Elecciones 2020: ¿Qué es y cómo funciona el Colegio Electoral?

Una introducción al funcionamiento del Colegio Electoral, previo a las elecciones en Estados Unidos

Por Joaquín Nuñez |

La mayoría de la gente se suele encontrar, muy cada tanto, con las palabras “Colegio Electoral”. La escuchan en la televisión, la radio e incluso la leen en los diarios. Este proceso ocurre solo cada cuatro años, cuando hay elecciones presidenciales en los Estados Unidos. En vísperas de las elecciones del 3 noviembre, vamos a explorar un poco este concepto.

Este sistema de elección se decidió en el año 1787 durante la “Gran Convención de Philadelphia”, la cual, luego de un extenso tire y afloje, terminó con la firma de la Constitución Nacional. En dicho evento se decidió que el gobierno federal debía ser elegido mediante los electores, quienes representan a los estados. Se dice que llegaron a este acuerdo para contentar a los estados del sur, quienes no querían perder influencia en el proceso electoral.

James Madison, no el futbolista inglés, sino uno de los padres fundadores, expresó en el artículo número 39 de “El Federalista” los motivos por los cuales había que implementar este formato. «La elección del presidente debe ser mediante una combinación entre la elección del Senado y la Cámara de Representantes, una mezcla de federalismo y voto popular», expresaba.

El Colegio Electoral, como el helado de sambayón, tiene sus defensores y sus detractores. Los padres fundadores se cansaron de repetir la expresión “checks and balances”, en español “controles y equilibrios” pero usualmente traducido como «frenos y contrapesos». Entonces idearon un sistema que establecía un balance entre el pueblo norteamericano y los estados para elegir al gobierno federal. Así nació el Colegio Electoral.

Habiendo estudiado las imperfecciones de una democracia directa, quisieron evitar caer en lo que, años más tarde, John Stuart Mill bautizó como “Tiranía de la mayoría” en su ensayo Sobre la Libertad. Sin embargo, sus detractores han ido creciendo en número desde el 2016, cuando Hillary Clinton ganó el voto popular por casi tres millones de votos pero perdió por 74 electores. Me estoy adelantando un poco. Antes de seguir, vamos a explicar en qué consiste este procedimiento.

¿Qué es el Colegio Electoral?

Estados Unidos ejerce una democracia indirecta. Si bien elige a sus legisladores por voto popular, no es el caso del Poder Ejecutivo. Como ya hemos visto, los padres fundadores le encomendaron esta tarea al Colegio Electoral.

La metodología es la siguiente: llega el día de la votación. Usted se despierta, insulta, se viste, se perfuma y sale a votar. Llega al cuarto oscuro dónde va a elegir la boleta con la cara del candidato de su preferencia. Hasta aquí todo normal. Pero usted no está directamente votando por ese candidato sino por electores que han prometido votar por ese candidato que usted está eligiendo.

La votación se realiza en cada uno de los 50 estados y cada uno de ellos tiene un número de electores asignado que van a votar por el candidato que haya obtenido la mayor cantidad de votos en su estado en particular. Con una pequeña salvedad: el candidato que obtiene esa mayoría en el voto popular del estado se lleva todos los electores del mismo. Por ejemplo, en el 2016, Donald Trump derrotó a Hillary Clinton por 47,5% a 47,3%, en Michigan. Apenas más de 10.000 votos en una elección donde participaron más de seis millones de personas. Ese mínimo margen le valió para llevarse los 16 electores. Se podría simplificar diciendo que el ganador se lo lleva todo.

Ahora bien, ¿quiénes son estos electores? No son extraterrestres que llegan para votar en su plato volador, sino que son personas de a pie, gente común que compra el diario todos los días. Son elegidos por los partidos políticos, con la promesa de votar por el candidato que haya ganado en su estado. Por ejemplo, el que Donald Trump gane en Iowa, significa que la gente ha votado por los electores del Partido Republicano en dicho estado y estos últimos han prometido votar por Trump.

El día de la elección estas personas se reúnen en la capital de sus respectivos estados y firman un documento conocido como “Certificación de voto”. Este último es enviado a la oficina del Presidente del Senado de los Estados Unidos. El 19 de diciembre se develan estos certificados y el 6 de enero se convoca al Congreso para que los certifique, declarando a un ganador, que por supuesto, se sabe desde el día de la elección. No hay mucho suspenso en este paso.

Mapa del colegio electoral. Fuente: Scholastic Magazines

Los estados de Nebraska y Maine son la excepción a la regla, ya que dividen sus votos electorales; esto quiere decir que ambos candidatos pueden recibir votos electorales por parte estos estados.

En 1906 se estableció que el número total de electores a repartir iba a ser de 538, los cuales se disputan cada cuatro años en el mes de noviembre. Este número es el equivalente a los miembros del Congreso, a los 435 representantes de la Cámara baja, a los 100 integrantes del Senado y a los 3 legisladores de Washington DC. Para ganar una elección presidencial es necesario llegar al “número mágico” de 270 electores. Si uno llega a ese número puede golpearse el pecho porque automáticamente se convierte en presidente electo. En el caso de que ningún candidato llegase a esos 270, la Casa de Representantes elegirá al nuevo presidente.

Hay estados que otorgan muchos votos electorales, como California (55), Texas (38), Nueva York (29) o Florida (29). Otros otorgan menos, pero no por eso son menos importantes, como Wyoming (3), Dakota del Sur (3), Vermont (3) o Utah (6).

Los electores no tienen obligación legal de votar por el candidato por el cual prometieron votar. Si bien no es lo más ético, esto ha ocurrido a lo largo de la historia en un total de 157 oportunidades, aunque nunca alteraron el resultado de la elección. A estos incumplidores se los denomina “electores infieles”. Sin ir más lejos, en las últimas elecciones hubo 7 de estos casos. Cuatro electores de Clinton en el estado de Washington votaron por Colin Powell (3) y por Faith Eagle (1) para presidente. A su vez, en Texas, dos electores de Trump votaron por John Kasich y Ron Paul respectivamente. Por último, Bernie Sanders recibió un voto electoral en el estado de Hawai.

Mapa del 2016. Fuente: Business Insider

En la Constitución Nacional, artículo dos, sección primera, cláusula segunda, se especifica a cuántos electores tiene derecho cada estado. El número está definido por la densidad poblacional de cada uno, la cual se establece mediante los censos, que tienen lugar cada diez años. Este número del censo determina cuantos legisladores tendrá cada estado en el congreso, por ende, el número de electores va a ser igual a la cantidad de representantes totales, sumando diputados y senadores, que cada estado posea. Por ejemplo, California tiene 53 diputados y dos senadores nacionales. La suma de ambos da un total de 55 electores y es el estado que mayor cantidad posee. Es decir, el número del censo determina cuantos legisladores tiene en el Congreso, lo que a su vez determina la cantidad de electores.

Otra ventaja de este sistema es que obliga a mantener al país en su conjunto unido. Para muestra, un botón: se ha visto un gobierno federal fuerte por más de 200 años. También dificulta, pero no imposibilita, el fraude electoral.

Hay estados que son tradicionalmente republicanos o tradicionalmente demócratas (al menos en la historia moderna del país). Estos son denominados “Safe States”. Por ejemplo: Nueva York, Illinois, Nueva Jersey, Delaware y California son estados que hace años tienen al Partido Demócrata tatuado en el antebrazo. Por otra parte, Carolina del Sur, Arkansas, Texas, Utah, Tenesse y Loussiana suelen ser republicanos. Luego están los estados más codiciados, los que no tienen un color definido, aquellos por los que un candidato presidencial robaría a su madre: los famosos “Swing States”. Si bien los más cambiantes son Flordia y Ohio, podemos sumar también a Pennsylvania, Michigan, Winsconsin y Carolina del Norte. Para las elecciones de este año no estaría de más agregar a Arizona.

¿Por qué los “Swing States” son tan importantes? Porque poseen un número bastante interesante de electores y las elecciones en ellos suelen ser muy reñidas. Sin ir más lejos, en las últimas cinco elecciones presidenciales la diferencia entre los candidatos nunca superó los dos puntos y medio en Florida. Se podría afirmar que en estos estados se definen las elecciones. Sin embargo, nunca hay que dar nada por sentado, ya que para ganar una elección presidencial, uno tiene que obtener votos de diferentes tipos de votantes en diferentes estados.

