Elecciones a la carta

Por Ramiro Albina

Todo indica que el domingo 6 de diciembre tendrán lugar las elecciones legislativas en Venezuela. ¿Elecciones? A pesar de que pueda parecer una contradicción, uno de los triunfos de la democracia a nivel global a partir de la segunda mitad del siglo XX es que incluso los regímenes autoritarios con la mochila cargada de violaciones a los DDHH buscan crear una pantalla de legitimidad, a partir de una extendida creencia en la soberanía popular.

A pesar de quienes aún hoy en día siguen atragantándose con su propia lengua al momento de realizar malabares conceptuales para justificar la dictadura de Nicolás Maduro, las elecciones que tendrán lugar el próximo mes son una muestra más de las arbitrariedades y de la falta de independencia de poderes que impera en Venezuela. Sin embargo, incluso las elecciones amañadas constituyen siempre un día de nerviosismo para los gobiernos ante la posibilidad de que el capricho de la democracia nos de una sorpresa. 

Combate al pluralismo

Desde las últimas elecciones legislativas del año 2015, en las cuales la oposición consiguió 112 escaños frente a los 55 ganados por el oficialismo, el gobierno avanzó en un proceso de radicalización con vistas a eliminar definitivamente del juego político a los opositores. Este proceso encontraría su paroxismo en el autogolpe de febrero de 2017 cuando el Tribunal Supremo de Justicia declaró en desacato a la Asamblea Nacional opositora y se arrogó sus competencias. 

Junto con la intensificación en las violaciones a los Derechos Humanos documentados por organizaciones de la sociedad civil como Provea y el conocido Informe Bachelet de Naciones Unidas, se avanzó en un proceso de continuas inhabilitaciones políticas a los principales opositores. En la siguiente imagen con fecha de febrero del 2018, perteneciente a la ONG Acceso a la Justicia, se puede observar claramente la purga encabezada por los poderes adeptos al oficialismo como el TSJ o el CNE.

Más recientemente, la intervención a las directivas de algunos de los principales partidos de oposición durante este año y su reemplazo por juntas ad hoc integradas por dirigentes más cercanos al oficialismo es un nuevo paso en esa dirección. Como se señala en un documento de Acceso a la Justicia, «(el TSJ) determinó que las juntas ad hoc son las únicas facultadas para postular a los candidatos de esos partidos políticos en las elecciones que convoque el ilegítimo CNE; por ello, ordenó al árbitro abstenerse de aceptar cualquier candidatura no avalada por los interventores».

De juegos y estrategias.

Al analizar las estrategias de los partidos políticos en Venezuela tenemos que tener presente un elemento crucial: el tipo de régimen político, entendido como el conjunto de reglas para el acceso y ejercicio del poder. Generalmente pensamos a los partidos como organizaciones guiadas por la búsqueda de maximización de votos para fortalecer su posición y acceder a cargos legislativos o ejecutivos. Sin embargo, esta generalización puede aplicarse solamente a los contextos de democracias consolidadas en las cuales los actores comparten la expectativa de que en el futuro cercano las elecciones legítimas seguirán siendo el único canal de acceso al poder. The only game in town. Como nos enseña Scott Mainwaring, en contextos de democracias frágiles o autoritarismos competitivos, los partidos no solamente juegan el juego electoral sino también un juego de régimen. Los partidos tienen que prestar atención a conseguir más votos (y competir con otros partidos por ellos), pero al mismo tiempo deben fijar estrategias en torno al régimen político. Estos dos juegos no son independientes sino que la estrategia decidida para uno de ellos puede incidir de forma determinante en el otro. Por esta razón puede ser incomprensible la dinámica política venezolana si la analizamos con las mismas anteojeras que usamos para mirar la política argentina, chilena, uruguaya, etc.

En los últimos meses la discusión dentro de la oposición venezolana sobre si participar o no en las elecciones legislativas llegó a un pico en septiembre cuando un sector, encabezado por Henrique Capriles, había dejado trascender la posibilidad de subirse a la carrera electoral (aún cuando este se encuentra inhabilitado para competir), tomando distancia del sector encabezado por Juan Guaidó. Sin embargo, ante la intransigencia del oficialismo de no postergar las elecciones como solicitó la Unión Europea, Capriles retrocedió y advirtió que su espacio político no participará en las mismas si no son postergadas.

En la dinámica de este doble juego (electoral y de régimen) la oposición venezolana se vio recurrentemente encerrada en un laberinto. Cuando la oposición participó y ganó (como en el 2015) el oficialismo desconoció los resultados; sin embargo, cuando la oposición encabezada por Guaidó apostó a una estrategia de deslegitimación bajo las consignas de «cese de usurpación, gobierno de transición y elecciones libres», ninguna pudo cumplirse mientras el oficialismo encontró la manera de seguir ganando tiempo. Participar o no en las elecciones no parece ser un dilema real cuando se trata de encontrar la manera de lograr una transición de régimen. A pesar de que los argumentos para abstenerse en unas elecciones a medida de Maduro pueden ser razonables, esta decisión es suicida si no está acompañada por una estrategia sobre qué hacer luego de la abstención en un contexto donde el oficialismo controlaría absolutamente todos los poderes del Estado.

Una elección amañada.

En diciembre el chavismo buscará eliminar del mapa al último espacio institucional controlado por la oposición: la Asamblea Nacional. De esta forma, se cae también la falsa pantalla de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), formada en el año 2017 con el objetivo de neutralizar a la primera. El oficialismo ya ha dejado trascender que la ANC podría disolverse a fines de este año marcando un récord: en más de tres año no presentó siquiera un borrador de proyecto constitucional.

A pesar del «indulto» a 110 perseguidos políticos, en un intento del oficialismo por dar una ambiente de mayor legitimidad para las elecciones, Foro Penal asegura que siguen habiendo 333 presos políticos. Las elecciones del próximo diciembre se planean llevar a cabo con un Consejo Nacional Electoral designado de forma express por el cooptado Tribunal Supremo de Justicia (y no por la Asamblea Nacional); con algunos de los principales partidos políticos opositores anulados o intervenidos como Copei, Acción Democrática, Voluntad Popular, y Primero Justicia (con respecto a este último, la intervención había sido suspendida por el mismo TSJ en septiembre), una suerte que también corrieron partidos afines al oficialismo como Patria para Todos y Tupamaro. Además, las elecciones se regirán por un sistema electoral modificado a discreción por el CNE (nuevamente pasando por encima de la Asamblea Nacional). Entre los cambios incorporados de forma unilateral esta el de incrementar los escaños legislativos de 167 a 277 y reducir del 70% al 48% el número de diputados electos nominalmente.

Nicolás Maduro ha demostrado una capacidad de resistencia sorprendente. Ante cada coyuntura que parecía ponerlo contra las riendas, se las ingenió para patear el tiempo hacia adelante. Hay que ser claros en un punto: en Venezuela hay un gobierno que se sostiene sobre las Fuerzas Armadas, con los altos mandos involucrados en crímenes gravísimos y con un ¿líder? que no puede ganar elecciones libres. Como mínimo, el costo de dejar el poder sería la cárcel. De esta manera, mientras no se quiebre el mando militar, la salida pacífica por medio del diálogo parece una tarea imposible sin una cuota de impunidad. Las elecciones libres sin condiciones sólo existen en democracia y Venezuela ya dejó de serlo. Entre tantas interrogantes, podemos recuperar una certeza: el tiempo juega a favor del gobierno.

