Por Ramiro Albina y Tomás Allan
Es la mañana de un día de febrero, tocamos timbre y Graciela Fernández Meijide sale al balcón para alcanzarnos una bolsita de tela atada con un largo cordón. En su interior está la llave de entrada al edificio. Nos da la bienvenida con el trasfondo de una biblioteca llena y la mesa del comedor en la que hay un diario abierto. Nos invita a sentarnos en los sillones acariciados por la brisa que entra desde el balcón calmando el calor de la ciudad. Sacamos los grabadores y los segundos comienzan a correr. La entrevista transcurre solo interrumpida por los ruidos de la vida urbana que se entremezclan con la suave voz de Graciela. En la mitad de la conversación su gata se acerca con curiosidad, acompañándonos durante el resto de la entrevista.
Graciela Fernández Meijide sostiene que lo contrario a la verdad no es únicamente la mentira, sino también las certezas. Eso la lleva a pensar, revisar y tratar de entender el pasado escapando de las fórmulas intocables. El intento de explicarse y explicar qué pasó en la Argentina va guiado por una pregunta: ¿Por qué? Cuando Graciela habla de los años ’70 lo hace para tratar de entender por qué sucedió lo que nunca debió haber sucedido y que en lo personal le produjo un tajo en su vida. Porque cuando se refiere a los desaparecidos, habla también de su hijo Pablo. Siendo profesora de francés, el secuestro de su hijo de 17 años por la dictadura militar la llevó a abandonar el instituto e involucrarse en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y luego, una vez recuperada la democracia, en la CONADEP. Más adelante, la decepción de que se terminara con el tema de la justicia la llevó a incursionar en la política partidaria.
Su lucha incansable la convirtió en una referente en la defensa de los derechos humanos. En esta entrevista hablamos sobre los años ’70 y las políticas de memoria; nos cuenta sobre su experiencia en política; tocamos el tema de Venezuela y nos ofrece unas pinceladas sobre el presente y los desafíos a futuro para nuestra democracia.
Graciela, actualmente mantiene varias actividades, ¿a qué le está dedicando el tiempo?
Lo que se llamaría trabajo, si no fuera que yo me divierto (risas), tengo un programa de radio que ya lleva cinco años y uno de televisión en la TV Pública que sería el tercer año.
En rol de entrevistadora…
Claro. Para empezar no soy periodista, no quiero sacar títulos que no tengo. Me lo ofrecieron y yo dije qué podía hacer, probar y salió bien. Soy buena conversadora porque sé escuchar y tal vez eso hace que la gente se sienta cómoda. La verdad que estoy muy contenta y agradecida porque todos aquellos a quienes convoqué vinieron.
Con sus entrevistados se ve que sale un poco de la dinámica de “la grieta”. ¿Cómo lo logra?
Porque no me importa qué opinión política tiene la persona a quien entrevisto, sino que me interesa lo que hace y lo que opina en general, no solo en lo político.
¿Qué balance hace del accionar de los organismos de derechos humanos en general en estos 35 años de democracia?
Yo ahí soy muy crítica en cuanto a observar cuánto realmente se comprendió durante la dictadura el alcance de lo que es la doctrina de derechos humanos y cuánto tenía un contenido (legítimo) de demanda individual de justicia. Yo creo que a la larga, en las personas que siguieron conduciendo organizaciones, lo que terminó predominando en aquellas más visibles, sobre todo en el caso de Madres, era una cuestión de lo personal. Solo así se explica una posición actual de tanta crispación que llega a confundir un gobierno democrático, que seguramente no le gusta, con la dictadura. Esa es una equivocación grave que nos habla de posiciones políticas que rompieron lo que llamo el consenso del Nunca Más del ‘83. El Nunca Más significaba nunca más golpe, nunca más dictadura, pero también nunca más violencia en la política. Obviamente se refería a la violencia armada que producía pérdidas de vida, pero existe también la violencia de la palabra. Y en ese sentido los recuerdos del 24 de marzo de los dos últimos años nos presentaron una realidad que era impensada en el ‘83, ‘84, ‘85, ‘86… de levantar como algo digno de ser alabado la lucha armada.
¿Cuándo comenzaron las divisiones en los organismos?
En general, sobre todo en organismos testimoniales como Madres, donde se comenzó a producir la división fue en los primeros momentos de la democracia cuando se nos ofrece en el gobierno que se había elegido a la CONADEP como investigación y después el Juicio. Ahí la actitud de quien conducía la parte más visible de lo que era Madres fue negarse a colaborar y cuestionar el juicio con la no presencia. Es decir, desde el principio lo que se cuestionaba era la institucionalidad.