Ilustración del “número mágico”. Fuente: CNN

El Colegio Electoral protege a los estados pequeños de ser desatendidos porque, en una elección reñida, cada elector cuenta. No se puede descuidar a ningún estado por más que su población sea insignificante. Vamos a un ejemplo concreto. En las elecciones presidenciales del año 2000 se enfrentaban el por entonces vicepresidente Al Gore (D) y el gobernador de Texas, George W. Bush (R). Esta es considerada como una de las elecciones más reñidas en la historia. “Bush vs. Gore” finalizó 271 a 266, a favor del texano. La mayoría de la gente asegura que Bush ganó gracias al estado de Florida, que primero fue anunciado para Gore, y luego, tras un muy polémico recuento y la intervención de la Corte Suprema, le fue otorgado a Bush. Si bien tienen razón y Florida fue obviamente determinante, lo que realmente resolvió la elección fue que los republicanos ganaron Virginia Occidental. Un estado que no se pintaba de rojo desde 1984. Así fue que un olvidado estado que aporta solo 5 votos electorales definió al nuevo líder del “mundo libre”.

Los demócratas lo dieron por ganado luego de haber obtenido una diferencia de 17 puntos en 1996 y de no haber perdido allí en más de 15 años. Para su sorpresa, Bush se llevó dicho estado por el 51% de los votos, lo que le valió para llevarse también el lugar privilegiado en la Casa Blanca. Si Julio Grondona inmortalizó la frase “Todo pasa”, en este caso aplicaría el “Todo suma”.

Si bien es muy extraño que el voto popular y el Colegio Electoral no coincidan, esto ha ocurrido en cuatro oportunidades. Samuel Tilden en 1876, Grover Cleveland en 1888, “Al” Gore en el 2000 y Hillary Clinton en 2016.

Habiendo quedado claro cómo funciona el sistema electoral, va una recomendación: cuando estén viendo en vivo los resultados de las elecciones, vean al mapa, recuerden que el número mágico es 270 y empiecen a sumar.

*El autor es estudiante de Comunicación en la Universidad Católica Argentina (UCA).

Fuente de la imagen principal: Heritage Foundation

Trump vs Biden: no fue un debate, fue una desgracia

Opinión |Por Joaquín Núñez*|

Si bien el hecho de que dos candidatos a ocupar un mismo cargo público en los Estados Unidos intercambien ideas por televisión nacional se nos ha hecho moneda corriente, este ritual apenas cumple sesenta años. Tal y como los conocemos hoy, estos debates comenzaron en el año 1960 cuando Richard Nixon (R) y John F. Kennedy (D) protagonizaron el primer debate presidencial transmitido en vivo y en directo. La transmisión marcó un claro precedente para todos sus sucesores: la imagen también cuenta.

 Cuando Kennedy entró a los estudios de NBC para alistarse para la contienda, el periodista Theodore White escribió “Parece un Dios bronceado”. Esto se debió a que pasó toda la tarde tomando sol en la terraza del hotel. Diferente fue la situación de Richard Nixon, a quien se vio un poco desmejorado. En palabras de Roger Stone, “Nixon llegó tarde a Chicago, luciendo cansado, demacrado y con bajo peso debido a una cirugía reciente de rodilla. Además se negó a maquillarse. También vestía un saco de tres botones de color claro.  JFK lucía bronceado y confiado. Nixon se veía pálido y nervioso”, comentaba en su libro Stone´s Rules. Quienes escucharon el debate por radio, dieron como ganador a Nixon, sin embargo, quienes lo vieron por televisión, mayoritariamente se inclinaron hacia ese joven y bronceado senador.

John Kennedy y Richard Nixon en 1960. Fuente: history.com

Vale aclarar también, que hubo otros eventos de este estilo más de cien años atrás de nuestro ejemplo anterior. En el año 1858, hubo una serie de siete debates entre los, por entonces, candidatos al senado por el estado de Illionis, Stephen Douglas y Abraham Lincoln. Los mismos fueron organizados exclusivamente por los candidatos, ni siquiera hubo necesidad de un moderador. Esto último hoy sería imposible ya que se acercaría más a una discusión entre camioneros en plena Autopista Richieri.

Los debates son momentos que requieren de mucha preparación, dónde nada puede dejarse al azar y los pequeños detalles adquieren una gran importancia. Algunos de esos momentos han sido  memorables, como Ronald Reagan asegurándose la reelección con un ingenioso chascarrillo o George W. Bush asintiendo con la cabeza; y otros no tanto, como Gerald Ford afirmando que la Unión Soviética no tenía el control sobre Europa del Este, George H.W. Bush ojeando su reloj,  y Albert “Al” Gore con  esos molestos suspiros.

Ya sea para reírse o llorar, estos debates se han vuelto un clásico esperado por todos. Desde aquellos apasionados por la política o televidentes ocasionales, nadie quiere quedarse afuera. Sin embargo, si algún amigo lector por casualidad no pudo ver este último debate, déjeme decirle que lo envidio profundamente. Lo que se vio en el primer round de Trump vs Biden se asemejó más a un debate entre delegados de escuela primaria, dónde el principal asunto a discutir era: ¿Quien pinchó la “plastiball”?.

“Mentiroso”, “Payaso”, entre otras cosas,  fue lo que salió de la boca de quienes se están disputando el liderazgo del “mundo libre”. Esto no solía ser muy común en los Estados Unidos, dónde se han presenciado grandes debates. No hace falta irnos a 1980 a ver el Reagan vs Carter, pueden ver el primer debate entre Barack Obama y Mitt Romney en el 2012 y sacar sus propias conclusiones.

Lo que se vio la noche del martes 29 de septiembre fue una hora y media de gritos, insultos e interrupciones. Los candidatos raramente pudieron terminar un argumento sin ser opacados por los gritos del otro.

Analicemos con un poco más de detenimiento las performances de los candidatos en cada una de las temáticas. Con esto no quiero levantar las expectativas de lo que fue el debate. En palabras de Ben Shapiro, “Fue lo peor que he visto en mi vida. En los primeros 15 minutos la gente se fue a buscar un whiskey. A los 30 minutos fueron buscar una aspirina y a los 45 minutos fueron a buscar un revólver”.

Debate 2020

Se llevó a cabo en la ciudad de Cleveland, Ohio, y estuvo dividido en seis segmentos: el historial de ambos candidatos, la corte suprema, el Covid-19, la economía, raza y violencia en las calles y la integridad de la elección. Cada uno de estos tópicos, de 15 minutos de duración, fueron elegidos por el moderador de la noche, el polémico Chirs Wallace, del cual nos ocuparemos más adelante. La modalidad era la siguiente. Wallace disparaba una pregunta a uno de los candidatos,  este tendría dos minutos para responder y luego ambos tendrían tiempo para debatir entre sí. La idea era que dentro de esos primeros dos minutos no hubiera interrupciones. Evidentemente algo salió mal.

Joe Biden y Donald Trump. Fuente : BBC News

Estrategias

Ambos candidatos salieron a la cancha con una estrategia bien definida y ensayada. La táctica elegida por el equipo del vicepresidente Biden fue simple, incluso se puede imaginar a su staff arengándolo antes de salir, “Por favor, evita todo tipo de intercambio con Trump. Salí a hacer lo tuyo”. Lo aplicó al pie de la letra. Eran conscientes de que el actual nominado demócrata no está muy lúcido como para un intercambio a solas con el presidente Trump, quien arriba del escenario es una topadora.

Su papel fue prolijo, aunque no lució del todo bien. Si bien estuvo mucho más sagaz de lo que se podía esperar, se lo vio bastante frágil.  Su apariencia no era la más presidencial y tuvo dificultades para empezar oraciones. A pesar de todo se mostró muy calmado y sereno.

Biden también quiso instalar que él es quien toma las decisiones dentro de su partido, algo que últimamente ha estado en tela de juicio.  “Yo soy el partido demócrata. Lo que está en la plataforma demócrata está ahí porque yo lo he aprobado”, expresaba.

Por otra parte, el presidente Trump buscó interrumpir constantemente a su adversario, con el objetivo de que este se desorientara, como ya hemos visto en sus apariciones públicas. Personalmente no creo que haya sido lo más inteligente, ya que lo peor de Biden se vio cuando el presidente lo dejó hablar. Citando a Napoleon Bonaparte, «Nunca interrumpas a tu enemigo cuando esté cometiendo un error». Otro motivo por el cual la constante interrupción no fue acertada es la siguiente: si hubiera centrado el debate en sus políticas, comparadas con la de su adversario, podría haber sido una victoria clara. Sin embargo, hizo todo lo posible por mostrar lo que a la gente más le molesta, que es su propia personalidad. 

Esos argumentos políticos que el presidente tenía a su favor se vieron eclipsados por sus interrupciones constantes y, a veces, irritantes. También buscó fragmentar a la coalición demócrata, forzando a su adversario a declarar en contra de la izquierda, la cual se está disputando el control dentro de dicho partido. Aquí no tenía nada que perder ya que, diga lo que diga Biden, alguien dentro de esa coalición se iba a ofender. Esta estrategia la utilizó en casi todas las temáticas a lo largo de la noche.

