos tienen su propia dinámica, y producen sus propios actores. Nadie sale de un gran conflicto igual que como entró. Creo que esto se aplica al conflicto del campo del 2008. Por una parte, porque ayudó a forjar la imagen pública del campo, contribuyó a darle identidad, a proveerles de una mística. Y también contribuyó a que la dirigencia aprendiera cómo se hace política en la era democrática, y premió a sus sectores más colaborativos. Los dirigentes agropecuarios dejaron atrás una larga historia de enconos, ganaron en confianza mutua. Después del conflicto Cristina designó a Julián Domínguez como Ministro de Agricultura y le puso como tarea quebrar el bloque agrario nucleado en torno a la Mesa de Enlace. Su intento de reeditar la alianza tradicional entre el partido de las mayorías urbanas y un sector de los pequeños productores dio muy pocos futuros. Convocó a la Federación Agraria y abrió la billetera. Pero no logró mucho. Sólo electrones sueltos como Pedro Peretti se vieron tentados a cruzarse de orilla. De hecho, todavía hablamos de la Mesa de Enlace. Y creo que vamos a seguir hablando por bastante tiempo.
RA: Un bloque que se activa sobre todo en la resistencia.
RH: Lo vimos en el primer año de la presidencia de Alberto Fernández. Cuando suben los impuestos a las ventas externas, las retenciones, o cuando se imponen restricciones a las exportaciones, la unidad se fortalece. Pero es importante recordar que esa unidad también existe cuando se apagan las cámaras de la televisión.

TA: ¿Por qué, teniendo tanto peso económico, nunca se consolidó un “partido agrario” que represente específicamente los intereses del sector? Un partido single-issue competitivo. ¿Hubo intentos por crearlo a lo largo de la historia argentina?
RH: Parte de la respuesta es que nunca tuvimos partidos single-issue, ni en este ni en ningún otros tema. Si no pudieron los católicos o los laboristas, y no creo que en el futuro pueda el feminismo, ¿por qué habrían de lograrlo los del campo? Dicho esto, una de las sorpresas que me llevé investigando la historia de la relación entre intereses agrarios y política es que, en la era del crecimiento exportador, antes de 1916, hubo varias iniciativas dirigidas a organizar partidos agrarios, partidos representativos del interés rural. Esto habla de la potencia que tuvo este sector. La Liga Agraria insistió mucho con esta propuesta, y hasta la Sociedad Rural se sumó. Partidos como Defensa Rural, que compitió en las elecciones en 1912 llevando en sus listas a presidentes y eminencias de la Sociedad Rural, fueron creados para enfrentar no a partidos “populistas”, o de izquierda, sino a la clase dirigente del orden conservador, a la que acusaban de cobrar impuestos muy altos, que ahogaban a la producción. La tensión era entre sociedad y política, entre los que producen y los que consumen la riqueza. Suena el argumento, ¿no?
TA: Parece que viene de hace tiempo.
RH: Repasar estas experiencias es importante porque nos recuerda que la tensión entre la clase propietaria rural y el Estado es un rasgo constitutivo de nuestra política, de nuestra organización institucional. ¿Por qué estamos ante una tensión estructural? Porque el campo fue desde muy temprano un sector económico fundamental, el gran generador de exportaciones y de recursos fiscales, pero nunca pesó mucho en la vida pública. En nuestro país, la distribución geográfica de la riqueza es muy desigual: una pampa rica, con abundantes recursos naturales, y el resto bastante más pobre. Esta asimetría hizo que no hubiera más que una caja de donde sacar los recursos para pagar el ferrocarril a Catamarca o Jujuy, o el sistema educativo que se fue armando tras la sanción de la ley 1420 y la Ley Láinez. Y a esto hay que agregarle que ya en el siglo XIX Argentina era un país muy urbanizado, con mucho peso de los intereses urbanos. Esto significa que nuestro país tuvo, desde muy temprano, un Estado bastante grande y con bases políticas mucho más amplias que la clase propietaria pampeana. Y que, por las asimetrías que recién mencionamos –federal, urbana–, ese Estado siempre gastó mucho fuera de los distritos pampeanos donde está el motor de su economía y su principal fuente de recursos. Y agreguemos que, por la naturaleza del orden productivo pampeano, que se apoya en una pradera formidable, nunca necesitó mucho del Estado, al que siempre vio como un peso antes que como un aliado. Por eso, el conflicto fiscal entre campo y Estado recorre nuestra historia.