¿Y bajo qué pretensiones o con qué fundamentos?
De que eso no iba a terminar haciendo justicia. Uno podría preguntar: “¿Qué es hacer justicia?”. Y aunque no lo digas a veces casi te lleva a la venganza, que no debería estar en una democracia. Para mí fue todo un aprendizaje en lo personal, y supongo que para mucha otra gente también; lo que pasa es que no eran conducción. Fue un aprendizaje ir de la demanda legítima de justicia para mi hijo desaparecido, para mi familia y para mí, a entender que el tema era más extenso y que para en serio cerrar heridas tenía que haber justicia para todos, aún para mi peor enemigo. Yo tengo contacto con hijos de militares que están siendo procesados o han sido condenados, pero sin embargo nunca acepté ir a donde están en la cárcel porque no sé si me banco ver a alguien a quien yo sospecho que pudo haber matado a mi hijo. Yo no perdono porque no puedo perdonar en nombre de Pablo y nadie me pidió reconciliación ni nada. Entonces mi forma de entender el tema derechos humanos es decir que a pesar de eso yo voy a exigir que se respeten todos sus derechos como procesados, detenidos y condenados. Entiendo que eso es en serio dejarle algo a las generaciones futuras y no solo la pesada mochila de un pasado muy duro. Y que además de menos pesada, sería la más sólida a futuro y la que más serviría: una justicia igualitaria.

¿Por qué hubo tan pocas confesiones o autocríticas por parte de los militares, más allá de casos puntuales como el de Balza?
Balza no participó en la represión, fue una autocrítica desde la organización que en su momento acompañaba el pedido de Menem de que hicieran lo mismo los Montoneros que estaban presos. Firmenich estuvo 7 años preso. Él (Menem) había hecho un acuerdo con Firmenich de que le iba a dar el indulto, de que iba a haber indulto para todos pero necesitaba que ambas partes se arrepintieran, y lo que estuvo más claro y llamó más la atención fue lo de Balza, lo de Firmenich fue nada.
Partiendo del consenso común de que son inequiparables el terrorismo de Estado y los crímenes de la guerrilla, ¿faltó una autocrítica de parte de los máximos responsables de las organizaciones armadas?
Sí, de todos. Faltó una autocrítica en serio de aquellos involucrados y responsables directamente en ambos bandos, por decirlo de alguna manera. Tanto en el caso de Firmenich o Gorriarán Merlo, que al contrario, encabezó el último acto violento en La Tablada como si no pudieran terminar de desprenderse de los fierros, en lugar de ingresar en la política partidaria como hicieron Tupamaros en Uruguay o una parte de las FARC en Colombia. Yo imagino, y acá entro en el terreno de la suposición, que después de haber ingresado en semejante nivel de violencia, haber sentido tanto desprecio por la vida ajena y propia, debe ser bastante difícil reconocer que uno estaba equivocado. De ahí que sea tan meritorio cuando aparecen libros de autocrítica, que mayormente vienen desde una izquierda que apoyó aunque no haya estado en algunos casos directamente involucrada en la lucha armada, y que ha hecho una autocrítica muy fuerte de la violencia.
En el caso de Claudia Hilb, en su libro Usos del pasado cuestiona no únicamente los medios sino que se anima repensar el fin mismo, la idea de revolución…
Exactamente. Cuando uno mira el resultado de determinadas revoluciones que amó (y yo pertenezco a la generación que se enamoró de los barbudos bajando de la Sierra Maestra, que fue a Nicaragua después que ya se estableció el gobierno sandinista a ver esa especie de poema de revolución que termina con Daniel Ortega, el más violento de todos, a la cabeza y siendo hoy un dictador corrupto), uno se pregunta: “¿qué sentido tenía?”.
Durante los gobiernos del kirchnerismo los derechos humanos fueron una de las banderas principales. ¿Qué lectura hace del abordaje de este tema durante esos años?