* El autor es estudiante de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires

F. Salvioli: «Los derechos humanos tienen una ideología propia»

Entrevista a Fabián Salvioli* | Por Antonella Bormapé y Tomás Allan |

 

Ocho años integró Fabián Salvioli el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas -algunos de ellos ocupando la presidencia-. Luego de tanto tiempo examinando y evaluando a cientos de Estados en materia de cumplimiento de derechos civiles y políticos, dejó su lugar para ocupar un nuevo cargo, en este caso como Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. Monitorear los procesos de transición en el mundo, esa es la función de Fabián, cuyo video exponiendo en el Congreso de la Nación a favor de la legalización del aborto en 2018 se volvió viral.

Apenas días atrás había estado exponiendo en un panel organizado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Entre idas y vueltas, viajes al exterior por temas laborales y clases cotidianas en la Universidad Nacional de La Plata en la materia Derechos Humanos, logramos hablar un rato con Salvioli sobre temas que van desde la situación de Venezuela hasta la relación de las ideologías políticas con los derechos humanos, pasando por las ineludibles cuestiones de género.

Integraste ocho años el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y ahora te desempeñás como Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. ¿En qué consiste tu nueva función?

Esto es una cosa muy diferente, ya que se trata de un procedimiento especial que depende del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El Comité, en cambio, es un órgano de tratados que interpreta y aplica el Pacto de Derechos Civiles y Políticos. Aquí se trata de un mandato a todo el mundo, es decir, a todos los Estados de Naciones Unidas (independientemente de que hayan ratificado o no tratados), para monitorear los avances y dificultades en procesos de justicia transicional. Se busca, frente a situaciones de violaciones graves, masivas y sistemáticas de derechos humanos o de derecho humanitario, o cuando hay un traspaso de un gobierno autoritario a una democracia, o una salida de conflicto armado hacia un estado de paz, que se aborde esa situación de manera tal que se cumplan estándares de derechos humanos.

En una entrevista con El País decís que la paz no se mantiene, sino que se construye, ¿a qué te referís?

A romper con el paradigma que estableció la Carta de las Naciones Unidas del mantenimiento de la paz, ya que en realidad es mas bien una idea de “estado de no guerra”. No creo que pueda haber paz en un mundo donde la cuarta quinta parte de la población no tiene satisfechos sus derechos básicos. Es decir, la paz se construye con inclusión, y la inclusión implica el respeto y la garantía de los derechos humanos.

¿Cómo evaluás lo que está sucediendo en Venezuela?

Como Relator, poco puedo decir porque no es un asunto que esté bajo mi estudio, pero si vos me preguntás cual es mi opinión, puedo decir que Venezuela indudablemente atraviesa por una situación de violaciones graves y sistemáticas, o graves al menos, de derechos humanos. Hay incluso un examen preliminar, inicial, en el marco de la justicia penal internacional, en relación a la posible comisión de crímenes contra la humanidad en dicho país. Lo de Venezuela es un régimen que ha denunciado el Pacto de San José de Costa Rica, y que diversos órganos internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas han denunciado como un fuerte deterioro del estado en materia de derechos humanos. No entra aún dentro de mi mandato porque no tenemos ninguna transición en curso, pero por supuesto que observo eso con mayor preocupación, como observo con mayor preocupación cualquier violación a los derechos humanos que ocurra en cualquier lugar del mundo, independientemente de quiénes sean los gobiernos bajos los cuales se realizan esas prácticas.

 


«Hay un examen preliminar, en el marco de la justicia penal internacional, en relación a la posible comisión de crímenes contra la humanidad en Venezuela»


 

¿Qué querés decir cuando sostenés que los derechos humanos no son de izquierda ni de derecha?

Eso. Que los derechos humanos forman parte de una ideología propia, extraordinaria, magnífica, que incomoda a los gobiernos y que ha incomodado tanto a la derecha como a la izquierda. El ejemplo de Venezuela es muy claro, y yo te puedo hablar de Guatemala, de El Salvador o de Brasil, es decir, de gobiernos de derecha en los cuales hay situaciones graves de violaciones de derechos humanos. No me parece que sea adecuado encasillarlos bajo una ideología de partido político tradicional, más allá de que por supuesto es algo muy ideológico, pero tienen una ideología propia, que hasta donde yo sé, es la mejor que conozco.

Igualmente, en la teoría, ¿no hay un tratamiento distinto de los derechos económicos, sociales y culturales, por ejemplo, por parte de las derechas y las izquierdas? La izquierdas tienden a decir que tienen que estar garantizados por el propio Estado y las derechas, en cambio, sostienen que la satisfacción de esas necesidades debe llegar por el libre desarrollo de las fuerzas del mercado.

Tienden a decir, pero ninguna de las dos posturas es cierta. De hecho, un buen ejemplo de garantía de derechos económicos, sociales y culturales son los países nórdicos, que no son precisamente de izquierda. Además, los Estados tienen que garantizar a todos los derechos: civiles; políticos; económicos; sociales y culturales. Para eso son Estados, y si no, que se dediquen a otra cosa. No tienen por qué hacerme elegir a mí qué derecho quiero que me garanticen. El Estado está para garantizármelos todos. Después, el signo político que tenga es un problema del Estado, no mío.

¿No crees que hay un cierto déficit de legitimidad en los comités controladores de los pactos? En el sentido de que hay un vínculo menos estrecho con la población de los países a los que controlan, en comparación a las justicias internas de esos países. Sobre todo si lo pensamos en términos de designación y remoción de funcionarios.

Ambos sistemas, los internos e internacionales, tienen ese tipo de problemas. Pero yo honestamente pienso que el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas (y creo que eso refleja el funcionamiento de todos los comités) debería estar compuesto por expertos e independientes. Algunas personas lo son, otras son expertas no tan independientes, otras son independientes no tan expertas, y hay quienes no son ni expertas ni independientes, pero el conjunto sí forma un cuerpo independiente y experto. Quienes tienen experticia e independencia asumen liderazgo, ya que es muy difícil discutirles en términos de teoría y aplicación de derechos. Las personas que están mejor formadas y no dependen de nada tienen mucha más libertad para llevar adelante las peleas que tienen que llevar. El resultado del trabajo de esos órganos de monitoreo es entonces muy solvente, sólido. Es experto e independiente. En ocho años, no he visto un solo caso en el cual un gobierno al que se le haya indicado algo en alguna de las observaciones finales del Comité de Derechos Humanos haya podido desvirtuar ni un párrafo.