Joe Biden. Fuente: BBC News

Primer Round

El debate comenzó con la discusión sobre la Corte Suprema de Justica. Para quienes no estén muy al tanto, ante el fallecimiento de la jueza Ruth Bather Gindsburg, el presidente Trump nominó a Amy Coney Barnett, quien se espera sea confirmada por el senado a fines de octubre. “Nosotros ganamos las elecciones, las cuales tienen consecuencias, tenemos el senado, tenemos la casa blanca y tenemos una nominada fenomenal, respetada por todos”, comenzaba Trump.

Por su parte, Biden criticó a Barnett por estar en contra del Obamacare y cuando fue consultado por el moderador si tenía en mente ampliar el número de jueces en la corte, la respuesta del exvicepresidente fue la siguiente: “El problema es que el pueblo norteamericano debe expresarse, ustedes deben salir y votar, voten ahora y háganle saber a sus senadores que tan fuertes se sienten. Voten ahora”.

Terminado este tema, pasaron al Covid-19. Biden atacó primero. Comentó los  números que había dejado hasta el momento la pandemia en el país del norte. Sumado a esto criticó fuertemente la gestión de Trump sobre el virus y lo acusó de saber de antemano lo peligroso que este era. El presidente no tardó en responder: “Si lo hubiésemos escuchado a usted Joe, las fronteras hubieran quedado abiertas, millones hubieran muerto en vez de doscientos mil. Por supuesto que un muerto ya es demasiado, esto es culpa de China y jamás debería haber ocurrido. (…) Cuando cerré las fronteras me acusaste de xenófobo.  Muchos de los gobernadores demócratas dijeron que el presidente había hecho un trabajo fenomenal. Conseguimos las mascaras, las camas, los ventiladores y ahora estamos a semanas de la vacuna”, sentenciaba.

Ahora llegaba el turno de la economía. Aquí Biden comentó cuál sería el alcance de su proyecto. “Mi plan va a crear siete millones de puestos de trabajo más de los que creó el presidente en sus cuatro años. Además, va a añadir un billón de dólares en crecimiento económico, porque va ser acerca de “comprar americano”. (…) Voy a subir el impuesto corporativo de 21% a 28%”, explicaba. Este segmento derivó en un griterío cuando Trump acusó al hijo del ex vicepresidente de haber recibido tres millones y medio de dólares por parte de la esposa del alcalde de Moscú. De lo que menos se habló en esos ocho minutos fue de economía.

Donald Trump. Fuente: BBC News

Otro de los momentos polémicos se dio cuando, ante una pregunta de Wallace referida a si existe un racismo institucional en Estados Unidos,  Biden argumentó lo siguiente, “Hay una injustica sistémica en este país, en educación, trabajo y aplicación de la ley”.  Esa idea de que las instituciones norteamericanas son racistas ha sido una de las banderas de los demócratas de cara al 3 de noviembre.

No mucho después, Wallace le preguntó al presidente por qué prohibió el “Entrenamiento de Sensibilidad Racial” en las oficinas del gobierno. Esta pregunta partió de una premisa falsa, ya que lo que Trump prohibió fue la “Teoría Racial Crítica”, la cual afirma que toda institución en los Estados Unidos está apuntalada por supremacía racial. “Le estamos pagando cientos de millones de dólares a ciertas personas para enseñar, francamente, ideas muy malas y enfermas. Realmente le están enseñando a la gente a odiar a nuestro país y no voy a permitir que eso pase”, respondía Trump.

Uno de los obstáculos que tuvo que afrontar el presidente, quizás el más difícil, fue el propio moderador. Wallace comenzó el debate tranquilo, pero aparentemente se molestó con la estrategia del presidente de interrumpir a su rival tantas veces como era posible. Por lo tanto, decidió convertirse en un jugador más en el debate, por momentos parecía un dos contra uno. Incluso increparon a dúo al presidente para que condenase a grupos supremacistas blancos (algo que ya ha realizado en reiteradas ocasiones).

 La respuesta del “acusado” fue la siguiente: “Seguro que estoy dispuesto a condenarlos, pero debo decir que casi toda la violencia que he visto en las calles es de los grupos de izquierda, no de derecha. Estoy dispuesto a hacer lo que sea, yo quiero ver paz.”. Mientras Trump hablaba, Biden y Wallace arengaban, “Vámos, hágalo”. Algún televidente ocasional puede haber pensado que lo que estaban transmitiendo era una reunión de consorcio.

Chris Wallace, moderador de la noche. Fuente: BBC News

Luego le pidieron que condenara al grupo “Proud Boys”,  un grupo violento de ultraderecha asociado al neonazismo, nacionalismo y supremacismo blanco. “Proud Boys, retrocedan, pero les diré una cosa, alguien tiene que hacer algo sobre ANTIFA, porque este es un problema de la izquierda”, sentenciaba Trump.

Esto dio lugar a otro de los momentos más tensos de la noche. Luego de lo comentado, el ex vicepresidente se refirió a ANTIFA, en sus propias palabras, “ANTIFA es una idea, no una organización”. Por supuesto que la respuesta de su adversario no se hizo esperar, “Tienes que estar bromeando. ANTIFA es un grupo radical peligroso”.  Inmediatamente Wallace intervino para cortar la interacción y sacarle a Biden las papas del horno. Para despejar dudas, ANTIFA es un grupo extremista de izquierda y uno de los principales responsables de la violencia en las calles de Kenosha, Minneapolis o Chicago.  El nominado demócrata tomó distancia de la izquierda con respecto a los saqueos, “La violencia como respuesta nunca es apropiada, pero sí los manifestantes pacíficos”, declaraba. “¿Quiénes son los manifestantes pacíficos. Aquellos que toman las calles, queman los negocios y matan gente?”, replicaba el presidente.

Fin del debate. Fuente: BBC News

Acto seguido, Trump infló el pecho por haber sido respaldado por diferentes departamentos de policía. “Tengo el apoyo de todas las organizaciones que están a favor del cumplimiento de la ley. Tú ni siquiera puedes decir esas palabras, porque si lo haces, vas a perder a todos tus votantes de izquierda. (…) Yo creo en la ley y el orden, usted no Joe. Y le digo algo, la gente de este país quiere y demanda ley y orden. Usted ni siquiera puede decir esas palabras”, argumentaba. En ese momento apareció nuevamente Wallace, vestido de bombero para apagar la discusión. Esto le valió un comentario por parte del presidente: “Supongo que estoy debatiendo con usted y no con él. Pero está bien, no me sorprende”, disparaba.

Ahora sí, para alegría de todos los televidentes, llegaba el último tema de la noche, la integridad de las elecciones. Dicha integridad ha estado muy discutido debido a la cantidad de gente que va a votar por correo. Este tipo de votación ha sido cuestionado, entre muchas otras cosas, porque estados clave como Michigan o Florida no pueden abrir los sobres hasta el día de la votación, lo que dio lugar a teorías sobre fraude. Básicamente, el partido demócrata está a gusto con la votación por correo y el partido republicano le tiene fobia.

“El director del FBI aseguró que no había ningún riesgo en la votación por correo, no hay evidencia de que los sobres puedan ser manipulados. Ustedes deben salir a votar, voten, voten y  voten. Si pueden votar antes, voten antes, si quieren ir a votar, vayan a votar, pero  él no puede detenerlos para que decidan el resultado de esta elección. Si gano, voy a aceptarlo y si pierdo también, exclamaba Biden.

“En cuanto a las boletas se refiere, es un desastre. Una boleta solicitada está bien, usted la pide, ellos se las mandan y usted la devuelve con su voto. Pero ellos están enviando millones de boletas a lo largo del país. Esto va a ser un fraude como nunca han visto. Vean lo que pasó en Manhattan, en Nueva Jersey, en Virginia, se han perdido el 30% de los votos. Es una vergüenza (…), esto no va a terminar bien. Si es una elección justa, estoy 100% a bordo, pero si veo cientos de miles de boletas manipuladas, no puedo estar de acuerdo con eso” finalizaba el presidente. Entonces, ¿Quién gano el debate? Depende a quien le pregunten. Si vamos a CNN veremos una cosa y si vamos a Fox News veremos otra muy diferente.

En resumen, lo hecho por Donald Trump estuvo muy debajo de lo esperado, aunque se mostró más sólido tanto en las temáticas como en lo que respecta a la imagen. Esto se vio eclipsado por su “rudeza” y sus interrupciones. Joe Biden fue a Cleveland a dar un monólogo y esquivó todo tipo de intercambio. Pero hay que destacar que su actuación estuvo por encima de las expectativas. Ahora debemos esperar unos días para presenciar el segundo round. Lo único que nos queda es rezar para que la siguiente frase no se cumpla: “Las segundas partes nunca fueron mejores que las primeras”. Porque, como les adelanté al comienzo, esto no fue un debate: fue una desgracia.