TA: El campo tiene peso económico pero no demográfico…
RH: La demografía no lo ayuda nada. En parte reflejo de la alta productividad agraria, hay poca población rural en la región pampeana, y eso significa pocos votos. Y a esto agreguemos la asimetría federal que ya mencionamos, el hecho de que las provincias del interior son muy gravitantes dadas las características de nuestro régimen federal. Ya en tiempos de Mitre y Roca provincias como La Rioja y Catamarca podían explotar el hecho de que tenían la misma cantidad de senadores que Buenos Aires. Y a esto agreguemos que los grupos de interés urbanos están mejor organizados que los del campo, y son más capaces de hacerse escuchar en el gran escenario de la vida pública, la ciudad de Buenos Aires. Finalmente, recordemos que tenemos una política muy inclusiva, con partidos muy legítimos, con grandes apoyos ciudadanos, muy profesionalizada. Si sumamos estos tres elementos –urbanización, federalismo y política inclusiva y profesional– se ve que, con o sin partidos single-issue, las cosas no estaban armadas para favorecer a los intereses agrarios de la pampa. Hasta la Gran Depresión de 1930 el sistema funcionó bien para el campo porque ese mundo de mercados abiertos que demandaba alimentos de clima templado, lana y cueros, que se había armado para mimar a la Argentina, el dinamismo del sector exportador daba para todo. Pero tras la Gran Depresión la torta fue achicando. Y a los voceros del campo les resultó más difícil hacerse escuchar, o promover sus intereses. Mucho más que a los dueños de fábricas, que integran un bloque en el que sindicatos y trabajadores urbanos formales hablan por ellos, ya que la suerte de ambos, capital y trabajo industrial, está asociada a la pervivencia del entorno en el que floreció y todavía sobrevive, ya muy dañada, la industrialización por sustitución de importaciones. La UIA y la CGT se necesitan mutuamente, discuten un poco pero en el fondo saben trabajar juntos porque se necesitan. Si a los industriales se les hubiera ocurrido armar un partido propio creo que les hubiera ido aún peor que a los empresarios agrarios. Pero como tienen a la CGT, se las arreglaron bastante bien. Eso no sucede en el campo, que emplea poco trabajo. Con la UATRE, el gremio de peones rurales no es posible ir muy lejos.
RA: Igualmente, a pesar de no tener una representación política directa o específica, el campo parece haberse activado como actor político. ¿Te parece que hoy tiene cierta organización en su representación de intereses, al menos en la Sociedad Rural y en la Federación Agraria? ¿O ya desbordó y es un fenómeno de autoconvocados que no están canalizados necesariamente mediantes entidades gremiales?
RH: El campo no podía permanecer al margen de la crisis de representación que es un signo de nuestra era. Desde hace bastante tiempo que las organizaciones tradicionales del campo vienen perdiendo peso. El fenómeno de los autoconvocados, muy importante en el conflicto del 2008, no hizo más que sacarlo a la luz. Al mismo tiempo, el panorama asociativo está en transformación: sus expresiones más dinámicas son asociaciones como CREA, AAPRESID o MAIZAR, para nombrar solo algunas, que tienen mucho para ofrecerle al productor en el plano de la incorporación de tecnología y la organización de la empresa. Y a esto hay que sumarle que el campo se integra cada vez más en cadenas de valor más amplias, que tienen su propia agenda, como se ve hoy en el Consejo Agroindustrial Argentino. Es importante que el campo tenga más y una mejor institucionalidad. Para que produzca más y mejor, cuidado más el ambiente, y para que se vincule de manera más estable y productiva con las instituciones de la Argentina política. Conversar con los que son distintos no soluciona los problemas pero ayuda a no tener visiones alienadas sobre cómo es el mundo y cómo se solucionan los problemas.
«El conflicto fiscal entre campo y Estado recorre nuestra historia».
RA: ¿Qué es el campo hoy? ¿Cuáles son los actores principales? Pensando en términos de si existe una brecha entre lo que es y lo que pensamos que es en las ciudades. A veces se habla de los grandes terratenientes, por ejemplo. ¿Esa realidad todavía existe?
RH: Todo actor es en parte una representación, propia y de otros. Y esas representaciones no se forjan o desaparecen de la noche a la mañana. Argentina es un país que tuvo, desde temprano, una estructura de propiedad muy concentrada, propia de un país de frontera que puso en explotación millones de hectáreas en unas pocas décadas, en la última parte del siglo XIX. Menos concentrada de lo que suele decirse pero de todos modos lo suficientemente concentrada para que diera lugar a la formación de una de las clase propietarias agrarias más ricas a escala internacional. Ese grupo, que era muy visible y poderoso en el Centenario o en 1930, ya no existe más. Cuando uno hace la lista de los grandes empresarios agrarios, ya no encuentra muchos apellidos tradicionales. Y no están porque, como a veces se dice, se esconden detrás de sociedades anónimas. Las grandes empresas del campo, además, en muchos casos, son arrendatarias más que propietarias. Se expanden sobre tierra ajena, aportando capital y tecnología. La tierra es cada vez menos la base en torno a la cual gira el negocio agrario, como lo fue en tiempos de Roca o Perón. Esto significa que quizás tenga sentido hablar de una burguesía agraria, pero ya no de una burguesía terrateniente. Pero en muchos ambientes sobreviven imágenes anacrónicas de lo que es el mundo agrario. Sobreviven porque están arraigadas en el imaginario popular y porque son políticamente rentables. Pero reflejan poco lo que es el campo del siglo XXI.
RA: ¿Qué distinguió a esa gran propiedad?