Es sólido el trabajo que surge…

Es muy sólido, claro. No refleja todo lo que pasa porque no necesariamente toda la información llega, pero lo que llega y se vuelca es efectivamente así. Después, no dejan de ser órganos integrados por humanos, entonces pueden funcionar de una manera más falible o menos falible, dependiendo de muchas cosas, entre otras, incluso, de errores de torpeza o falta de atención que pueden existir en cualquier persona en cualquier momento. Pero eso no quiere decir ni mala fe, ni falta de independencia, ni imparcialidad.

En relación a los juicios por crímenes de lesa humanidad, ¿cuál fue el impacto internacional que tuvo el proceso argentino?

Fue una cosa extraordinaria. Argentina inició un proceso inédito, en ese sentido, de la recuperación de la democracia. Fue de un gran valor, y sirvió para otro Estados que han pasado situaciones similares y han intentado replicar el proceso argentino. Fue de gran valor eso y luego la anulación de las leyes de impunidad y la recuperación de los procesos de juzgamiento y condena de responsables de crímenes contra la humanidad. Es un gran ejemplo. Los gobiernos muchas veces intentan decir que para estas cosas hay que seguir los ejemplos de impunidad, y hay otros buenos ejemplos… Argentina es un buen ejemplo. Entonces, lo que habría que seguir es el ejemplo que mejor garantiza derechos. En un mundo en el cual una persona que roba un celular pasa dos años preso, que quien cometió una masacre se vaya a su casa es un poco insólito.

 


«La Corte debería cambiar la naturaleza de la obligación de investigar las desapariciones forzadas, hacia una obligación de resultados y no de medios»


 

¿Cuál creés que es la responsabilidad de los Estados ante la violencia de género?

Toda. El Estado tiene el deber absoluto de la debida diligencia y de prevención, y no se hace lo suficiente en ninguna esfera. En un mundo en el cual las mujeres no pueden decidir siquiera sobre sus proyectos de vida o sobre su propio cuerpo, es absurdo decir que los Estados están haciendo lo que tienen que hacer. Falta mucho por hacer en esa materia, y el mundo no se podrá llamar justo hasta que las mujeres no tengan igualdad de derechos en teoría y en la práctica con los hombres.

¿Cómo evaluás las rispideces que hubo entre la Corte Suprema argentina y la Corte Interamericana de Derechos Humanos en torno al fallo Fontevecchia en 2017? ¿Por qué creés que tuvo esa reacción?

No sé exactamente por qué tuvo esa reacción. Fue una decisión ridícula y vergonozosa, incluso por la manera en que está escrita. A mí me hubiera dado vergüenza formar parte de un tribunal que haya escrito semejante cosa. El fundamento esgrimido por la Corte no supera el test más básico de derecho internacional. Y esto escrito por personas que integran el tribunal más alto de un país es algo muy preocupante. Finalmente, cuando un órgano del Estado decide no avanzar en el cumplimiento de una decisión de un órgano internacional de derechos humanos, solo es legítimo cuando a través de su decisión garantiza más los derechos. Si no, falla en su función, que es la de garantizar los derechos humanos. Y eso incluye a todos los poderes. No sé cómo la Corte Suprema pensó que no es un poder del Estado.

Última: ¿puntos a ajustar en el sistema interamericano de derechos humanos?

Yo creo que la Corte Interamericana realmente hace un trabajo extraordinario, que va a la vanguardia en muchos aspectos. Pero hay que pedirle más, y pedirle más implica exigirle más firmeza en cuanto a la determinación de los estándares que los Estados deben cumplir en materia de derechos humanos; más precisión en las garantías de no repetición; más profundidad en el abordaje de género… La Corte debería cambiar la naturaleza de la obligación de investigar las desapariciones forzadas, hacia una obligación de resultados y no de medios. Debe también decir, ya sin miramientos, que obligar a una mujer a llevar un embarazo contra su voluntad es una violación del derecho a la integridad; es un trato inhumano y degradante y por ende se está violando un derecho inderogable de las mujeres cuando existen leyes que prohíben la interrupción voluntaria del embarazo. Debe dejar en claro –a mi juicio- que en aquellos regímenes que tienen establecidas como sanciones penales la reclusión o la prisión, las penas por crímenes de lesa humanidad no pueden ser diferentes a la reclusión o a la prisión. Esta alternatividad de penas en función de proyectos de paz habría que preguntarse a la paz de quién responde… Sin dudas no a la de las víctimas. La Corte tiene que continuar el extraordinario trabajo que está haciendo en materia de derechos económicos, sociales y culturales a través de su jurisprudencia, y profundizar la muy valiente jurisprudencia en materia de no discriminación indígena. Y finalmente continuar en materia de pueblos indígenas. La Corte se ha convertido en el tribunal que mejor garantiza los derechos a pueblos indígenas, aunque el Pacto de San José de Costa Rica no los mencione ni una vez, y los trabajos preparatorios tampoco. Lo cual muestra que cuando un órgano no garantiza derechos humanos es porque no quiere, no porque no puede.

 

*El entrevistado es abogado (UNLP), presidió el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y actualmente se desempeña como Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición y profesor en la Universidad Nacional de La Plata.

Venezuela en el laberinto de la transición

Opinión | Por Ramiro Albina |

En este artículo vamos a partir de un hecho básico: la situación de crisis humanitaria y autocratización del poder político en Venezuela. Reconocer esta situación no es algo que requiera un esfuerzo intelectual importante, pero, sin esa premisa, el tema del que trata esta columna no tendría sentido. Por lo tanto, no es de interés en este caso discutir con aquellos que niegan la situación venezolana con un discurso vergonzoso y desde hace mucho tiempo distante de la realidad (un intento modesto en este sentido lo intentamos en un artículo anterior). Tampoco nos interesa plantear una discusión en términos de izquierda-derecha. La utilización de estas categorías no tiene demasiada relevancia cuando lo que está en juego es una disyuntiva entre democracia y autoritarismo. Quienes creemos en la democracia en sí misma podemos tener preferencias inclinadas hacia uno u otro lado, pero siempre preferiríamos un gobierno democrático de signo ideológico contrario antes que uno autoritario de los “nuestros”.

Venezuela volvió a ser noticia el 30 de abril cuando en la madrugada se conoció un video de Juan Guaidó (Presidente de la Asamblea Nacional y reconocido como Presidente Encargado por alrededor de 50 países) junto al dirigente Leopoldo López (quien se encontraba en prisión domiciliaria), anunciando el comienzo de la “Operación Libertad”. Finalmente, este no logró el apoyo militar esperado, la movilización opositora fue reprimida, y López terminó refugiado en la Embajada de España. Maduro logró una vez más aquello en lo que más éxito ha demostrado tener: durar.