*El autor es estudiante de Periodismo en la Universidad Católica Argentina (UCA)

Foto de portada: Scott Olson/Getty Images

Radiografía del nuevo (des)orden mundial

Entrevista a Juan Elman y Martín Schapiro* | Por Tomás Allan y Ramiro Albina |

La conversación con Juan Elman y Martín Schapiro por momentos fue como asistir a un debate sobre política internacional en la que los entrevistadores quedamos en modo espectadores escuchando disquisiciones sobre las capacidades económicas chinas para disputarle hegemonía a Estados Unidos, la falta de horizonte de las izquierdas en Occidente o la posibilidad de recrear un esquema de bipolaridad similar al de la Guerra Fría.

Por momentos se complementan, de a ratos se superponen y a veces se contraponen. Entre acotaciones precisas, correcciones cruzadas y contrapuntos interesantes transcurrió esta charla con dos analistas internacionales que al margen de trabajar juntos han compartido varios intercambios previos sobre los temas que se tratan en la entrevista y que se han convertido en voces autorizadas para escribir sobre ellos.

¿Estamos presenciando una nueva Guerra Fría que enfrenta a Estados Unidos y China? ¿Qué sucede con el ascenso de los nacionalismos europeos y el fin de la utopía globalista? ¿Qué nos deja el acuerdo entre la Unión Europea y el Mercosur? De lo global a lo regional, de lo regional a lo nacional: comenzamos con las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos y terminamos con la política exterior que llevó adelante Cambiemos y con proyecciones sobre un eventual mandato de Alberto Fernández al frente de nuestro país.

SITUACIÓN GLOBAL

¿Cómo están hoy las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos?

Schapiro: En este momento en un gran impasse, después de la reunión del G-20 en Osaka, un poco en repetición de lo que pasó en 2018 en el de Buenos Aires. Hay una tregua. Sin embargo la situación es más compleja, en el medio hubo tarifas grandes, de más de 10 puntos para los productos chinos, que significaron 500 mil millones de dólares en exportaciones aproximadamente. Tuvimos la apertura del frente tecnológico, que es muchísimo más difícil de resolver que la competencia comercial, porque es una competencia que tiene que ver con la materialidad de cómo se produce y lo que se produce y no solo con cuánto se paga por ello. Y tiene que ver además con la percepción para Estados Unidos de una amenaza estratégica, que excede lo comercial, que se relaciona con cuestiones de seguridad. Estados Unidos la doctrina de la primacía absoluta la tiene desde la caída de la Unión Soviética. Tiene que ser mejor que el resto del mundo y estar en condiciones de repeler cualquier amenaza del resto del mundo y China aparece como una amenaza seria… Cuando uno mira lo militar, lo tecnológico y otros planos, China aparece como una amenaza. Ahí hay una novedad, que por primera vez se está manifestando en cosas concretas y por lo tanto es más difícil de resolver. Dicho esto, estamos en una tregua, están negociando, nos volvieron a prometer que un gran acuerdo comercial estaba cerca, y se han atenuado las sanciones.

Elman: Yo haría una diferencia entre una mirada corta y una más a mediano o largo plazo. Si uno piensa en las últimas semanas, las mismas empresas estadounidenses le habían pedido a Trump que bajara un poco el tono con respecto a China. Por supuesto China estaba interesada en frenar la escalada comercial, entonces efectivamente estamos en un impasse. Si en los próximos meses no se solucionan los problemas, uno podría esperar algo más. Pero, ¿de qué problemas estamos hablando? Me parece que una de las claves de los últimos meses fue cómo la cuestión se desplazó de los déficits comerciales que tenía Estados Unidos con China, y de cómo se aprovechaba de sus condiciones, a lo tecnológico. O sea, el conflicto por 5G, por Huawei y por esta disputa más a largo plazo que tiene que ver con un cuestionamiento de la primacía global en la que China ya viene inmersa hace un tiempo y en la que Estados Unidos quiere una revisión de eso. Y ahí la cuestión es mucho más compleja, porque son tensiones que no se pueden solucionar. Ese es el problema. Hay una disputa inherente a lo que es el orden global hoy, que no se soluciona con un tratado comercial. La clave es pensar Huawei como un síntoma más. No es el centro pero en los últimos meses entró y fue bien sintomático de esa discusión por la hegemonía global.

Schapiro: Ahí me parece que hay que distinguir cuáles son las prioridades de la Administración Trump y cuáles son las prioridades de la élite norteamericana en general. Me parece que hay dos cuestiones que hoy son evidentes: la urgencia por el tema comercial es propia de la Administración Trump, pero la percepción de que China es una amenaza es compartida por toda la clase dirigente, de izquierda a derecha. Y probablemente Trump haya ganado algo de crédito en el enfrentamiento relativo a Huawei y en la regulación de los negocios de las empresas tecnológicas chinas. En las cuestiones de seguridad hay que estar mucho más atentos, particularmente en China, a cuáles son las iniciativas del Congreso, y ahí vamos a ver que Trump no es una voz tan solitaria que de pronto está en el gobierno y por lo tanto tiene apoyo en la base republicana porque es popular… Muchos sectores del Partido Demócrata y sectores republicanos más amigos de los mercados libres comparten la preocupación por China como un riesgo y por la necesidad de sanciones duras.

No es una cruzada personal de Trump, digamos.

No, creo que ahí juega la estructura, no los dirigentes.


«Hay una disputa inherente a lo que es el orden global hoy, que no se soluciona con un tratado comercial»


¿Cuáles son hoy las claves para entender la importancia del 5G en la disputa?

Elman: 5G tiene a priori dos diferencias con el 4G. Hay una que es cuantitativa y es que tiene una velocidad muchísimo mayor en la transmisión de datos. Y hay otra cualitativa, más importante, y es que 5G va a habilitar el desarrollo de otras tecnologías que hoy se vienen discutiendo y desarrollando pero que todavía no tienen razón de ser, o al menos no tan claramente. La nueva tecnología; la internet cuántica; el internet de las cosas; la inteligencia artificial… 5G atraviesa esas tecnologías por la conectividad, que es lo que va a permitir que eso funcione. Básicamente, las características de 5G (que te permite no perder señal, la alta velocidad en la transmisión y demás) hacen que hoy lo que no se puede dar (supongamos ciudades inteligentes) de repente sea posible. Ya no es una cuestión de pensar en los celulares sino en el ecosistema digital. 5G atraviesa esta promesa de la sociedad digital.

Shapiro: Hay algunas cosas que existen ahora. Hace poco se cayó el servicio de la nube de Google y mucha gente se quedó encerrada en la casa. Si todas las cosas van a ser smart y van a estar interconectadas, va a estar el problema de quién controla esa llave. No necesariamente tiene que ver con 5G pero sí con el acceso al hardware, que va a ser una parte gruesa de las discusiones. Porque cuanto más inmersivo en la vida de las personas es internet, más poder para el que controla esas conexiones. Es un poder enorme.

Elman: El problema es que eso ya está sucediendo con el tema de los datos personales. La diferencia del 5G con respecto a otras generaciones digitales es que si uno ve cómo se desarrollaron, la posición de China fue muy…

Schapiro: Tomadora de tecnología, no creadora.

Elman: Claro. En el desarrollo de 4G, China casi no tuvo poder. No estuvo en esa mesa chica. Sí estuvo Japón, por ejemplo, y Japón no cuestiona el statu quo. China representa una amenaza porque por primera vez se sienta en esa mesa chica y además pareciera que es el que está tomando (o ya tomó) el timón. Porque empezó antes, porque tiene un modelo de desarrollo que le permite ciertas ventajas que otros países no tienen, y además tiene una estructura que es bien diferente a la de Occidente. Y todo el tema de los datos no navega en aguas neutrales. Claramente Estados Unidos tiene hoy la capacidad para acceder a los datos personales a través de las plataformas. El problema es que ante este nuevo paradigma, con esta posición de China ante el desarrollo de nuevas tecnologías que atraviesan a otras tecnologías del futuro, la discusión tiene que ver con qué pasaría si China desplaza al menos en algunas cuestiones a Estados Unidos. No se pueden repartir eso.