RH: La gran propiedad fue un rasgo distintivo de la economía de exportación pampeana, sobre todo en tierras ganaderas. Fue muy importante en el sur y oeste de Buenos Aires, y en muchos otros distritos de ocupación tardía. Pero lo que hay que recordar es que aquí no existió el correlato social que suele acompañar a la gran propiedad en otras sociedades agrarias europeas o latinoamericanas, donde el terrateniente ejercía un gran influjo sobre la sociedad local, y podía traducir ese influjo en capital político, preeminencia social, etc. Algo de eso hubo en el noroeste, en lugares como Salta. Pero en la pampa, la gran estancia fue el producto de la expansión del capitalismo agrario, y siempre se subordinó a esa lógica. Era y es una empresa capitalista, no una unidad social. A veces fue también una unidad de recreo, y un motivo de orgullo para sus dueños. Pero políticamente nunca contó mucho. De hecho, las grandes mansiones rurales de la era dorada del crecimiento exportador fueron construidas de espaldas a la sociedad rural local, a distancia del pueblo, para el disfrute exclusivo de sus propietarios (y hoy de los amantes del turismo de estancias que pueden pagarlas). Están hundidas en un parque, protegidas de la mirada de los curiosos por un denso bosque. No fueron pensadas para conectarse con la sociedad, para ejercer o reforzar liderazgo. Ni se les reclamaba, ni podían ejercerlo.
RA: ¿Cuándo surge entonces ese imaginario del gran propietario rural como “el enemigo”?
RH: Cuando uno recorre la historia del problema agrario argentino puede comprobar que la gran propiedad siempre fue un tema polémico. Lo fue ya para Sarmiento y los liberales de su generación, que querían forjar un campo de farmers, no de grandes terratenientes, y arraigar sobre esa base a las instituciones de la república democrática. No les gustaba la gran propiedad porque la veían como el ambiente en el que se había forjado la dictadura de Rosas, que había dado lugar al caudillismo. En la Argentina, la civilización es urbana, no rural. Y la gran propiedad nunca alcanzó la legitimidad que tuvo en Europa, donde el poder del señor y la presencia de la gran propiedad tienen siglos, vienen del fondo de los tiempos. Pero el latifundio recién se convirtió en un problema de cierta envergadura desde la década de 1910 y con mayor fuerza en la década de 1930. ¿Por qué? Porque en la estela del Grito de Alcorta comenzó la era del conflicto social agrario, de la disputa entre arrendatarios y terratenientes. Justo cuando el régimen político se volvía más democrático e inclusivo. En esos años se extendió la creencia de que no había progreso social posible en el campo, que el campo era el reino de la injusticia. Hasta entonces no había sido así, no lo era para Sarmiento y tampoco para José Hernández, que no tenía mala opinión de los propietarios (en el Martin Fierro los malos son otros, comenzando por los agentes del estado). En la era liberal hubo mucho cambio social en la campaña, con progreso social para muchos. Si alguien recorría la campaña en 1870 y la volvía a visitar en 1910 se encontraba con un mundo muy transformado.
TA: ¿A partir de ese momento comienza a enlentecerse el proceso de mejora social?
RH: Desde entonces el cambio fue más lento y, sobre todo, las oportunidades de mejora social para las mayorías se fueron cerrando. Era quizás inevitable, porque estaba dejando de ser una sociedad de frontera. Menos acceso a la tierra, menos oportunidades de mejora para los trabajadores. Todo esto sobre un fondo donde el contraste con el brillo de la sociedad urbana se hacía más marcado. Ya en la década de 1920 estaba claro que quien quería progresar en serio lo mejor que podía hacer era irse a probar suerte a la ciudad, a Buenos Aires, que entonces estaba en auge. Y poco después vino la Crisis del Treinta, que fue muy dura en el campo, que empobreció a muchos chacareros, provocó expulsiones, dejó a mucha gentes sin trabajo, y acentuó la migración hacia las ciudades. Entonces se afirmó la imagen que ve al campo como el reino de la injusticia social. Y al gran terrateniente como el arquitecto y gran beneficiario de ese orden injusto, emblema de los males que aquejan a la Argentina. Es una idea que fue cobrando envergadura en el periodo de entreguerras.
RA: El escenario estaba dispuesto para una figura como Perón.
No es casual que Perón, como buen político, y como político sensible al problema de la justicia social, haya puesto allí el ojo. Para 1945 la gran propiedad ya no tenía ningún peso electoral y, en una Argentina donde el producto industrial supera al agrario los problemas sociales del campo se estaban volviendo políticamente marginales. Recordemos que, según el censo de 1947, la tasa de urbanización de la región pampeana era de más del 70 %. Pero lo que importaba, y mucho, era el lugar que el problema del latifundio ocupaba en la imaginación política. Por eso Perón dijo “quiero colocar a esos terrateniente oligarcas en el lugar de mis mayores enemigos, y voy a hacer campaña castigándolos, proponiendo una reforma agraria”. Por supuesto, una vez que llegó a la presidencia tomó otro camino. Su prioridad siempre fue otra: el núcleo de su programa de justicia social estaba dirigido a elevar el nivel de vida de los trabajadores urbanos, que eran los que decidían las elecciones e incidían mucho en la puja de poder, a través de sus organizaciones sindicales. Al campo lo necesitaba para generar alimentos baratos y divisas, ventas externas. Y a los peones rurales los necesitaba poco y nada. Por supuesto, una ola justiciera de tanta magnitud como la de 1946 no dejó al campo intocado: el Estatuto del Peón, el congelamiento de los arrendamientos, todo eso parte de la historia peronista… Pero la gran batalla por la construcción de una nueva coalición política apoyada sobre las clases trabajadoras se libraba en la ciudad. Para Perón, apostar muchas fichas a cambiar el campo era perder el tiempo.