Hicieron de los derechos humanos un instrumento político. Los antecedentes tanto de Néstor Kirchner como de Cristina Fernández de Kirchner no tenían nada que ver con su cercanía con el tema de derechos humanos, nunca habían demostrado tenerlo ni como habitantes de Santa Cruz, ni como militantes políticos, ni como primero intendente y después gobernador (por Néstor). Es más, en las escuelas desde el ’83 se daban clases alusivas a los 24 de marzo recordando el golpe y condenando la dictadura, y Cristina promovió siendo funcionaria que desde la Secretaría de Educación se suspendieran esas clases con el argumento de que la mayor parte de las docentes eran mujeres de los militares y se sentían atacadas.
«Cuando uno mira el resultado de determinadas revoluciones que amó, se pregunta: ‘¿qué sentido tenía?'»
¿Usted dice que fue para captar a un sector progresista del electorado?
Cuándo fue la elección después del fracaso de la Alianza, Duhalde primero promovió a De la Sota, que no puedo levantar vuelo. También le habían ofrecido a Reutemann, que no aceptó, y recurrió a Kirchner que tenía una fuerte ambición. Un gobernador que lo conocían poco, que sacó veintipico por ciento de los votos. Con escaso conocimiento, y con la desgracia en la Argentina de que la gran vidriera es la Ciudad de Buenos Aires, conquistar la opinión de Buenos Aires era el gran desafío de Kirchner. Un Buenos Aires que siempre rechazó al peronismo. E ingresó por el lado del progresismo; después captaron algunos de los organismos de derechos humanos más visibles, sobre todo testimoniales, y utilizaron el tema como una herramienta política para afirmarse. Pero como siempre en política, el tema de los sentimientos y las convicciones es más fuerte que los hechos duros. Las convicciones matan datos.
¿Cómo fue cambiando la representación de las víctimas de la dictadura desde la recuperación democrática?
El tema de la desaparición y toda la actuación por fuera de la ley de los militares crearon el ámbito de que todos los desaparecidos o presos políticos eran víctimas inocentes porque nunca habían sido juzgadas y eso quedó instalado. Hay una anécdota del Juicio a las Juntas: una vez que los jueces interrogaban a los testigos, podían interrogarlos también los defensores de los militares, y en el caso del doctor Norberto Liwski, que había sido ferozmente torturado, cuando le tocó preguntar a uno de los abogados defensores, apenas hizo dos preguntas el testigo le dijo a los jueces: “Señores, a mí me están preguntando lo mismo que me preguntaban bajo tortura”, e inmediatamente los jueces pararon el interrogatorio. Obviamente la defensa apuntaba a justificar que haya sido detenido. El paso que se dio después en el gobierno de los Kirchner fue heroizar a esas personas, que por el procedimiento de persecución inhumana que desarrolló la dictadura estaban simplemente como víctimas.
¿Y en el gobierno de Cambiemos cómo ve la política de derechos humanos?
El Gobierno sigue respetando las reglas del juego de los juicios y demás… Pero no es algo que vaya politizar. Yo decía cuando fueron las elecciones que ni Scioli, ni Massa, ni Macri se caracterizaban por haber tenido algo que ver con el tema. Pero en lo que se refiere a los derechos fundamentales no ha habido persecución política, ni en la prensa… No ha habido (para nada) discriminaciones políticas en los medios nacionales; los problemas de las cárceles siguen siendo los mismos y en cuanto a los derechos humanos que tienen que ver con lo económico y social se mantuvieron los planes sociales, algunos se ampliaron inclusive. Digamos que hay una sensibilidad a atender el problema.
«La cuestión de los derechos humanos no es algo que Cambiemos vaya a politizar»
En un momento se había hablado de la intención de sacar el 24 de marzo como feriado nacional. ¿Cree que fue una demostración de “falta de tacto”, digamos?
Es eso. Es falta de tacto.

Previamente mencionó lo que sucedió en el acto del 24 de marzo de 2017 cuando se reivindicaron desde el escenario los actores de la violencia en los ‘70 como Montoneros, que además algunos de ellos no vivieron durante la dictadura…
No solo eso, sino que a uno de los que más gritaba ahí, que era un miembro del Partido Comunista, yo lo conocí a los 18 años cuando recorría los países socialistas diciendo que Videla era democrático. A eso se llama instrumentación, no convicción.
En algunas entrevistas mencionó que usted siguió la línea de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) porque se diferenciaba de otros organismos, más precisamente de Madres, por la institucionalidad. ¿En qué aspectos, o en qué casos, se veía más nítidamente ese contraste?