Schapiro: A mí me parece que hay algo se expresa ahí que tiene que ver con la estructura, que es el problema de la emergencia de un nuevo actor. Antes las normas las fijaba Estados Unidos. China emerge y empieza a querer discutir las normas de un modo que se adapte más a su sistema y a su modo de ver el mundo y de producir. China tiene necesidades en el territorio, estas necesidades se plasman en el sistema y más allá de que se manifiesten en la tecnología, lo que estamos viendo es un problema viejísimo que es el de la emergencia de un nuevo actor que le disputa espacio a un actor establecido. Y en ese sentido no es un tema de ponerse de acuerdo o no ponerse de acuerdo sino de volver a discutir un orden tal como funcionaba. Y eso es bien complejo.

Cuando cayó el Muro de Berlín parecía que íbamos hacia un mundo unipolar, con Estados Unidos dominando. Luego se habló también de la posibilidad de que en algún momento haya varios centros de poder. ¿Hoy estamos volviendo hacia un esquema de bipolaridad que enfrenta a Estados Unidos con China, ocupando el lugar que dejó la Unión Soviética?

Schapiro: A mí me parece que es una pregunta totalmente abierta. Soy muy escéptico respecto de la nueva bipolaridad entendida en términos de bloques. Me gusta el concepto del G-0 o el mundo no polar, donde ningún país toma el liderazgo ni asume los costos del liderazgo. Más allá de que de pronto vemos que hay una bipolaridad con dos actores que emergen sobre el resto, lo que vemos en el G-20, en el comercio, en el modo en que se establecen las relaciones entre países… es que no hay un bloque chino ni un bloque norteamericano en los términos en que uno pensaría los bloques en la época previa a la caída del Muro. Estados Unidos no ha logrado que Gran Bretaña le diga “no” a Huawei o que comparta sus previsiones. Entonces, a mí me cuesta mucho ver cómo será el mundo que está armando este escenario en el cual Estados Unidos y China superan claramente a los demás actores.

Después está el signo de interrogación de cómo va a reaccionar Europa. Con este auge de los nacionalismos yo no veo que esté avanzando hacia una federación, pero si avanzara en ese sentido tiene mil armas nucleares y otro 20% del PBI global. Si uno pudiera pensar en Europa como un bloque, sería un bloque casi igual de potente al chino y al norteamericano. Es un escenario de mucha incertidumbre, no me animaría a recrear la Guerra Fría. Y además, más allá de que todos relativizan el peso de las ideas, la disputa del Muro de Berlín tenía un componente de convencimiento y de creencia. Hoy entre China y Estados Unidos no veo que haya una disputa que pueda ponerse en términos de guerra de ideas. Claramente la concepción del capitalismo, del Estado y del desarrollo que transmiten Estados Unidos y China son muy diferentes, pero ninguno de los dos te está pidiendo hoy compromisos en el modo en que organizás a tu sociedad civil, a tu Estado…

Elman: Creo que hay una pregunta ahí que es de qué hablamos cuando hablamos de bipolaridad; y si hay una bipolaridad, en qué puede ser diferente a la Guerra Fría. Es una pregunta que muchos se están haciendo.

Bipolaridad en otros términos.

Elman: Sí. O sea, la Guerra Fría claramente es bipolaridad. Pero puede ser una forma de bipolaridad. Es cierto que no hay una discusión general en torno a las ideas. Además de eso, China es bien diferente a la Unión Soviética. Una de las características es que, efectivamente, no está cuestionando el sistema económico, por más que su capitalismo sea diferente. China no cuestiona el capitalismo. También tiene una capacidad económica que es muchísimo mayor a la que tenía la Unión Soviética. Pensemos en las ambiciones que tiene, como la Ruta de la Seda… Tiene la estructura para trazar esas ambiciones y llegar a cumplirlas.

Schapiro: El punto no es que no haya bipolaridad entre dos actores que destacan sobre el resto sino que no haya bloques. Ese es para mí el problema. Creo que otro problema adicional es la bruta interdependencia comercial que hay en el mundo post-globalización. Hoy vemos tendencias centrípetas de la globalización, pero ciertamente es muy difícil pensar economías funcionando sin la demanda China, y ni que hablar economías funcionando sin el mercado de consumo estadounidense, que sin ir más lejos es el 20% de las exportaciones chinas. El grueso del combustible de la demanda China está ahí. Entonces, quiero ser cauto en pensar una política de bloques como esa que se daba entre bloques que comerciaban entre sí pero muy poco. Hay una disputa entre dos actores que claramente emergieron sobre el resto.

Es más una escalada entre dos gigantes que un enfrentamiento entre bloques…

Schapiro: Que una reedición de la Guerra Fría o una disputa entre bloques, sí. Ahora, ¿eso puede desembocar en una disputa entre bloques? Probablemente pueda. Soy escéptico respecto de que eso haya pasado o esté pasando.


«No hay un bloque chino ni un bloque norteamericano en los términos en que uno pensaría los bloques en la época previa a la caída del Muro»


¿Cuáles son hoy las prioridades estratégicas de China? ¿Qué busca hoy? ¿Mecanismos comerciales, soft power?

Shapiro: A mí me parece que China tiene una serie de desafíos. Tiene que terminar de integrar su territorio. Hoy cualquiera que va a Shangai te dice que compite con Nueva York por lo avanzada e impresionante que es, y por otro lado tenés el oeste que sigue siendo muy pobre y muy poco desarrollado. Entonces, todavía tiene esos desafíos internos. Tiene que poder seguir sacando gente de la pobreza al ritmo -tal vez inédito en la historia humana- en el que lo hace desde hace 30 años; tiene que poder seguir dando respuestas, porque al mismo tiempo aumentó mucho la desigualdad en su población, y eso si no sirve para sacar a la gente de la pobreza obviamente va a generar tensiones sociales grandes. China tiene algunos problemas sociales que está enfrentando con mayor o menor sofisticación, que tienen que ver con la integración de su población, tienen que ver con lo social, lo étnico, lo territorial. Y después me parece que la siguiente prioridad china es encontrar relaciones comerciales en las cuales ella no sea percibida como un peligro. Si es percibida como un actor imperial, pierde. Por ahora tiene una estrategia de muchísima menor intervención en los asuntos internos de los países. Muchos piensan que tal vez su tipo de aproximación sea diferente, sea una «primacía benevolente» (y que “benevolente” hay que pensar que significa porque quizá es no meterse en la política interna de una dictadura africana genocida, pero bueno).

Elman: No sé si China está muy lejos de ser percibida así. Lo que pasa también es que, si vamos al caso de algunas naciones africanas hoy, el único país que está ofreciendo una salida de desarrollo es China. Si hoy me tengo que desarrollar, no tengo otro actor que me esté ofreciendo salidas. Europa está con Alemania metida en África, Merkel había tenido unas puntas ahí, pero claramente la diferencia entre Alemania y China es notable. Estados Unidos no tiene interés en cumplir el rol que cumplía antes, porque incluso cuando se dirige a sus territorios lo hace con una primacía de la seguridad nacional más que como una cuestión económica. Entonces, no sé si es tanto una cuestión de no ser percibido como una potencia imperial, porque creo que en muchos casos lo es, es percibida así. Lo que pasa es que también al no tener otro actor que esté con el interés o con la capacidad de cumplir ese rol, no quedan caminos. Me parece importante mencionarlo. No es únicamente la cuestión de cómo se vincula con países que están en vías de desarrollo, que no se desarrollaron, sino también con los gigantes. El Reino Unido me parece hoy un buen ejemplo para tomar. En el caso de Huawei, la mitad del gabinete de May está diciendo “Bueno, hoy no tenemos nada para vetar Huawei” y la otra mitad dice “No, no podemos seguir con China”.

 Schapiro: Bueno pero China ahí tiene dos cosas: no se está metiendo en la política interna de los países y es un país que ofrece financiamiento de infraestructura y de otras cuestiones fundamentales que son distintas a aproximaciones como la de la ayuda humanitaria o los créditos para el sector financiero de la economía, por ejemplo. En este sentido hace tiempo que pasó con mucho al Banco Mundial como fuente de financiación de iniciativas. No sé si eso es percibido como imperialismo por los países, me gustaría creer que no, más allá de que ese discurso se fortalece cada vez más.

Más en rol de promotor del desarrollo.

Claro, me cuesta verlo en las relaciones del imperialismo más clásico.

trump y xi

Saliendo un poco de la disputa entre China y Estados Unidos, y yendo al fenómeno del ascenso de los nacionalismos europeos… ¿Hoy la importancia del clivaje aperturismo versus proteccionismo es tal que llega a desplazar al eje izquierda-derecha u otros clivajes clásicos que ordenan la política en Occidente? Al menos parece que lo atraviesa: hay izquierdas aperturistas y proteccionistas y derechas aperturistas y proteccionistas.