En esta capacidad del gobierno de aferrarse al poder, bloqueando paulatinamente los canales de acceso legítimos, hay una responsabilidad de parte de los gobiernos de la región que han permitido, y en algunos casos avalado, que la situación venezolana llegue a este punto límite. La retórica de integración regional y la conformación de esquemas de cooperación no lograron (o no quisieron lograr) evitar la creciente autocratización del poder en Venezuela, a pesar de las alarmas que se venían encendiendo desde hace tiempo. Esta incapacidad o falta de voluntad tuvo dos consecuencias fundamentales: en primer lugar, transformó lo que en un principio era un problema de política interna en una pieza más dentro del ajedrez geopolítico mundial. En segundo lugar, al mirar para otro lado mientras el gobierno venezolano se tornada cada vez más autoritario, violando derechos humanos y viéndose implicado en graves casos de corrupción y narcotráfico, los costos de abandonar el poder aumentaron enormemente. En una democracia competitiva, la derrota electoral del oficialismo significa solamente pasar al llano durante un tiempo, esperando por volver al gobierno. Pero cuando lo que está en juego en una derrota es la prisión o la vida, esta deja de ser una opción para quienes corren ese riesgo.

Sin embargo, algo puede estar cambiando desde el 30 de abril. Esta pequeña fractura en un sector de las Fuerzas Armadas (algo que no había sucedido anteriormente), junto con la profundización de la crisis económica y de los servicios públicos esenciales, hacen muy difícil pensar que el gobierno pueda volver a la situación hegemónica de años atrás. Por lo tanto, se habla cada vez más, y con un poco de optimismo, sobre la posibilidad de que finalmente se avance en una transición (incluso hay trascendidos sobre posibles negociaciones secretas). Hay que ser precavidos en este punto ya que quizás sería un error pensar la salida venezolana en términos del esquema de transiciones de décadas anteriores. El autoritarismo venezolano es uno de nuevo tipo. No es un régimen surgido de un golpe de Estado encabezado por un grupo de militares que se quedan en el poder por tal cantidad de años, sino que fue producto de una lenta descomposición de las instituciones democráticas desde el interior de las mismas por un partido con control militar (debate que se avivó recientemente con la publicación de “Como mueren las democracias” de Steven Levitsky y  Daniel Ziblatt). Este hecho, sumado a un contexto global cuyas condiciones no son las más favorables para las democracias, hace que las soluciones de manual recetadas puedan no garantizar necesariamente el éxito.

No hay nada que asegure que el gobierno no vaya a triunfar en su empresa de mantenerse con uñas y dientes en el poder (hablamos de gobierno y no solamente de Maduro, ya que también existe la posibilidad de una transición dentro y no de régimen). En este sentido, el desafío principal de la oposición es generar las expectativas y condiciones para una oferta transicional que pueda quebrar a la coalición dominante del gobierno, hoy sostenida fundamentalmente por el apoyo de los principales mandos militares. Una transición lo más pacífica y al menor costo social posible sólo puede ser el resultado de una negociación. Sin ella difícilmente se podrá salir de una situación en la que ningún bando puede imponerse definitivamente sobre el contrario.

En caso de que la oposición logre sumar cada vez más voluntades militares, en un contexto de suma cero, donde encontrarse del lado de los perdedores tiene costos altísimos, abdicar en la negociación y apostar a una estrategia de a todo o nada, generaría la posibilidad real de un enfrentamiento armado. En ese escenario, que hoy no es el más probable, los costos sociales serían incalculables y podríamos despedirnos del Estado venezolano. Esto significa que, sin una derrota militar (la única forma en la que pueda haber un castigo masivo a todos los responsables), la transición solo es posible pactando, ya que la certeza del castigo hace que desaparezca cualquier incentivo para abandonar el poder. En el contexto de una transición, el castigo de los crímenes cometidos por un régimen autoritario es ciertamente el tema más difícil. Se trata de esas situaciones en las que lo es deseable entra en tensión con lo que es viable.

Nada de esto será posible sin una fractura en los mandos militares que obligue al gobierno a sentarse en una mesa de negociación en serio (no las farsas que ha venido planteando el oficialismo para ganar tiempo), y sin una unidad opositora que se agrupe en torno a una estrategia viable en la práctica y una comunidad internacional que acompañe firmemente este proceso (para lo cual podría ser de gran utilidad un país como Cuba jugando un rol de “intermediario”). Si se abre esta posibilidad, donde los más moderados de ambos bandos deberían ser quienes la lideren, tendrá que asegurarse que la transición sea estable y dure en el tiempo mediante una estrategia conjunta, con un manejo responsable de las expectativas, y un difícil consenso acerca del límite hasta el cual pueden llegar las amnistías y los castigos. Una transición que permita al nuevo régimen consolidar su legitimidad y reconstruir una sociedad fracturada, marcada por un éxodo masivo y años de profunda división política, junto con una capacidad productiva destrozada.

Por lo tanto, para plantear las posibles alternativas de transición primero deben darse las condiciones de su posibilidad. Otro escenario posible, es aquel en que los sucesos del 30 de abril sean utilizados como la excusa perfecta para intensificar la persecución de opositores. En esta dirección, el Tribunal Supremo de Justicia ordenó enjuiciar a siete diputados y la detención del vicepresidente de la Asamblea Nacional, Edgar Zambrano, ahora con prisión preventiva en una cárcel militar. Si el gobierno logra mantener el apoyo militar, los riesgos de una radicalización de la dictadura venezolana son altos y su permanencia en el poder no estará en verdadero peligro.

* El autor es estudiante de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires

Graciela F. Meijide: «De la noche a la mañana me enteré que Chacho Álvarez renunciaba»

Por Ramiro Albina y Tomás Allan

Es la mañana de un día de febrero, tocamos timbre y Graciela Fernández Meijide sale al balcón para alcanzarnos una bolsita de tela atada con un largo cordón. En su interior está la llave de entrada al edificio. Nos da la bienvenida con el trasfondo de una biblioteca llena y la mesa del comedor en la que hay un diario abierto. Nos invita a sentarnos en los sillones acariciados por la brisa que entra desde el balcón calmando el calor de la ciudad. Sacamos los grabadores y los segundos comienzan a correr. La entrevista transcurre solo interrumpida por los ruidos de la vida urbana que se entremezclan con la suave voz de Graciela. En la mitad de la conversación su gata se acerca con curiosidad, acompañándonos durante el resto de la entrevista.

Graciela Fernández Meijide sostiene que lo contrario a la verdad no es únicamente la mentira, sino también las certezas. Eso la lleva a pensar, revisar y tratar de entender el pasado escapando de las fórmulas intocables. El intento de explicarse y explicar qué pasó en la Argentina va guiado por una pregunta: ¿Por qué? Cuando Graciela habla de los años ’70 lo hace para tratar de entender por qué sucedió lo que nunca debió haber sucedido y que en lo personal le produjo un tajo en su vida. Porque cuando se refiere a los desaparecidos, habla también de su hijo Pablo. Siendo profesora de francés, el secuestro de su hijo de 17 años por la dictadura militar la llevó a abandonar el instituto e involucrarse en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y luego, una vez recuperada la democracia, en la CONADEP. Más adelante, la decepción de que se terminara con el tema de la justicia la llevó a incursionar en la política partidaria.

Su lucha incansable la convirtió en una referente en la defensa de los derechos humanos. En esta entrevista hablamos sobre los años ’70 y las políticas de memoria; nos cuenta sobre su experiencia en política; tocamos el tema de Venezuela y nos ofrece unas pinceladas sobre el presente y los desafíos a futuro para nuestra democracia.