TA: Tomo ese punto. Perón sanciona el Estatuto del Peón Rural en 1944 y el kirchnerismo sanciona un nuevo estatuto en 2011, con avances importantes en materia de protección laboral para los trabajadores del sector. ¿Qué hace que hablemos de que el peronismo tiene “conflictos con el campo” (es decir, con un sector productivo) y no, simplemente, de “conflictos con el capital”?
RH: El kirchnerismo recién puso la atención sobre el problema del trabajo rural luego del 2008. Hasta entonces tenía cosas más importantes de que ocuparse, porque el núcleo de nuestra pobreza y de nuestros problemas de empleo es la periferia urbana. El peso relativo de la fuerza de trabajo en el agro pampeano es muy reducido, porque la actividad productiva está muy mecanizada. Distinto es el caso de algunas producciones regionales, que sí emplean más trabajo, sobre todo trabajo estacional para las tareas de cosecha, muchas veces contratado de manera informal. Allí está el núcleo de los 3,5 millones de puestos de trabajo que genera todo el agro. Pero, visto en conjunto, y siempre con algunos “peros”, hay pocas tensiones entre trabajo y capital en el campo pampeano. El hecho de que la UATRE se haya plantado del lado de sus empleadores en 2008 y que luego el Momo Venegas lo haya transformado en un firme aliado formado del PRO de Macri nos dice algo al respecto. Por buenas o malas razones, se sienten parte del bloque agrario, atan su suerte a ese mástil. Más original y más relevante es la intensidad del enfrentamiento entre el kirchnerismo, o el peronismo urbano, y el sector agropecuario. Es muy difícil encontrar, en otros países, un fenómeno análogo, donde una fuerza política tan importante, una fuerza de gobierno, conciba, al menos en el plano retórico, a un sector de actividad tan relevante como un enemigo que debe ser combatido. No me parece una idea muy brillante, sobre todo en un país que, para mejorar el nivel de vida de sus mayorías, sí o sí necesita fortalecer su perfil exportador… Relacionarse de este modo con un sector que contribuye como ninguno a resolver el crucial problema de la anemia exportadora y la falta de dólares creo que es un error.

Los conflictos entre gobiernos nacional-populares, o de izquierda, y clase capitalista son frecuentes en muchos países, y en ciertas circunstancias inevitables e incluso deseables. No creo que los argumentos de los empresarios, o la visión de los dueños de empresas, tengan que ser el norte de la conversación pública. De allí a ver a todo un sector como un problema, con sospecha, hay una distancia. En vez de denunciar al campo y a sus voceros, prefiero el camino que tomó Alfonsín cuando en 1988, al inaugurar la Exposición de Palermo, fue abucheado por la barra brava de la Sociedad Rural: “no son los verdaderos productores agropecuarios los que me silban”, les dijo. También les dijo cosas durísimas, pero pensaba que era un error impugnar al empresariado del campo en su conjunto. Habiendo dicho esto, agrego que muchas de las tradiciones políticas y culturales que predominan en el asociacionismo agrario no me gustan nada. Pero esto es un tema secundario. Vivimos en una sociedad plural, tenemos que convivir y trabajar con los que piensan distinto, en nombre de objetivos superiores. Me gustaría que, en el futuro, la relación entre el sector agrario y los funcionarios públicos de máximo nivel se plantee en términos que recojan algo de la actitud de Alfonsín. Un sector tan crucial no puede ser concebido como parte del problema sino como parte central de la solución a los problemas argentinos.
RA: El peronismo cordobés pareciera tener una relación con el campo mucho más dinámica y amigable. Esa visión del peronismo nacional sobre el sector, ¿creés que surge de una mala estrategia o realmente no termina de entender bien qué es el campo hoy y cuáles son sus actores, por lo que terminaría retomando una visión del pasado?