Schapiro: Hay una cuestión entre los postergados y los no postergados de la globalización que no hace que desaparezca el clivaje izquierda-derecha pero que sí hace que esté efectivamente atravesado. Creo que hay algo que funciona de ese modo. Pero me parece complejo creer que hay un clivaje en este momento que esté por encima de los demás. Obviamente hay una preocupación con emergentes, que a mi entender lo que tienen en común es una utopía reaccionaria. ¿Por qué utopía reaccionaria? Porque miran hacia atrás, miran al pasado y dicen que hay que restaurar cosas que tienen que ver con el pasado, y ahí por más que Bolsonaro sea librecambista y los militares brasileños sean desarrollistas, él mira la dictadura como el punto donde Brasil estaba bien. Y el “Make America great again” tiene la misma tónica. ¿Cuándo se jodió el país? Cuando se llenó de zurdos, homosexuales, negros… Me parece que ahí hay un signo común y hay proyectos que enfrente tal vez sean de utopías progresistas, y no lo digo en el sentido de izquierda sino en el de que creen en el progreso y en la integración como utopía. El emergente más claro en eso es Macron. Él tiene como lógica: más mercado, más integración, igualdad… Macron no hace un cuestionamiento del discurso globalizador de ninguna clase sino que lo abraza, y lo abraza como solución a todo.

Elman: Yo discutiría un poco esa idea de las utopías… Estoy muy de acuerdo con lo que dice Martín de las utopías reaccionarias, esa tendencia a ver hacia atrás. Pero creo que lo que estamos viendo es un síntoma. Me cuesta ver una utopía para las izquierdas. Uno de los problemas que tiene la izquierda hoy en general y que tuvieron las llamadas nuevas izquierdas en Europa y Estados Unidos es que no tienen ninguna utopía para vender. Creo que tiene que ver con una cuestión de cómo cambió el capitalismo de hace 50 años.

Falta un horizonte que movilice.

Elman: Me parece que es un clima de época. Yo lo pensaría al revés: una de las ventajas que tiene la derecha es justamente que hoy es difícil pensar en utopías y resulta atractiva la idea de volver atrás. Ojo: estos pasados son míticos; todos esos pasados son de mentira, no existieron, no es así como lo dicen.

 Schapiro: Cuando yo decía lo de la utopía globalista pensaba en Macron, en el propio Obama… Me parece que ahí hay un relato sobre un mundo mejor posible, abierto, con mercados, con más integración y no menos… No posible porque sea efectivamente posible, sino porque lo plantean. Me parece que hay un relato utópico sobre un modo nuevo de interacción con los mercados que sigue teniendo al capitalismo como protagonista para mejorarle la vida a las personas, algo del espíritu de los ‘90. Hay algo de eso que todavía tiene potencia y que tal vez se opaca ante los relatos de las nuevas derechas, que preocupan al mundo y nos preocupan a nosotros. Pero en las últimas elecciones europeas los liberales crecieron muchísimo, y también los verdes expresan algo de eso: las ciudades, los ganadores de la globalización que tienen grandes cuestionamientos pero no pasan por las penurias del día a día de otras personas. Y me parece que es sintomático en eso que el partido verde que más creció es el Partido Verde alemán, que es tal vez el más integrado al capitalismo.

Elman: Me parece que eso no está muerto y yo no hablaría de que hoy ya no hay que hablar de libre mercado.  Hay algo ahí pero yo no creo que tenga tanta potencia. Es cierto que en Europa sucedió pero votaron menos del 50% de la gente en unas elecciones que no son tan significativas. Si los verdes de repente pueden hacer una muy buena elección en Alemania y Francia creo que es posible, pero me gustaría ver quiénes son los que votan a esos espacios, porque quizás los que los votan no son los perdedores de la globalización, que hoy tienen potencia…

Schapiro: Votan los ganadores, los urbanos, que son muchos. En las ciudades son muchos y muy potentes, y hay algo ahí. Claramente tiene que tener una expresión política: la tienen los verdes, la tiene Macron. Para mí ahí hay algo y hay que prestarle atención porque normalmente se da por muerto y en realidad hay una expresión de “falta más, no menos”. Y de vuelta, de la crisis no hay que olvidarse que Donald Trump sacó tres millones de votos menos que Hillary Clinton, que si había una abanderada del mundo que se supone que se murió, era ella.

Elman: Me parece que una pregunta pertinente acá es si hoy el mundo, o mejor dicho Occidente, está generando más votantes de Trump y Le Pen o más votantes verdes y de Ocasio-Cortez. Es una pregunta muy estúpida pero de algún modo pertinente para pensar el futuro. Porque creo que hay una narrativa que sostiene que hay una derecha de votantes viejos que se van a morir y que vienen las nuevas generaciones más progres y más liberales, y esto hay que revisarlo un poco.

Schapiro: Llevamos muchos años esperando que los jóvenes cambien el mundo y después estos jóvenes crecen.

Elman: Hay que revisar la narrativa de cómo votan los jóvenes.

Schapiro: El domingo hubo elecciones en Grecia y los jóvenes votaron a un candidato conservador.

Elman: Pienso en los partidos de extrema derecha, algunos hasta neonazis, para los cuales los jóvenes son su núcleo duro de votantes.


«Uno de los problemas que tiene la izquierda hoy es que no tiene ninguna utopía para vender»


Se suele decir que la globalización achica los márgenes de acción de los Estados -por ejemplo para establecer regulaciones laborales o políticas fiscales más fuertes- por las facilidades que ofrece para la libre movilidad de capitales y desplazamientos de las empresas. ¿Puede que eso perjudique más a la izquierda, que suele reivindicar un rol más protagónico del Estado, con acento en la reducción de las desigualdades?

Schapiro: Sí, los achica. Hoy hay cosas que se saludan como las grandes alternativas, como el caso de Portugal, que es interesante e importante, pero es un reformismo muy tímido que se hizo después de un ajuste muy fuerte. Entonces efectivamente yo creo que los márgenes de acción se achicaron. Me parece que la ventaja de las derechas ahí es que tienen otro eje además del nacionalismo económico que sí es mucho más fácil de llevar adelante, que es el que tiene que ver con la movilidad de las personas, las migraciones, el racismo y lo cultural, que no requiere cuestionamientos al sistema. Efectivamente las derechas tienen más margen de acción, y los valores liberales que cuestionan son mucho más fáciles de atacar desde el Estado que los valores de la economía liberal.

Elman: Seguridad y migración son narrativas que a la derecha históricamente le son mucho más cómodas y navegar ahí es mucho más fácil que para las izquierdas. Y cuando uno pone el foco en lo cultural, es más fácil a la hora de gobernar. Coincido con Martín en los problemas de la izquierda con estas condiciones de posibilidad del capitalismo mundial. A las izquierdas les cuesta mucho plantear una agenda transformadora o de salir por arriba de esa situación. Al margen de eso, también hay otra cosa que es que las izquierdas que de algún modo aceptan esa realidad y dicen “tenemos que hablar de otra cosa”, tampoco tienen éxito. El gran ejemplo de eso fue Tony Blair, que tuvo éxito durante 10 años pero ya esa narrativa no tiene razón de ser electoralmente. Las izquierdas están muy castigadas con eso. Vos decís “acepto esto pero voy a distribuir un poco más” o “voy a ser más liberal”, pero también tenés una agenda liberal cuestionada.

Schapiro: Una cosa que me parecía interesante pensar además es que esas batallas culturales las derechas no solo las están dando sino que las están ganando. Cuando uno mira cuál es la postura frente a la inmigración de las centroderechas, cada vez aceptan más los postulados de la extrema derecha. Y un caso que me parece interesantísimo: hubo elecciones en Dinamarca y se volvió a formar un gobierno a la izquierda, y el Partido Sociademócrata, que es el partido más grande de los que van a formar gobierno, abrazó todas las restricciones migratorias que había aprobado Dinamarca. Ahí hay una batalla cultural que las derechas dieron y ganaron: ellos en todo caso quieren ocupar el Estado, que no lo ocupan en la mayoría de los países, pero la agenda claramente la ocuparon. Han aceptado cosas que hace 15 o 20 años hubiéramos dicho que son contrarias a todos los valores occidentales posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

macron y merkel 1

ARGENTINA Y LA REGIÓN

Sobre el acuerdo Mercosur – Unión Europea: ¿Qué información tenemos hasta ahora? ¿Qué sectores pueden llegar a ganar y qué sectores pueden llegar a perder? ¿Cuáles son las preguntas abiertas?