 

Graciela, actualmente mantiene varias actividades, ¿a qué le está dedicando el tiempo?

Lo que se llamaría trabajo, si no fuera que yo me divierto (risas), tengo un programa de radio que ya lleva cinco años y uno de televisión en la TV Pública que sería el tercer año.

En rol de entrevistadora…

Claro. Para empezar no soy periodista, no quiero sacar títulos que no tengo. Me lo ofrecieron y yo dije qué podía hacer, probar y salió bien. Soy buena conversadora porque sé escuchar y tal vez eso hace que la gente se sienta cómoda. La verdad que estoy muy contenta y agradecida porque todos aquellos a quienes convoqué vinieron.

Con sus entrevistados se ve que sale un poco de la dinámica de “la grieta”. ¿Cómo lo logra?

Porque no me importa qué opinión política tiene la persona a quien entrevisto, sino que me interesa lo que hace y lo que opina en general, no solo en lo político.

¿Qué balance hace del accionar de los organismos de derechos humanos en general en estos 35 años de democracia?

Yo ahí soy muy crítica en cuanto a observar cuánto realmente se comprendió durante la dictadura el alcance de lo que es la doctrina de derechos humanos y cuánto tenía un contenido (legítimo) de demanda individual de justicia. Yo creo que a la larga, en las personas que siguieron conduciendo organizaciones, lo que terminó predominando en aquellas más visibles, sobre todo en el caso de Madres, era una cuestión de lo personal. Solo así se explica una posición actual de tanta crispación que llega a confundir un gobierno democrático, que seguramente no le gusta, con la dictadura. Esa es una equivocación grave que nos habla de posiciones políticas que rompieron lo que llamo el consenso del Nunca Más del ‘83. El Nunca Más significaba nunca más golpe, nunca más dictadura, pero también nunca más violencia en la política. Obviamente se refería a la violencia armada que producía pérdidas de vida, pero existe también la violencia de la palabra. Y en ese sentido los recuerdos del 24 de marzo de los dos últimos años nos presentaron una realidad que era impensada en el ‘83, ‘84, ‘85, ‘86… de levantar como algo digno de ser alabado la lucha armada.

¿Cuándo comenzaron las divisiones en los organismos?

En general, sobre todo en organismos testimoniales como Madres, donde se comenzó a producir la división fue en los primeros momentos de la democracia cuando se nos ofrece en el gobierno que se había elegido a la CONADEP como investigación y después el Juicio. Ahí la actitud de quien conducía la parte más visible de lo que era Madres fue negarse a colaborar y cuestionar el juicio con la no presencia. Es decir, desde el principio lo que se cuestionaba era la institucionalidad.

¿Y bajo qué pretensiones o con qué fundamentos?

De que eso no iba a terminar haciendo justicia. Uno podría preguntar: “¿Qué es hacer justicia?”. Y aunque no lo digas a veces casi te lleva a la venganza, que no debería estar en una democracia. Para mí fue todo un aprendizaje en lo personal, y supongo que para mucha otra gente también; lo que pasa es que no eran conducción. Fue un aprendizaje ir de la demanda legítima de justicia para mi hijo desaparecido, para mi familia y para mí, a entender que el tema era más extenso y que para en serio cerrar heridas tenía que haber justicia para todos, aún para mi peor enemigo. Yo tengo contacto con hijos de militares que están siendo procesados o han sido condenados, pero sin embargo nunca acepté ir a donde están en la cárcel porque no sé si me banco ver a alguien a quien yo sospecho que pudo haber matado a mi hijo. Yo no perdono porque no puedo perdonar en nombre de Pablo y nadie me pidió reconciliación ni nada. Entonces mi forma de entender el tema derechos humanos es decir que a pesar de eso yo voy a exigir que se respeten todos sus derechos como procesados, detenidos y condenados. Entiendo que eso es en serio dejarle algo a las generaciones futuras y no solo la pesada mochila de un pasado muy duro. Y que además de menos pesada, sería la más sólida a futuro y la que más serviría: una justicia igualitaria.

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¿Por qué hubo tan pocas confesiones o autocríticas por parte de los militares, más allá de casos puntuales como el de Balza?

Balza no participó en la represión, fue una autocrítica desde la organización que en su momento acompañaba el pedido de Menem de que hicieran lo mismo los Montoneros que estaban presos. Firmenich estuvo 7 años preso. Él (Menem) había hecho un acuerdo con Firmenich de que le iba a dar el indulto, de que iba a haber indulto para todos pero necesitaba que ambas partes se arrepintieran, y lo que estuvo más claro y llamó más la atención fue lo de Balza, lo de Firmenich fue nada.

Partiendo del consenso común de que son inequiparables el terrorismo de Estado y los crímenes de la guerrilla, ¿faltó una autocrítica de parte de los máximos responsables de las organizaciones armadas?

Sí, de todos. Faltó una autocrítica en serio de aquellos involucrados y responsables directamente en ambos bandos, por decirlo de alguna manera. Tanto en el caso de Firmenich o Gorriarán Merlo, que al contrario, encabezó el último acto violento en La Tablada como si no pudieran terminar de desprenderse de los fierros, en lugar de ingresar en la política partidaria como hicieron Tupamaros en Uruguay o una parte de las FARC en Colombia. Yo imagino, y acá entro en el terreno de la suposición, que después de haber ingresado en semejante nivel de violencia, haber sentido tanto desprecio por la vida ajena y propia, debe ser bastante difícil reconocer que uno estaba equivocado. De ahí que sea tan meritorio cuando aparecen libros de autocrítica, que mayormente vienen desde una izquierda que apoyó aunque no haya estado en algunos casos directamente involucrada en la lucha armada, y que ha hecho una autocrítica muy fuerte de la violencia.

En el caso de Claudia Hilb, en su libro Usos del pasado cuestiona no únicamente los medios sino que se anima repensar el fin mismo, la idea de revolución…

Exactamente. Cuando uno mira el resultado de determinadas revoluciones que amó (y yo pertenezco a la generación que se enamoró de los barbudos bajando de la Sierra Maestra, que fue a Nicaragua después que ya se estableció el gobierno sandinista a ver esa especie de poema de revolución que termina con Daniel Ortega, el más violento de todos, a la cabeza y siendo hoy un dictador corrupto), uno se pregunta: “¿qué sentido tenía?”.

Durante los gobiernos del kirchnerismo los derechos humanos fueron una de las banderas principales. ¿Qué lectura hace del abordaje de este tema durante esos años?

Hicieron de los derechos humanos un instrumento político. Los antecedentes tanto de Néstor Kirchner como de Cristina Fernández de Kirchner no tenían nada que ver con su cercanía con el tema de derechos humanos, nunca habían demostrado tenerlo ni como habitantes de Santa Cruz, ni como militantes políticos, ni como primero intendente y después gobernador (por Néstor). Es más, en las escuelas desde el ’83 se daban clases alusivas a los 24 de marzo recordando el golpe y condenando la dictadura, y Cristina promovió siendo funcionaria que desde la Secretaría de Educación se suspendieran esas clases con el argumento de que la mayor parte de las docentes eran mujeres de los militares y se sentían atacadas.