Yo tengo un fuerte apego por lo institucional. Los organismos como Madres, Abuelas e incluso Familiares de Desaparecidos y Presos por Razones Políticas, que es el organismo que en su propio nombre admitió la militancia, el accionar es mucho más directo y sin mediaciones ni negociaciones. Dicen lo que les sale de las entrañas y lo que puede mediar por la razón, el temor o lo que fuere. En las organizaciones que se armaron con representantes de sectores de la sociedad, como en el caso de la Asamblea Permanente, que se formó antes del golpe para interpelar al gobierno de Isabel para que pusiera en caja a la Triple A (sin éxito), había gente que tenía un cierto prestigio pero que no iba a tener el lenguaje de Madres. Donde en todo caso los pocos directamente afectados, como se decía entonces, que estábamos en la Asamblea, podíamos empujar para que el lenguaje sea más duro y de hecho lo hacíamos (es el caso de Emilio Mingrone, Augusto Conte, yo misma y otros). Para cada declaración y cada acción había que tomar acuerdos, porque había un obispo, el monseñor de Nevares, que no representaba ni con mucho a toda la Iglesia Católica y menos a la jerarquía, y sin embargo tenía que cuidar de lo que representaba. Lo mismo le pasaba a la Iglesia Metodista y a algunos radicales y socialistas que estaban ahí. Eso a mí me enseñó a buscar consenso. Mi impulso natural era meter un Exocet a todos los cuarteles, aunque sea verbal… Y me ayudó a entender que para lograr realmente crear alguna opinión necesitabas todo el tiempo ampliar la base de sustentación, que no era fácil, porque había desde miedo a convicciones. Las posiciones crispadas espantan a la gente, y las más abiertas en todo caso crean un espacio propicio para el acercamiento.
Un tema que está muy presente hoy es el de Venezuela. ¿Cómo ve la situación y algunos posicionamientos de distintos actores en nuestro país?
Entre aquellos que miran y siguen la cuestión de Venezuela hay dos posiciones. Una que es ideológica y que en principio va a sostener a Maduro sin importar lo que pase, y que está bastante ligada al kirchnerismo; y otra también dramática representada por el propio gobierno, que fue el primero que dijo que Maduro es un dictador. La realidad en todo caso es que Venezuela fracasó por distintas razones; que por primera vez aquel sector que realmente se vio beneficiado y considerado por Chávez, hoy son tantas las necesidades que está padeciendo que ya ni siquiera sostiene a Maduro, que hoy está sostenido por sobre todas las cosas por las Fuerzas Armadas, donde los generales tienen participación muy fuerte en temas de corrupción. Por lo tanto ya estamos en un momento en que está ocurriendo lo que no ocurrió antes porque encima la oposición estuvo siempre muy dividida, y cuando la oposición está dividida difícilmente se pueda enfrentar con aquel que detenta el poder.
¿Qué puede pasar a futuro?
No lo sé… Maduro ahora busca la salida de encontrar intermediarios para forzar el diálogo; la oposición que se reunió porque Guaidó se puso a la cabeza y sorprendió a todos debe estar discutiendo si aceptan o no la propuesta. Yo veo todavía un camino largo, me parece razonable siempre lo que es el diálogo y evitar más pérdidas de vidas. Ahora, al mismo tiempo muestra una enorme debilidad de parte de Maduro y también la eficacia de una acción extendida a muchos países que le dicen a Maduro: “no te reconocemos”. Hay una contra siempre en todo esto que es la participación de Estados Unidos y sobre todo encabezada por Trump, porque eso en Latinoamérica siempre genera un resquemor, que incluso no evita decir “bueno, por ahí disponemos de soldados”. Eso es como el bloqueo a Cuba, que lo único que hizo fue fortalecer a Castro.
Hay una postura que sostiene que hay meter a todos los responsables presos, pero uno piensa que con esa idea es difícil que abandonen el poder…
Yo creo que van a ir a una amnistía, por injusta que sea. No creo en una solución al estilo Sudáfrica porque exigió mucha grandeza de ambas partes, no solo de Nelson Mandela sino también de De Klerk, que dentro de lo que eran los afrikáner era el más inteligente y dispuesto a sentarse a negociar. Ahí también había una ambición legítima pero de cumplimiento imposible si se pretendía que fueran todos presos.
Esta última década se ha hablado de los progresismos latinoamericanos. ¿Es progresista Venezuela?