Schapiro: Hace tiempo que busco presentar el acuerdo de manera balanceada y encontrar los pros y los contras. Leyendo los artículos europeos, me está costando presentar qué es lo que ganarían los países sudamericanos. Me parece que encontramos un acuerdo que salió por mucha voluntad sudamericana de que ese acuerdo se aprobara, y poca voluntad europea de que ese acuerdo los perjudicara en algo. Poca voluntad europea de ceder. El otro día leí un artículo muy interesante en el cual decían que los agricultores franceses están hablando del problema de la carne: “Pero si es menos del 1% de su producción, ¿por qué joden?”. Literalmente eso es lo que dice el comisario europeo. Por lo menos para la industria argentina no hay manera de pensar que el acuerdo vaya a ser demasiado beneficioso. Dicho esto, es muy curioso cómo en Europa el acuerdo está fuertemente cuestionado y tampoco nadie sale a defenderlo. Parece un acuerdo de los términos de intercambio clásicos de esta región: productos primarios por productos industriales. Me parece que es más un instrumento para terminar con lo que se percibe como una economía cerrada que un acuerdo comercial en el que haya una agenda de ganancias y cesiones.

Elman: Hay que ver también qué sucede detrás de la cuestión de aranceles comerciales. Lo que tiene que ver con compras públicas, propiedad intelectual… que va a estar en la letra chica y donde por ahora hay posiciones medio ambiguas, porque Argentina y Mercosur dicen que las compras públicas siguen como políticas de desarrollo, y en propiedad intelectual que no va a haber un cambio mayor, y en Europa no dicen eso. Creo que eso es importante porque también denota un contenido que va más allá de lo comercial y arancelario, que tiene que ver con una vinculación económica y política más profunda que también hace a lo que es la inserción de la Argentina en los próximos años. Hoy no sabemos esa letra chica y es algo en lo que tenemos que hacer hincapié para comprender el acuerdo de una manera más cabal.

Schapiro: Cuando lo conozcamos me parece incluso más clave que el tema comercial lo que pueda pasar con los instrumentos de desarrollo en manos de los Estados. No conozco ningún caso de país que se haya desarrollado sin un Estado con grandes capacidades; si se limita la capacidad del estado de hacer algunas cosas que tienen que ver con ordenar y promover sectores económicos, creo que las posibilidades de desarrollo de la Argentina y de Brasil van a ser más acotadas de lo que son hoy, más allá de que evidentemente ninguno de los dos países ha encontrado un camino de desarrollo en los últimos 30 años.

Elman: Me parece que no es factible hoy pensar en una agenda de desarrollo en América Latina sin Brasil con un rol que hoy no está teniendo y que contradice un poco lo que se decía o prometía de él.

Que se pensó que quizás iba a tener con Lula, que iba a tomar ese camino…

Schapiro: Si hoy miramos Brasil, es la historia de un par de fracasos. Con Lula nunca terminó de convertirse en actor hegemónico. Tal vez en la región Brasil tenía aspiraciones de ser el primero, el actor grande de la región, de discutir en el plano global, y tenía un par de estrategias. Una era la internacionalización de sus empresas, y hoy lo más sintomático que podemos ver es la convocatoria de Odebrecht que no puede pagarle a sus acreedores y que fue víctima de la operación Lava Jato, de las operaciones contra la corrupción. Buscado o no, lo cierto es que cualquier estrategia de internacionalización de las empresas brasileñas cayó con esa causas. En toda la región la empresa se convirtió en un sinónimo de corrupción. Entonces me parece que ahí hay una estrategia que fracasó. Pero otra cosa que pasó con Lula, y que me parece que es su gran fracaso regional, es que no pudo convencer a los sectores de su país (que hoy celebran el acuerdo con la Unión Europea) de que Brasil invirtiera en hegemonía. Esto es: que ofreciera acceso a reservas internacionales a un país como la Argentina; que ofreciera algo parecido a lo que ofrece China en materia de financiamiento… El PT lo pensaba, pero no lo pudo, quiso o supo llevar a la práctica. Ahí hay que ver los mayores fracasos de ese gobierno en términos regionales. Y me parece que después la crisis política que vino junto con la operación Lava Jato, además de afectar en la internacionalización de las empresas, terminó por afectar toda la legitimidad del sistema político y democrático de Brasil, primero a nivel interno pero además hacia afuera, porque Brasil tiene un sistema político que es percibido como altamente disfuncional.


«Por lo menos para la industria argentina no hay manera de pensar que el acuerdo vaya a ser demasiado beneficioso»


En estos casi cuatro años de gobierno de Cambiemos, ¿qué líneas se pueden trazar sobre la postura en política exterior, la forma de ver el mundo, los alineamientos que persiguió…?

Elman: Yo creo que ya se revelaron equivocadas. Primero hubo un error de diagnóstico, que incluso se podría ver en cuestiones como la situación del gobierno apostando a Hillary Clinton. No supo ver lo que estaba ocurriendo en el mundo y que venía de tendencias más de mediano y largo plazo. Creo que eligieron una agenda de vinculación con ciertos países que no cabía mucho en cómo estaba cambiando el mundo. Hoy está en una situación de mucha delicadeza en cuanto a cómo se vincula con eso porque depende materialmente de un acuerdo que lo obliga a tener buenas relaciones con Estados Unidos, que dentro del FMI, sobre todo en la relación con Argentina, es un pilar importante de apoyo al gobierno de Cambiemos. Además es un mundo donde esas cuestiones se pagan caro, porque tenés que vincularte con Estados Unidos y China, que te impone un margen de maniobra muy acotado, y por lo cual es peligroso. Pero sí creo que hoy se revelaron equivocadas, y de hecho es interesante ver cómo lo ve Pichetto, que hoy es el candidato a vicepresidente, y tiene un diagnóstico que es más completo. Me parece que cuando vos priorizás una narrativa política de «Volvimos al mundo», más aspiracional, eso tiene sus costos. Costos económicos y costos geopolíticos que tienen que ver con cómo te vinculás con el resto del mundo.

Schapiro: Han sido alberdianos en pensar que todas las relaciones son relaciones económicas/comerciales. En esto es un contraste grande con el modo tal vez extremadamente político en el que, por lo menos con la región, se relacionó el Gobierno anterior. Creo que la idea de ellos era «Bueno, como nosotros tenemos una aproximación abierta al comercio, similar a la economía que a ellos les gusta, nos van a financiar y permitir salir de los problemas en que nos encontramos de un modo poco doloroso». Y hoy están gestionando los problemas de ese diagnóstico también en sus propios términos, porque ir al FMI efectivamente es el tipo de salida que recomendaría esa visión anterior y fallida que decía que iba a haber un aterrizaje suave. Me parece interesante de todos modos ver que, en este mundo, el mundo de Trump, encontraron pista allí. Argentina tiene el préstamo más grande en la historia del FMI y el tipo de dependencia que se establece es una dependencia noventista, de programas, típica también de la crisis de 2008. Y en este sentido, a pesar de que me parece que equivocaron el diagnóstico y eso el país lo pago caro, siguen teniendo una agenda que se discute en los términos de Cambiemos.

Elman: Hay una nota de Pablo Touzón cuando fue el acuerdo, que plantea cómo el Gobierno utilizó también la cuestión del FMI para decir «Bueno, efectivamente…»

Schapiro: «Volvimos al mundo».

Elman: Claro, eso es interesante. Es interesante plantear también cómo el FMI tomó ese riesgo del rescate más grande de su historia, cómo Estados Unidos apoyó de manera notable, y también cómo el Gobierno lo redireccionó en el sentido de «Bueno, perdimos el consenso interno, entonces el consenso lo agarro de afuera».

¿Cómo imaginan que puede ser la postura en materia de política exterior de un eventual gobierno de Alberto Fernández? ¿Distinta a la del último mandato de Cristina? ¿Puede haber una ruptura ahí?

Elman: Yo diría distinta porque el mundo cambió. Y creo que Alberto Fernández lo dice, y ahí hay un punto. Aunque quieras, no podés porque las condiciones de posibilidad no están. La vinculación con China no sería diferente, porque si hay algo que vimos de Macri en este gobierno es que si bien al principio tuvo posturas más escépticas con respecto a China, y que de algún modo intentó cambiar un poco la relación en lo comercial y demás, se dio cuenta que no podía. Así que podría haber una continuidad en ese sentido, pero también otras que van a estar presentes como la cuestión del acuerdo y la discusión con Estados Unidos y el Fondo. También es una señal lo que de algún modo vienen mostrando tanto Alberto Fernández como Matías Lammens y otros: cierta vinculación con un progresismo que está bien lejos de Venezuela, por ejemplo. Es un progresismo de Lula, de Pepe Mujica… No es el de Rafael Correa o Nicolás Maduro, porque me parece que entienden también cómo ese cambio en las condiciones de posibilidad no tiene solo que ver con la cuestión económica sino también con la cuestión política.