«Cuando uno mira el resultado de determinadas revoluciones que amó, se pregunta: ‘¿qué sentido tenía?'»


 

¿Usted dice que fue para captar a un sector progresista del electorado?

Cuándo fue la elección después del fracaso de la Alianza, Duhalde primero promovió a De la Sota, que no puedo levantar vuelo. También le habían ofrecido a Reutemann, que no aceptó, y recurrió a Kirchner que tenía una fuerte ambición. Un gobernador que lo conocían poco, que sacó veintipico por ciento de los votos. Con escaso conocimiento, y con la desgracia en la Argentina de que la gran vidriera es la Ciudad de Buenos Aires, conquistar la opinión de Buenos Aires era el gran desafío de Kirchner. Un Buenos Aires que siempre rechazó al peronismo. E ingresó por el lado del progresismo; después captaron algunos de los organismos de derechos humanos más visibles, sobre todo testimoniales, y utilizaron el tema como una herramienta política para afirmarse. Pero como siempre en política, el tema de los sentimientos y las convicciones es más fuerte que los hechos duros. Las convicciones matan datos.

¿Cómo fue cambiando la representación de las víctimas de la dictadura desde la recuperación democrática?

El tema de la desaparición y toda la actuación por fuera de la ley de los militares crearon el ámbito de que todos los desaparecidos o presos políticos eran víctimas inocentes porque nunca habían sido juzgadas y eso quedó instalado. Hay una anécdota del Juicio a las Juntas: una vez que los jueces interrogaban a los testigos, podían interrogarlos también los defensores de los militares, y en el caso del doctor Norberto Liwski, que había sido ferozmente torturado, cuando le tocó preguntar a uno de los abogados defensores, apenas hizo dos preguntas el testigo le dijo a los jueces: “Señores, a mí me están preguntando lo mismo que me preguntaban bajo tortura”, e inmediatamente los jueces pararon el interrogatorio. Obviamente la defensa apuntaba a justificar que haya sido detenido. El paso que se dio después en el gobierno de los Kirchner fue heroizar a esas personas, que por el procedimiento de persecución inhumana que desarrolló la dictadura estaban simplemente como víctimas.

¿Y en el gobierno de Cambiemos cómo ve la política de derechos humanos?

El Gobierno sigue respetando las reglas del juego de los juicios y demás… Pero no es algo que vaya politizar. Yo decía cuando fueron las elecciones que ni Scioli, ni Massa, ni Macri se caracterizaban por haber tenido algo que ver con el tema. Pero en lo que se refiere a los derechos fundamentales no ha habido persecución política, ni en la prensa… No ha habido (para nada) discriminaciones políticas en los medios nacionales; los problemas de las cárceles siguen siendo los mismos y en cuanto a los derechos humanos que tienen que ver con lo económico y social se mantuvieron los planes sociales, algunos se ampliaron inclusive. Digamos que hay una sensibilidad a atender el problema.

 


«La cuestión de los derechos humanos no es algo que Cambiemos vaya a politizar»


 

En un momento se había hablado de la intención de sacar el 24 de marzo como feriado nacional. ¿Cree que fue una demostración de “falta de tacto”, digamos?

Es eso. Es falta de tacto.

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Previamente mencionó lo que sucedió en el acto del 24 de marzo de 2017 cuando se reivindicaron desde el escenario los actores de la violencia en los ‘70 como Montoneros, que además algunos de ellos no vivieron durante la dictadura…

No solo eso, sino que a uno de los que más gritaba ahí, que era un miembro del Partido Comunista, yo lo conocí a los 18 años cuando recorría los países socialistas diciendo que Videla era democrático. A eso se llama instrumentación, no convicción.

En algunas entrevistas mencionó que usted siguió la línea de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) porque se diferenciaba de otros organismos, más precisamente de Madres, por la institucionalidad. ¿En qué aspectos, o en qué casos, se veía más nítidamente ese contraste?

Yo tengo un fuerte apego por lo institucional. Los organismos como Madres, Abuelas e incluso Familiares de Desaparecidos y Presos por Razones Políticas, que es el organismo que en su propio nombre admitió la militancia, el accionar es mucho más directo y sin mediaciones ni negociaciones. Dicen lo que les sale de las entrañas y lo que puede mediar por la razón, el temor o lo que fuere. En las organizaciones que se armaron con representantes de sectores de la sociedad, como en el caso de la Asamblea Permanente, que se formó antes del golpe para interpelar al gobierno de Isabel para que pusiera en caja a la Triple A (sin éxito), había gente que tenía un cierto prestigio pero que no iba a tener el lenguaje de Madres. Donde en todo caso los pocos directamente afectados, como se decía entonces, que estábamos en la Asamblea, podíamos empujar para que el lenguaje sea más duro y de hecho lo hacíamos (es el caso de Emilio Mingrone, Augusto Conte, yo misma y otros). Para cada declaración y cada acción había que tomar acuerdos, porque había un obispo, el monseñor de Nevares, que no representaba ni con mucho a toda la Iglesia Católica y menos a la jerarquía, y sin embargo tenía que cuidar de lo que representaba. Lo mismo le pasaba a la Iglesia Metodista y a algunos radicales y socialistas que estaban ahí. Eso a mí me enseñó a buscar consenso. Mi impulso natural era meter un Exocet a todos los cuarteles, aunque sea verbal… Y me ayudó a entender que para lograr realmente crear alguna opinión necesitabas todo el tiempo ampliar la base de sustentación, que no era fácil, porque había desde miedo a convicciones. Las posiciones crispadas espantan a la gente, y las más abiertas en todo caso crean un espacio propicio para el acercamiento.

Un tema que está muy presente hoy es el de Venezuela. ¿Cómo ve la situación y algunos posicionamientos de distintos actores en nuestro país?

Entre aquellos que miran y siguen la cuestión de Venezuela hay dos posiciones. Una que es ideológica y que en principio va a sostener a Maduro sin importar lo que pase, y que está bastante ligada al kirchnerismo; y otra también dramática representada por el propio gobierno, que fue el primero que dijo que Maduro es un dictador. La realidad en todo caso es que Venezuela fracasó por distintas razones; que por primera vez aquel sector que realmente se vio beneficiado y considerado por Chávez, hoy son tantas las necesidades que está padeciendo que ya ni siquiera sostiene a Maduro, que hoy está sostenido por sobre todas las cosas por las Fuerzas Armadas, donde los generales tienen participación muy fuerte en temas de corrupción. Por lo tanto ya estamos en un momento en que está ocurriendo lo que no ocurrió antes porque encima la oposición estuvo siempre muy dividida, y cuando la oposición está dividida difícilmente se pueda enfrentar con aquel que detenta el poder. 

¿Qué puede pasar a futuro?