Hoy no. Cuando vos tenés un pueblo que va para atrás condenado a la muerte por ejemplo por falta de medicamentos, no hablés de progresismo. Pudo haber sido progresista la salida de Chávez por malos gobiernos anteriores que no tomaban en cuenta a la gente sobre todo más humilde. Ahora, hoy por hoy, Maduro puede decir todo lo que quiera, pero te cierran el puente de Cúcuta con vallas para que no entre el socorro humanitario.
¿Cuál debería ser una agenda progresista a futuro?
Reconstruir las instituciones a rajatabla, considerar a los que menos tienen y atender a situaciones que permitan el regreso de un éxodo como nunca se vio en América Latina. Algunos se fueron en avión pero otros caminando. Tres millones de personas… Es mucho, y ahí va a haber una enorme responsabilidad de la oposición.

Graciela, usted tuvo una trayectoria en la política partidaria como diputada, senadora, candidata a gobernadora, ministra… ¿Qué la llevó en su momento a ingresar allí?
La decepción de que se cortara el tema de la justicia. Cuando yo terminé con la CONADEP, me reintegré a la Asamblea Permanente y seguí trabajando. Armamos equipos de abogados y una de las cuestiones en las que yo me ocupaba más era recorrer esas provincias donde seguían los juicios para ver como seguían, abastecer y demás. Cuando vino la Ley de Obediencia Debida, todo eso se paró en seco, y yo me encontré con que aquello a lo que le había dedicado todo mi esfuerzo, que era como la culminación de mi propio proceso que partió de quererlos matar, y dormirme matándolos, a entender que lo más que podía hacer era juntar elementos para meterlos presos,se había terminado. Al mismo tiempo aparecía un grupo de gente que estaba conformando un nuevo partido, que se habían ido separando de partidos anteriores y me convocaron. Era un grupo muy chico al principio, yo no tenía ninguna idea, nunca había militado en un partido político y de entrada dije que no esperen de mí que aporte mucho porque no se como es esto. Después me di cuenta que había aprendido mucho de política trabajando en la Asamblea. Primero fue el Fredejuso, en el que yo fui candidata y perdí; después fue el Frente Grande donde ganamos en la ciudad (en la elección de 1993, Graciela y Carlos Álvarez fueron electos diputados nacionales del Frente Grande por la Capital; ). Éramos un partido capitalino y sin territorio; eso nos llevó a hacer alianzas. Y bueno, mi idea de sumarme era ayudar sobre todo a gente que yo respetaba y admiraba mucho, y terminé teniendo, sin darme cuenta, un papel más protagonista. Y después el fracaso de la Alianza que me pegó muy duro. Me tiró en los brazos de un terapeuta de nuevo (ríe).
¿Cuáles piensa que fueron los principales errores en esa experiencia?
Hice un libro entero sobre eso… Hubo causas subjetivas y otras objetivas, que era el momento que se vivía afuera. La Alianza había heredado del gobierno de Menem una economía muy chica y poco competitiva, que sigue siendo igual, y además dos años de recesión y varias crisis que terminamos sintiendo nosotros. Con el agregado de que Menem bicicleteaba las deudas con más deuda, y los organismos internacionales la concedían. Pero ganó Bush suplantando a Clinton y cambió la visión de los organismos internacionales por la influencia obvia de Estados Unidos que dijo “basta, los plomeros de Estados Unidos no van a pagar la deuda de los países deudores”, y ahí la Alianza chocó contra la pared porque se acabaron de golpe los préstamos. Eso produjo la renuncia de Chacho, que no era un vicepresidente cualquiera porque se había armado la fórmula para darle fortaleza y compromiso a esa alianza que no tenía institucionalidad construida. Y con la renuncia de uno de los jefes políticos… en la práctica se acabó la alianza. Y además un presidente acostumbrado a que en política, desde muy joven, las cosas anduvieran más o menos sobre rieles… Manejar un momento que exigía un piloto de tormentas, no puedo hacerlo.
¿La renuncia de Chacho se discutió dentro del espacio o fue algo unilateral?