Schapiro: Yo soy muy crítico de la política exterior del último gobierno de Cristina, pero me cuesta pensar que eso pueda ser repetible sin el paraguas brasileño; en el marco de la crisis venezolana; en la situación de vulnerabilidad frente al FMI… Ahora, señalo una luz amarilla en este sentido: ante una situación de intransigencia del FMI en renegociar los vencimientos con Argentina; ante una situación de agresividad de Estados Unidos y no de neutralidad frente a un eventual nuevo gobierno; ante una situación de corrida bancaria… creo que pueden empujar a un gobierno entrante hacia un lugar al que no quiere ir. En esto sinceramente espero inteligencia de los gobiernos norteamericano y brasileño en el modo en el cual tratarían a un nuevo Gobierno argentino. Las mayores luces de alarma no están en lo que quiere hacer Argentina sino en lo que planteen sus vecinos. Fue un muy mal signo lo que ha hecho Bolsonaro de llamar a intentar evitar por todos los medios una victoria de Alberto Fernández. Me parece que es un signo preocupante. Impulsar una radicalización de la política exterior argentina sería pérdida para todos los actores. Argentina todavía tiene qué perder, no en la voluntad de Alberto Fernández o de Cristina Fernández, pero sí en la posibilidad de que se encuentren con niveles de condicionamiento que sean inmanejables para las limitaciones estructurales y dependencias que ha construido la Argentina en estos últimos años.

*Juan Elman es periodista y analista internacional. Escribe en Cenital y tiene un newsletter («Mundo Propio») en ese mismo medio que sale los días jueves. Ha publicado en Revista Anfibia, Clarín y La Vanguardia Digital.

Martín Schapiro es abogado y analista internacional. Combina el laburo de abogado con el de periodista, aunque no se anima aún a reconocerse como tal. Es editor de la sección Mundo, en Cenital, y ha publicado en medios como Panamá Revista y La Nación.

Populismo del bueno

Opinión |Por Milton Rivera|

Carlos Waisman, profesor de sociología política en la Universidad de California, tiene una mirada bastante particular sobre la administración de Donald Trump. Dice que toda su estrategia política gira alrededor del concepto del muro, que en verdad son tres y no uno solo, como se piensa. No pasa únicamente por el que fue bandera de su campaña y que, sigue prometiendo, construirá en la frontera sur para endurecer la política migratoria. Dos muros simbólicos además de aquél ocupan la centralidad del armado político trumpista: uno que se propone debilitar (el que sirve como protección a las instituciones y al normal funcionamiento del sistema republicano de gobierno) y otro que busca construir (con respecto al mundo comercial y la consecuente integración entre países). Deja claro Waisman: aislacionismo en política exterior, democracia plebiscitaria y proteccionismo económico, son los tres pilares que capturan bastante bien el proyecto de Trump.

https://twitter.com/realdonaldtrump/status/1142410006513500161?s=12

El camino que debe transitar para consagrar estas hazañas indudablemente se construye por vías populistas. Ese modo de ejercer el gobierno, y cuyo retorno tanto temor le causa en países como Argentina, ha sido durante todo este tiempo el que lo mantuvo en el poder y el que le permitió transitar inmune algunos de sus momentos más polémicos. Visto desde esta perspectiva, la mayoría de las medidas impulsadas por el gobierno conllevan un resultado positivo inmediato pero son soluciones fundamentalmente cortoplacistas y nocivas a largo plazo. Digo, por ejemplo: los aranceles a productos extranjeros generan una suerte de crecimiento en el sector manufacturero norteamericano, pero no mueven el amperímetro dentro del sector industrial pesado, que es la punta de lanza de la economía de Estados Unidos. Quienes verdaderamente pagan los impuestos no son las empresas asiáticas sino las norteamericanas que ven inmutable su dependencia comercial con ellas.  Lleva mucho tiempo reorientar la productividad y las cadenas de valor, y todo eso tiene un costo. Con las tarifas al acero que Estados Unidos impuso el año pasado no vimos surgir cientos de fábricas nacionales. Entonces, ¿cuál es la idea? Trump parece apoyarse en la bonanza económica que heredó de Obama, con los recortes de impuestos hechos a medida del 1% más rico y su batería de cambios regulatorios, para justificar este tipo de medidas que, de todas formas, por lo pronto continúa reduciendo el desempleo que ya llegó al 3,1%. La liviana herencia, ¿quién pudiera?

Si miramos su electorado, el núcleo duro al que apunta Trump son dos grupos: los trabajadores industriales que temen perder su trabajo por la globalización; y los que ya lo perdieron y se encuentran en un estado de marginalidad casi absoluta. Si se quiere, Donald Trump apela al miedo: esa inseguridad que tuvo cabida después de la crisis del 2008 en el movimiento obrero por la pérdida de algunos puestos de trabajo, pero sobre todo por la gran cantidad de personas con problemas para pagar sus hipotecas. De la misma forma que sucedió en Europa con la Socialdemocracia, el Partido Demócrata no supo capitalizar todo ese temor de la clase trabajadora, que vio en los partidos que tradicionalmente representaban sus intereses una parte del problema y no de la solución. La figura caudillista de un outsider que va en contra del establishment y que habla el llano del lenguaje urbano caló hondo y repercutió en el voto. Soluciones fáciles que parecen razonables desde el punto de vista del sentido común: ¿por qué no?

Como buen líder populista, Trump se convirtió en un especialista en conservar este núcleo duro. Dice Waisman que visto así, el magnate incluso ha sido capaz de consagrar la política exterior de Estados Unidos como un arma de convencimiento combinando su intención aislacionista con casos de pragmatismo intervencionista. Por ejemplo, pensemos en Florida: un Estado con 29 electores, donde 5 millones de los 20 millones de habitantes son de origen hispano (en su mayoría cubanos) y el 66% blancos republicanos. La misma posición en política exterior con respecto a Cuba que históricamente han tenido los gobiernos republicanos, ahora también aplica a Venezuela y Trump sigue fortaleciendo su popularidad entre los exiliados. Lo mismo puede pensarse en cuanto al voto judío, tradicionalmente demócrata y progresista, y la política exterior en relación a Israel (y la jugada de ajedrez que se cargó al hombro con la mudanza de la embajada a Jerusalén); o el retiro del acuerdo con Irán, que obedece a los intereses de los halcones en política exterior (think tanks muy influyentes). Como dijo Kissinger en su momento sobre Israel: no hay política exterior, todo es política interior.

El muro que no cede 

El intento de Trump por derribar el muro constitucional (el que más nos interesa) refleja su concepción de la democracia, que es, como ya se dijo, plebiscitaria y no liberal: busca subordinar los poderes legislativo y judicial al ejecutivo. Esto no significa solamente agresiones verbales a sectores opositores, miembros del congreso o jueces federales que, como el boxeador que tira el primer cross para ver la reacción de su rival, sirven de prueba para una escalada mayor. Sino que además se tradujo en intentos ilegítimos de avasallamiento sobre instituciones autónomas. El ejemplo quizás más concreto y que más resonancia mundial tuvo fue la investigación sobre la injerencia rusa en las elecciones. Tras un desenlace fatídico por los constantes intentos por parte del gobierno para detener la investigación, el fiscal especial Robert Mueller elaboró un informe que “si bien concluye que el presidente no cometió ningún delito, tampoco lo exonera”.

Sin ir más lejos, cuando Trump asumió una de las primeras reuniones que tuvo fue con el director del FBI James Comey, nombrado por la gestión de Obama. “Quiero saber si puedo confiar en que me será leal” lo arrinconó el presidente; a lo que Comey alcanzó a balbucear algo así como “claro que sí, pero mi lealtad se la debo a las leyes y a la Constitución”. Respuesta incorrecta: como en su programa de TV, Trump le bajó el pulgar y esa misma semana el director dejó su cargo. El relato de una situación que técnicamente no es entendida como obstrucción a la justicia, pero de mínima muestra la intención de controlarla.

Lo cierto es que la cosa no viene fácil. Estados Unidos es la democracia más longeva de occidente y siempre ha sido bandera de la separación de poderes y el respeto por las instituciones. El muro que las protege no parece ceder y tanto la justicia como el congreso ya le pusieron ciertos límites. Pero alguien dirá: con un índice de pleno empleo y la economía en crecimiento permanente, una base sólida de electores que ahora responden directamente a su figura, y la política internacional acomodándose detrás de modelos similares al suyo, es muy difícil que algo impida su reelección. Sin mencionar la silenciosa pero insistente lucha interna entre la naciente ala izquierda del Partido Demócrata y su tradicional sector liberal. La pregunta es: gozando de la aceptación del voto popular y la legitimidad de un segundo mandato, ¿resistirá el muro a sus continuos embates? Sea de ello lo que fuere, Trump ha dejado su huella en el país del norte y en el mundo: se transformó en el referente de una nueva generación de políticos que amenazan el orden liberal en occidente.