No lo sé… Maduro ahora busca la salida de encontrar intermediarios para forzar el diálogo; la oposición que se reunió porque Guaidó se puso a la cabeza y sorprendió a todos debe estar discutiendo si aceptan o no la propuesta. Yo veo todavía un camino largo, me parece razonable siempre lo que es el diálogo y evitar más pérdidas de vidas. Ahora, al mismo tiempo muestra una enorme debilidad de parte de Maduro y también la eficacia de una acción extendida a muchos países que le dicen a Maduro: “no te reconocemos”. Hay una contra siempre en todo esto que es la participación de Estados Unidos y sobre todo encabezada por Trump, porque eso en Latinoamérica siempre genera un resquemor, que incluso no evita decir “bueno, por ahí disponemos de soldados”. Eso es como el bloqueo a Cuba, que lo único que hizo fue fortalecer a Castro.

Hay una postura que sostiene que hay meter a todos los responsables presos, pero uno piensa que con esa idea es difícil que abandonen el poder…

Yo creo que van a ir a una amnistía, por injusta que sea. No creo en una solución al estilo Sudáfrica porque exigió mucha grandeza de ambas partes, no solo de Nelson Mandela sino también de De Klerk, que dentro de lo que eran los afrikáner era el más inteligente y dispuesto a sentarse a negociar. Ahí también había una ambición legítima pero de cumplimiento imposible si se pretendía que fueran todos presos.

Esta última década se ha hablado de los progresismos latinoamericanos. ¿Es progresista Venezuela?

Hoy no. Cuando vos tenés un pueblo que va para atrás condenado a la muerte por ejemplo por falta de medicamentos, no hablés de progresismo. Pudo haber sido progresista la salida de Chávez por malos gobiernos anteriores que no tomaban en cuenta a la gente sobre todo más humilde. Ahora, hoy por hoy, Maduro puede decir todo lo que quiera, pero te cierran el puente de Cúcuta con vallas para que no entre el socorro humanitario.

¿Cuál debería ser una agenda progresista a futuro?

Reconstruir las instituciones a rajatabla, considerar a los que menos tienen y atender a situaciones que permitan el regreso de un éxodo como nunca se vio en América Latina. Algunos se fueron en avión pero otros caminando. Tres millones de personas… Es mucho, y ahí va a haber una enorme responsabilidad de la oposición.

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Graciela, usted tuvo una trayectoria en la política partidaria como diputada, senadora, candidata a gobernadora, ministra… ¿Qué la llevó en su momento a ingresar allí?

La decepción de que se cortara el tema de la justicia. Cuando yo terminé con la CONADEP, me reintegré a la Asamblea Permanente y seguí trabajando. Armamos equipos de abogados y una de las cuestiones en las que yo me ocupaba más era recorrer esas provincias donde seguían los juicios para ver como seguían, abastecer y demás. Cuando vino la Ley de Obediencia Debida, todo eso se paró en seco, y yo me encontré con que aquello a lo que le había dedicado todo mi esfuerzo, que era como la culminación de mi propio proceso que partió de quererlos matar, y dormirme matándolos, a entender que lo más que podía hacer era juntar elementos para meterlos presos,se había terminado. Al mismo tiempo aparecía un grupo de gente que estaba conformando un nuevo partido, que se habían ido separando de partidos anteriores y me convocaron. Era un grupo muy chico al principio, yo no tenía ninguna idea, nunca había militado en un partido político y de entrada dije que no esperen de mí que aporte mucho porque no se como es esto. Después me di cuenta que había aprendido mucho de política trabajando en la Asamblea. Primero fue el Fredejuso, en el que yo fui candidata y perdí; después fue el Frente Grande donde ganamos en la ciudad (en la elección de 1993, Graciela y Carlos Álvarez fueron electos diputados nacionales del Frente Grande por la Capital; ). Éramos un partido capitalino y sin territorio; eso nos llevó a hacer alianzas. Y bueno, mi idea de sumarme era ayudar sobre todo a gente que yo respetaba y admiraba mucho, y terminé teniendo, sin darme cuenta, un papel más protagonista. Y después el fracaso de la Alianza que me pegó muy duro. Me tiró en los brazos de un terapeuta de nuevo (ríe).

¿Cuáles piensa que fueron los principales errores en esa experiencia?

Hice un libro entero sobre eso… Hubo causas subjetivas y otras objetivas, que era el momento que se vivía afuera. La Alianza había heredado del gobierno de Menem una economía muy chica y poco competitiva, que sigue siendo igual, y además dos años de recesión y varias crisis que terminamos sintiendo nosotros. Con el agregado de que Menem bicicleteaba las deudas con más deuda, y los organismos internacionales la concedían. Pero ganó Bush suplantando a Clinton y cambió la visión de los organismos internacionales por la influencia obvia de Estados Unidos que dijo “basta, los plomeros de Estados Unidos no van a pagar la deuda de los países deudores”, y ahí la Alianza chocó contra la pared porque se acabaron de golpe los préstamos. Eso produjo la renuncia de Chacho, que no era un vicepresidente cualquiera porque se había armado la fórmula para darle fortaleza y compromiso a esa alianza que no tenía institucionalidad construida. Y con la renuncia de uno de los jefes políticos… en la práctica se acabó la alianza. Y además un presidente acostumbrado a que en política, desde muy joven, las cosas anduvieran más o menos sobre rieles… Manejar un momento que exigía un piloto de tormentas, no puedo hacerlo.

¿La renuncia de Chacho se discutió dentro del espacio o fue algo unilateral?

De la noche a la mañana, literalmente, yo me enteré que Chacho renunciaba. Yo iba camino al ministerio, lo llamé y le dije “Chacho, ¿esto significa que se va el partido?” y me contestó “No, yo solo”. Nunca tengo dolor de cabeza pero ese día se me partía. Además tenía que ir a avisarle a toda mi gente que trabajaba conmigo. Un momento de mierda. A la tarde yo me fui a hablar con él al departamento. Había una reunión planificada de antes, mía con Alfonsín, para esa tarde. Alfonsín me llamó y me dijo: “Graciela, Graciela, Chacho que retire la renuncia”. “Decíselo vos”, le dije. “Bueno, voy para allá”. “No”, le digo, “vos no vas a venir para acá que está toda la prensa en la calle para salir con un ‘no’; si venís asegúrate un ‘sí’, yo te paso el teléfono y hablá con Chacho”. Y Chacho insistió en que no retiraba la renuncia. Por una cuestión de lealtad nos quedamos todos los que nos quedamos. Yo me fui cuando era ministro de Economía López Murphy, que pobre tenía que recortar, y recortó en educación. Justo mi punto. Y la verdad que ahí dije “¿Qué carajo estoy haciendo acá?”. “Lo siento mucho Fernando”, le dije a De la Rúa, “pero no puedo, me voy”.

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Hace 35 años la democracia nos devolvió la posibilidad de ser ciudadanos. ¿Cuáles son hoy sus desafíos principales?

Son varios. Una vez más tenés lo que tiene que ver con nosotros y aquello a lo que te obliga lo externo. Yo diría que el gran marco es esta globalización, que es una globalización (mas no la primera), que te desafía mucho a cambiar de actitud y adaptarte con mayor velocidad y más agresivamente porque siempre te está golpeando cerca. Internamente, a mi criterio, necesitamos un cambio muy fuerte en la cuestión de los privilegios. El tema de los subsidios, si uno los estudia, nos lleva a ver hasta qué punto se benefician con privilegios muchos sectores, sobre todo empresariales y sindicales, que aparentemente tienen intereses encontrados pero en suma se complementan. Cuando uno mira la lista de subsidios que hay, no lo puede creer.