De la noche a la mañana, literalmente, yo me enteré que Chacho renunciaba. Yo iba camino al ministerio, lo llamé y le dije “Chacho, ¿esto significa que se va el partido?” y me contestó “No, yo solo”. Nunca tengo dolor de cabeza pero ese día se me partía. Además tenía que ir a avisarle a toda mi gente que trabajaba conmigo. Un momento de mierda. A la tarde yo me fui a hablar con él al departamento. Había una reunión planificada de antes, mía con Alfonsín, para esa tarde. Alfonsín me llamó y me dijo: “Graciela, Graciela, Chacho que retire la renuncia”. “Decíselo vos”, le dije. “Bueno, voy para allá”. “No”, le digo, “vos no vas a venir para acá que está toda la prensa en la calle para salir con un ‘no’; si venís asegúrate un ‘sí’, yo te paso el teléfono y hablá con Chacho”. Y Chacho insistió en que no retiraba la renuncia. Por una cuestión de lealtad nos quedamos todos los que nos quedamos. Yo me fui cuando era ministro de Economía López Murphy, que pobre tenía que recortar, y recortó en educación. Justo mi punto. Y la verdad que ahí dije “¿Qué carajo estoy haciendo acá?”. “Lo siento mucho Fernando”, le dije a De la Rúa, “pero no puedo, me voy”.

Hace 35 años la democracia nos devolvió la posibilidad de ser ciudadanos. ¿Cuáles son hoy sus desafíos principales?
Son varios. Una vez más tenés lo que tiene que ver con nosotros y aquello a lo que te obliga lo externo. Yo diría que el gran marco es esta globalización, que es una globalización (mas no la primera), que te desafía mucho a cambiar de actitud y adaptarte con mayor velocidad y más agresivamente porque siempre te está golpeando cerca. Internamente, a mi criterio, necesitamos un cambio muy fuerte en la cuestión de los privilegios. El tema de los subsidios, si uno los estudia, nos lleva a ver hasta qué punto se benefician con privilegios muchos sectores, sobre todo empresariales y sindicales, que aparentemente tienen intereses encontrados pero en suma se complementan. Cuando uno mira la lista de subsidios que hay, no lo puede creer.
¿Cuáles, por ejemplo?
Hay empresas enormes que vivieron de la teta del Estado y siguen viviendo porque los contratos duran hasta qué se yo cuanto. Y porque no existe la cohesión política necesaria para decir “bueno, vamos a recortar eso no importa quien gane”, porque es necesario para dejar de tener lastres y poder en serio transformar una economía que es cerrada y poco competitiva. Hay un artículo de hace poco de Vicente Palermo que decía lo difícil que es el gran acuerdismo, pero entre otras cosas decía cómo hay empresarios que fabrican dulce de leche y dulce de membrillo que se quejan porque se importa de Chile más barato. Entonces, dice, esos empresarios están diciéndole a la gente pobre que compre el dulce de membrillo, que es de lo más barato que hay, pero que lo pague más caro para que él pueda seguir ganando sin competir. Y después está el tema, en que yo insisto, de la institucionalidad, porque tenemos instituciones muy débiles. Cómo vamos a hacer para transformar la justicia en serio, y que sea más independiente de lo que uno siempre siente que es; que realmente el Congreso tenga un funcionamiento donde la gente sienta que en serio los representa, porque uno de los problemas que tenemos, y no solo acá, es que hay mucha gente que no se siente representada por el régimen representativo y sus partidos, y lo mismo pasa con los sindicatos y demás. El tema de la institucionalidad es un tema complicado para nosotros que tenemos una tendencia transgresora.
«Necesitamos un cambio muy fuerte en la cuestión de los privilegios»
¿Y cómo se puede reconstruir esa confianza con los partidos, los sindicatos y demás?
Con cambios realmente de intencionalidad, y atendiendo una participación diferente que son todas las que te aparecen en las redes, que no necesariamente todas construyen democracia ni muchísimo menos, pero que tampoco debería ser un lugar exclusivamente para hacer la campaña política. Porque te puede traer el triunfo, pero no es lo mismo en que te apoyás después.
Viendo el contexto internacional, ¿ve un riesgo de un avance de la xenofobia y la discriminación en nuestro país?
No tanto, me parece, pero nunca sé cuando se me mezclan mis convicciones con mis expresiones de deseo. No es tan fácil en la Argentina, donde no hay expresión de una derecha dura. ¿Cuanto pueden sacar? 2 o 3 puntos. Cambiemos no se puede correr un gramo más a la derecha porque ya la tiene, al que tiene que ir a buscar es al progresismo. En los festivales donde gritan “Mauricio, la p… que te pario” no está lleno de viejos de derecha.
¿Buscar el centro?
El centro y un poco más para el costado, que es lo que va a intentar el PJ federal. Todos van a ir a buscar un poco ahí. Ahora, si se pelean por quien baja más la edad de imputabilidad, por quién le da más derechos a la policía… Eso ya está ocupado.