RH: Trabajos como los de Federico Zapata nos muestran que otros peronismos, como el de Córdoba, una provincia muy importante en términos agrícolas, se relacionan mejor con el sector agrario y, en general, con el empresariado del campo. ¿Hasta qué punto el peronismo del conurbano bonaerense, que es el que domina en el plano nacional y el que desde comienzos de siglo marca el ritmo de lo que hace la Casa Rosada, puede aprender de esa experiencia, tomar otro camino? Seguramente la relación con el sector agrario puede mejorar, con beneficio para el país todo. Pero creo que soy menos optimista que Federico, porque las restricciones que operan sobre uno y otro peronismo no son las mismas. Antes que verlo como un conflicto de ideas y de culturas políticas prefiero entenderlo ante todo como un conflicto de raíz estructural, determinado por el lugar que cada peronismo ocupa en el mapa del poder. Sobre la elite kirchnerista: entiendo a los que dicen que un grupo dirigente que le dio mucho poder durante mucho tiempo a un personaje tan tosco y dañino como Guillermo Moreno no puede tener argumentos de política económica decentes. Pero quisiera ver el problema a la luz de su mejor versión, de la manera más empática. Y esto me lleva a pensar que desde la Casa Rosada las cosas se ven distinto que desde Córdoba pues cobra otro relieve, por ejemplo, la cuestión fiscal. Y esto me invita a concebir la disputa con el sector agroexportador, ante todo, como una disputa que, más que ideas o valores, está determinada por los intereses de esa dirigencia y, por supuesto, por los demandas de sus seguidores, de sus votantes.
«Quizás tenga sentido hablar de una burguesía agraria, pero ya no de una burguesía terrateniente«
¿Dónde está el núcleo duro del peronismo de Cristina, su base más constante y fiel? Entre los votantes más pobres del conurbano, esos que no pueden esperar. Esos que, desde que el kirchnerismo de 2005-2008 permitió que la Argentina retornara al mundo de la inflación, destruyendo toda posibilidad de ahorro popular de mediano o largo plazo, en las buenas o en las malas (y desde entonces ha habido más malas que buenas), no tienen más horizonte que el día a día. Necesitan hoy, no pasado mañana, el auxilio del Estado: tarifas subvencionadas, AUH, etc. Para estos sectores todo proyecto de crecimiento económico que invite a sacrificar presente en nombre del siempre esquivo largo plazo es una propuesta muy poco atractiva. Entonces entiendo por qué Cristina dice “subamos las retenciones y congelemos las tarifas; mañana vemos cómo seguimos”. Pese a que a Cristina le gusta la idea de la estadista con vista de águila, es claro que su horizonte político es muy corto. En 2006 o 2007, cuando había margen fiscal, se perdió una oportunidad, y desde entonces las cosas se hicieron más difíciles. En Córdoba, en cambio, la tienen algo más sencilla: no están obligados a pensar en la solidez de la moneda ni en la estabilidad macroeconómica. Y no tienen que lidiar con la demanda constante del conurbano, ni con los movimientos sociales que rodean al Ministerio de Desarrollo Social, ni con las tomas de tierra en Florencia Varela.
TA: Es decir que esa retórica antagonizante te parece una estrategia inconveniente pero racional, en el sentido de que necesita legitimar una transferencia de recursos para sostener una coalición social que constituye su base de apoyo político.
RH: Exactamente. No es buena para la Argentina pero está al servicio de objetivos que uno puede compartir o no, pero que son políticamente legítimos y racionales. Esa retórica sirve para templar la mística de la militancia que tiene una visión agonal de la política y, sobre todo, para darle legitimidad a un régimen fiscal de baja calidad, y malo para el crecimiento. Cumple una función similar a la queja contra los helechos iluminados de Horacio Rodríguez Larreta: «Necesitamos esos recursos más que ellos, vamos a darle mejor uso».
RA: La pregunta es si es sostenible a largo plazo tener al sector agropecuario como enemigo.
RH: Está claro que lo que es bueno para el día a día y para mantener a flote a este tipo de peronismo no ayuda a que dentro de 5 o 10 años el país esté mejor, con más empleo de calidad, más exportaciones y más crecimiento y, por tanto, con cuentas públicas más saneadas y una moneda más sólida. Pero, sabemos, el largo plazo es un lujo que la política argentina hace tiempo que no sabe cómo darse.
TA: Recién dijiste “este peronismo», señalando a una de sus versiones. ¿Creés que los conflictos del peronismo con el campo ilustran que es una tensión inherente a la identidad política peronista o es más bien contingente? Es decir, ¿es un elemento esencial e inevitable o es algo circunstancial y, por tanto, evitable?
RH: La travesía del peronismo nos muestra que, en la vida política, puede haber tensiones y disputas de gran intensidad pero que ello no es igual a contradicciones constitutivas, estructurales. Un recorrido por su historia muestra que, como toda fuerza política importante, tiene mitos identitarios y tradiciones, pero no posiciones de principio irrenunciables. No hace falta traer a la conversación a Menem y al giro pro-mercado -sostenido por casi toda esta fuerza política por una década-, para ilustrar este razonamiento. Basta con acordarse del propio Perón. Ganó las elecciones de febrero de 1946 levantando tres banderas: justicia social, soberanía política e independencia económica. En los primeros años de su gobierno fue muy generoso en términos de distribución. Su revolución distributiva de 1946-48, la más importante de toda nuestra historia, fue central para consolidar una base de apoyo que en 1945 o 1946 todavía no tenía fidelizada. En 1946 también jugó la carta nacionalista: “Braden o Perón”. Pero sabemos que cuando percibió que tenía más margen de maniobra acortó la rienda y se dispuso a cambiar el rumbo, acicateado por la crisis de fines de los cuarenta. Entonces los salarios bajaron y la revolución distributiva se frenó. Y las otras dos banderas también las arrió. Cuando pudo cambiar, primero porque la Guerra Fría hizo posible el acercamiento, y luego porque Perón entendió que necesitaba de la ayuda del capital norteamericano para obtener energía y empujar la industria, no lo dudó un minuto. En 1953 recibió al hermano del presidente de Estados Unidos, a Milton Eisenhower, como si fuese un amigo de toda la vida. El mismo presidente que unos años antes había llegado al poder diciendo «Braden o Perón», y que en 1949 sancionó una Constitución nacionalista le abrió le puso la alfombra roja al capital norteamericano. Si el acercamiento a Estados Unidos descarriló no fue por la contradicción que suponía con las Veinte Verdades Peronistas sino por el golpe de 1955.
TA: Lo que demuestra cierta flexibilidad, cierto pragmatismo para definir las estrategias políticas a seguir.
RH: El peronismo es muy versátil, muy capaz de reformular su estrategia política, de mezclar viejos y nuevos lenguajes. Pero es un partido mayoritario, y esto le impone una restricción enorme, no puede hacer cualquier cosa. Puede hacer muchas cosas, pero siempre y cuando el rumbo adoptado prometa traer dividendos políticos y sea electoralmente redituable, y sirva a la mejora de la condición material de sus bases. De otro modo, no se sostiene en el tiempo. Este ductibilidad se ve en el caso de Cristina. Antes de ser “Cristina eterna”, fue otras cosas. Recordemos que en 2007 hizo campaña diciendo «yo quiero ser como Angela Merkel», con la idea de institucionalizar la transversalidad, y darle un barniz de sofisticación europea al movimiento nacional-popular. Después vino la crisis del campo y todo cambió. Pero no descartaría que, si se vuelve políticamente redituable, una propuesta de este tipo se vuelva a escuchar. Y puede haber otras estrellas polares que orienten la marcha, todo es posible. Antes de Alberto Fernández, el candidato presidencial del kircherismo fue Daniel Scioli. ¿Este hijo de Menem es el límite que el peronismo de nuestro tiempo puede tolerar? Figuras como Sergio Berni, que hoy tiene respaldos importantes en la cumbre del poder, nos muestran que otras opciones aún más preocupantes están sobre la mesa.
TA: Es difícil hablar de esencialidad en política en general y en el peronismo en particular, podría decirse.
RH: Sobre todo en las fuerzas mayoritarias de una sociedad que no siente demasiada simpatía por los extremos ideológicos, que no organiza su oferta política en torno al eje izquierda-derecha, y que tiene partidos que quieren representar un arco bastante amplio. Por supuesto, las posiciones se vuelven más duras e identitarias cuanto más nos alejamos del centro de gravedad político, pero eso lleva a lugares políticamente marginales. Los que están en el negocio de disputar por el poder tienen muy claro que la rigidez no es políticamente rentable. Y esto no es nuevo. Antes de que marcara la historia del peronismo, marcó la del radicalismo, durante el cuarto de siglo en que Yrigoyen convirtió a la UCR en un partido mayoritario.

TA: ¿Cómo evaluás la postura que otros espacios progresistas no-peronistas tuvieron hacia el campo históricamente? Pienso en el caso del Partido Socialista a principios del siglo XX, con Juan B Justo como referente, y a mediados de siglo, con los gobiernos peronistas.
RH: El Partido Socialista fundado por Juan B. Justo a fines del siglo XIX fue un partido urbano. Pero como Justo tenía la ambición de pensar un programa de reforma para toda la Argentina, el campo tenía que entrar en el radar. Y lo que hizo fue elaborar una visión que recoge mucho de una larga tradición de crítica a la gran propiedad de inspiración liberal que lo precedía. Con eso, más la literatura socialista europea de ese momento, con Berstein más que con Kautsky, en 1901 dio forma al Programa Socialista del Campo. Al igual que para los liberales, su horizonte era la agricultura farmer, a la que quería ver rodeada y sostenida por un mundo cooperativo. Creo que luego de Justo no hubo muchas novedades de importancia en la visión socialista del campo. Y, lo más importante, al socialismo nunca le fue bien en el campo. De hecho, el núcleo dirigente del socialismo nacional siempre estuvo ligado a la política urbana, y en particular a la política porteña, que es donde tenían su principal base de apoyo. Esto no cambió tras el nacimiento de la Federación Agraria, porque la dirigencia federada (y seguramente también sus bases) prefirió buscar sus aliados en las fuerzas que controlaban el estado, el radicalismo y el conservadurismo. La Federación Agraria nunca estuvo tan cerca de un gobierno como con el de Manuel Fresco, el gobernador del fraude. Creo que las dificultades del socialismo para hacer pie en el campo hicieron que no tuviera tantos estímulos para renovar su visión del problema agrario. Ni en el periodo de entreguerras, ni en los años peronistas. A los comunistas les pasó algo parecido.
TA: ¿Eso se extiende al socialismo santafesino en la actualidad?
RH: Con Binner, el socialismo de Santa Fe logró algo que hasta entonces había sido muy difícil, que es armar un tercer polo de poder, una tercera opción que pueda gobernar y sostenerse en el tiempo en un distrito importante. En relación con tu pregunta, lo primero que hay que decir es que este proyecto nació en el medio urbano. Comenzó con la conquista de Rosario en 1989, y luego poco a poco avanzó sobre el resto de la geografía santafesina, y lo hizo con bastante éxito en distritos rurales o donde lo rural pesa mucho. Gobernó una provincia con una gran ciudad y también con una economía rural muy importante, y logró forjar una relación productiva y pragmática con el mundo de la producción agropecuaria. Un poco como en la Córdoba que mencionábamos hace un rato, pero al servicio de un proyecto progresista, más amigo de la igualdad y la diversidad, que logró afirmar sobre todo en aquellos lugares donde encontró bases políticas que lo ayudaran a avanzar por este camino. Y ha logrado manejar bien las tensiones que toda fuerza política de inspiración socialdemócrata enfrenta al encontrarse con un mundo de propietarios como es el de la Santa Fe rural.
TA: ¿Hay una actualización del pensamiento de izquierda sobre el campo?
RH: Cobra cada vez más relieve la voz ambientalista, que me parece fundamental en un mundo como el de hoy, signado por la crisis climática. Un proyecto progresista para el campo debe preocuparse por el crecimiento sustentable, amigable hacia el ambiente. Pero, contra lo que a veces se escucha en el discurso ambientalista, tenemos que tener claro que nuestras mayores deudas con el ambiente son urbanas, no rurales. Las principales son la recuperación de la cuenca del Matanza-Riachuelo y del Reconquista, que vuelve más penosa la vida de varios millones de personas que viven en la vera de esos desastres ambientales. Esa tiene que ser nuestra gran “causa nacional” en términos de recuperación de un ambiente degradado, que afecta muy directamente la vida de los más pobres. Me gustaría ver más interés en esta cuestión y menos en la verdura o la carne orgánica, que son lujos de los que están cómodos, del 10 o el 20 por ciento superior de la pirámide del ingreso, de los que no tienen que preocuparse sobre cómo llegar a fin de mes. Y, sobre todo, me gustaría una discusión que incorpore de manera más central la pregunta por cuál tiene que ser la contribución del campo a la construcción de una sociedad más democrática, más capaz de ampliar los horizontes de sus clases populares. Y esto significa, creo, poner en relación el cuidado del ambiente con el crecimiento de la economía y la distribución de sus frutos. Preocuparse por el bosque nativo, o por qué la gente como yo tenga su bolsón de verdura orgánica con delivery a domicilio puede hacerse sin pensar mucho en estos temas. Pero si metemos a los pobres en la ecuación la cosa cambia. Y esa agenda se tiene que poner en relación con otras. Pues sin crecimiento económico sostenido –y esto significa más presión sobre los recursos– no hay posibilidad de darle un futuro mejor a los millones de argentinos que están en el fondo del pozo.
RA: ¿Por qué? ¿Y qué hay de lo específicamente rural?
RH: Porque esta Argentina estancada, que cada día degrada más las condiciones de vida y las esperanzas de las mayorías, no logrará nada perdurable si no logra poner en marcha la rueda del crecimiento. No alcanza con distribuir mejor lo que hay. Hace falta agrandar la torta, y sumar a millones al mundo del trabajo formal, al empleo de calidad. Y esto significa que debemos insistir más en la importancia del sector rural para promover el crecimiento, ya no sólo del campo, sino de toda la economía nacional. No es una tarea exclusiva del agro, pero sin un agro pujante, sin más exportaciones, no podremos ampliar el mercado interno y satisfacer las demandas de empleo y de consumo de las mayorías. Para sacar a medio país de la pobreza, y ofrecerle un futuro mejor a las clases populares, la Argentina necesita un sector exportador pujante. ¿Con qué instrumentos contribuir a impulsarlo? Política sectorial bien orientada, una macroeconomía ordenada y más colaboración público-privada, por supuesto. Pero también con estímulos fiscales. Y en el caso del agro esto significa reducir los impuestos que son malos para el crecimiento y para una mejor distribución social y regional de los frutos del crecimiento. Esto significa, en mi opinión, menos retenciones y más impuestos al suelo.
TA: ¿Cuáles serían las principales ventajas de avanzar hacia un esquema de ese tipo, con menores impuestos a las exportaciones?
RH: La primera es que menos retenciones supone un premio a la inversión productiva; más inversión y más tecnología que van a traer un aumento del volumen exportable. Una baja de las retenciones también servirá para estimular la actividad en el interior, que tiene costos productivos y de transporte más altos. Un esquema de este tipo, bien calibrado, puede utilizarse, también, para diversificar la canasta productiva, para evitar tanta concentración en la soja, que tiene sus costos ambientales. Más inversión, una economía más federal, más cuidado del suelo y, sobre todo -o más urgente- más exportaciones. En una Argentina que hace una década que no ve crecer el volumen de sus ventas externas, esto es fundamental. Más exportaciones significa un mercado interno más grande, condición necesaria para aumentar la oferta de empleo y aumentar los salarios. Y un perfil exportador más sólido significa mejores condiciones para atenuar la fragilidad macroeconómica de la Argentina. El rol dinamizador de un comercio exterior pujante se siente mucho más allá de los sectores directamente vinculados con el agro. En la industria volcada sobre el mercado interno y sobre todo en el sector de servicios, que es muy sensible a la expansión económica que se produce con el ingreso de dólares provenientes del campo. Si queremos sacar a la mitad de la Argentina de la pobreza tenemos que promover iniciativas que expandan sobre todo el sector de servicios, principal demandante de empleo de nuestro tiempo.
TA: ¿Cuáles serían las ventajas de la otra parte de la propuesta, la de gravar más el suelo?
RH: Es el costado igualitario de la propuesta, la prenda de paz que el campo tiene que ofrecerle al resto de la sociedad a cambio de un tratamiento más benévolo para la inversión productiva. La tributación siempre tiene dos caras: una que mira la eficiencia, el impacto sobre la producción; la otra, está inspirada en los valores que, como comunidad, queremos promover. Y a mi me interesa promover la igualdad. La presión impositiva sobre la actividad agropecuaria exportadora es muy alta en términos comparativos: más que en Uruguay o Brasil, Australia o Canadá. En pocos países hay impuestos a las ventas externas tan altos. Por eso, además de reducirlos de modo de promover el crecimiento de las exportaciones, sería conveniente que el fisco grave menos la actividad productiva y más el patrimonio. En la comparación internacional se ve que los impuestos al suelo y a la herencia son bajos en nuestro país. En proporción, se paga más impuestos de patente por un auto que por una casa o una hectárea de campo. Y esto, como ha mostrado Thomas Piketty, es un gran productor de desigualdad, y de desigualdad intergeneracional. Esto es más viable que en otros tiempos porque parte importante de las empresas agrarias trabajan tierra que no les pertenece. Podemos gravar más el suelo sin dañar el potencial de las empresas para crear riqueza, y haciendo recaer un mayor porcentaje del impuesto sobre dueños que son rentistas, que perciben un ingreso que no es producto de su esfuerzo productivo.
«Un perfil exportador más sólido significa mejores condiciones para atenuar la fragilidad macroeconómica de la Argentina«
TA: ¿Hay incentivos políticos para avanzar en esa dirección? En principio eso implicaría que el Estado nacional resigne cuantiosos recursos y simultáneamente acepte un empoderamiento fiscal de las provincias en relación al Estado central, lo que podría darles mayor autonomía relativa y encarecer los costos de la gobernabilidad…
RH: Soy muy consciente de que es más fácil proponerlo que hacerlo, porque un cambio en esta dirección requiere acuerdos entre gobiernos de distintos niveles. Y que la Casa Rosada resigne ingresos, que a veces ha utilizado de manera discrecional, para premiar aliados políticos, para castigar rivales, etcétera. Acotar esa discrecionalidad me parece bueno. Pero, al margen de su posible efecto sobre la desigualdad, lo que más valoro en el plano federal es que ayudaría a forjar un federalismo en el que las administraciones provinciales tengan más incentivos para recaudar, porque de este modo invertirán más energía en ver de qué manera generar riqueza en sus propios distritos. Redefinir las relaciones entre estado federal y provincias tal vez sólo sea posible en un contexto de mayor holgura fiscal. En todo caso, creo que debemos tener claridad respecto a cuál es el horizonte deseable: más estímulos al crecimiento, mejor distribución regional y social de sus frutos.
RA: Una mayor correspondencia fiscal. Decir «si querés aumentar el gasto, preocupate también por generar los recursos».
RH: Tocaste uno de los grandes problemas de nuestro federalismo. Contamos con un conjunto muy importante de provincias que resuelven sus problemas fiscales con transferencias por coparticipación y que, por tanto, se desentienden de recaudar y de estimular la actividad económica, de expandir el trabajo formal en el sector privado, de mejorar el sistema educativo, de incrementar la transparencia de su gestión, etcétera. Es un tema importante, uno más. La Argentina que emergerá de la pandemia tendrá demasiadas zonas oscuras. Tenemos que trabajar para dejarle a las próximas generaciones algo más que un paisaje de ruinas, o la Argentina mediocre que nosotros heredamos. Debidamente orientado, el campo puede hacer un gran aporte a la difícil tarea de construir un país con un horizonte de progreso para todos.
* El autor es historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Es investigador principal del Conicet y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Se ha dedicado a investigar en profundidad la historia del campo argentino y las élites agrarias. Su último libro es ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe (Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2018).