¿Cuáles, por ejemplo?

Hay empresas enormes que vivieron de la teta del Estado y siguen viviendo porque los contratos duran hasta qué se yo cuanto. Y porque no existe la cohesión política necesaria para decir “bueno, vamos a recortar eso no importa quien gane”, porque es necesario para dejar de tener lastres y poder en serio transformar una economía que es cerrada y poco competitiva. Hay un artículo de hace poco de Vicente Palermo que decía lo difícil que es el gran acuerdismo, pero entre otras cosas decía cómo hay empresarios que fabrican dulce de leche y dulce de membrillo que se quejan porque se importa de Chile más barato. Entonces, dice, esos empresarios están diciéndole a la gente pobre que compre el dulce de membrillo, que es de lo más barato que hay, pero que lo pague más caro para que él pueda seguir ganando sin competir. Y después está el tema, en que yo insisto, de la institucionalidad, porque tenemos instituciones muy débiles. Cómo vamos a hacer para transformar la justicia en serio, y que sea más independiente de lo que uno siempre siente que es; que realmente el Congreso tenga un funcionamiento donde la gente sienta que en serio los representa, porque uno de los problemas que tenemos, y no solo acá, es que hay mucha gente que no se siente representada por el régimen representativo y sus partidos, y lo mismo pasa con los sindicatos y demás. El tema de la institucionalidad es un tema complicado para nosotros que tenemos una tendencia transgresora.

 


«Necesitamos un cambio muy fuerte en la cuestión de los privilegios»


 

¿Y cómo se puede reconstruir esa confianza con los partidos, los sindicatos y demás?

Con cambios realmente de intencionalidad, y atendiendo una participación diferente que son todas las que te aparecen en las redes, que no necesariamente todas construyen democracia ni muchísimo menos, pero que tampoco debería ser un lugar exclusivamente para hacer la campaña política. Porque te puede traer el triunfo, pero no es lo mismo en que te apoyás después.

Viendo el contexto internacional, ¿ve un riesgo de un avance de la xenofobia y la discriminación en nuestro país?

No tanto, me parece, pero nunca sé cuando se me mezclan mis convicciones con mis expresiones de deseo. No es tan fácil en la Argentina, donde no hay expresión de una derecha dura. ¿Cuanto pueden sacar? 2 o 3 puntos. Cambiemos no se puede correr un gramo más a la derecha porque ya la tiene, al que tiene que ir a buscar es al progresismo. En los festivales donde gritan “Mauricio, la p… que te pario” no está lleno de viejos de derecha.

¿Buscar el centro?

El centro y un poco más para el costado, que es lo que va a intentar el PJ federal. Todos van a ir a buscar un poco ahí. Ahora, si se pelean por quien baja más la edad de imputabilidad, por quién le da más derechos a la policía… Eso ya está ocupado.

Venezuela: hablar sin eufemismos

Por Ramiro Albina

Venezuela de a poco se fue metiendo en nuestras conversaciones y no precisamente por sus paisajes y la alegría de su gente. También ingresó en la agenda de los medios de comunicación y en las campañas políticas, muchas veces bajo comparaciones en las que escasean análisis serios de la estructura económica, de la articulación de la sociedad civil, entre otras variables que parecieran no importar. El contacto directo con venezolanos y venezolanas que emigran se hizo recurrente, y cuando escuchamos nombrarla nadie queda indiferente.

Una de las discusiones inevitables cuando hablamos de Venezuela gira en torno a su clasificación como democracia o dictadura. Pero existe una dificultad: generalmente el resultado del intercambio ya está determinado de antemano porque cada uno tiene una idea previa difícil de modificar. Sin embargo, si aspiramos a ser ciudadanos críticos en una democracia hay que hacer un uso critico de nuestras convicciones. Estas pueden ser firmes y al mismo tiempo tener una actitud dispuesta a ponerlas en tela de juicio frente a la realidad, porque somos consciente de su falibilidad. La discusión libre con el otro, con el diferente, es lo que nos enriquece en un contexto de pluralismo y lo que nos puede ayudar a acercarnos a una cuota de verdad. Vayamos al caso de Venezuela.

En el año 2013 Nicolás Maduro ganó la elección presidencial con un margen de apenas 1,5% con respecto al opositor Henrique Capriles. Si bien las características personales de Maduro difieren de las de Chávez en términos de carisma y astucia política, sería un error atribuir toda la responsabilidad de la situación actual al primero. Chávez llegó al poder como un líder carismático construido sobre el colapso de los partidos políticos tradicionales, poniendo fin al puntofijismo, y cultivando un gran apoyo popular. El propio modo de construcción y concentración del poder por parte del chavismo, privilegiando el componente mayoritario, apelando plebiscitariamente al respaldo de los ciudadanos por sobre otras instituciones representativas fue provocando a lo largo de los años un deterioro en la institucionalidad democrática. La búsqueda de garantizar el predominio presidencial en la toma de decisiones políticas llevó a intentos de cooptar o imposibilitar los mecanismos de rendición de cuentas horizontales que eran vistos como barreras.  Sin embargo, con sus más y sus menos, el gran apoyo popular y el triunfo sucesivo en numerosas elecciones lo dotaba de una legitimidad democrática de origen. En el caso de Maduro, a pesar de ser electo presidente con margen tan estrecho, encaró su gobierno con mano dura y pretendiendo erigirse como el representante del todo, elevando sus convicciones ideológicas particulares a categorías absolutas. Durante su mandato se produjo una novedad: las encuestas revelaron que le sería difícil ganar una elección compitiendo con la oposición, y por lo tanto no tenía la posibilidad de relegitimarse plebiscitariamente.

En el año 2015 tuvo lugar la elección para renovar todos los escaños en la Asamblea Nacional donde la oposición, organizada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD), alcanzó la victoria con un 56% de los votos frente al 41% del oficialismo, consiguiendo la mayoría legislativa. En enero del año 2016 Maduro declaró el “estado de excepción y emergencia económica” en todo el territorio nacional (sucesivamente prorrogado hasta el infinito y más allá). Ese mismo año, el CNE (Consejo Nacional Electoral) controlado por el chavismo, paralizó el referéndum revocatorio contra el presidente impulsado por los opositores, previsto en la Constitución. A su vez, debían tener lugar las elecciones de gobernadores de los estados que fueron finalmente postergadas un año violando el principio de elecciones regulares.

La situación política y social se agravo aún más en el año 2017 cuando el Tribunal Supremo de Justicia, también controlado por el chavismo, adoptó decisiones frente a la Asamblea Nacional que violaban el principio de separación de poderes declarando nulos los actos de la misma, y arrogándose las competencias legislativas. Esta usurpación de funciones generó inmediatamente una ola de protestas callejeras que frustró el intento.

Pero esperen… ¡hay más! En este contexto de tensión, el 1 de mayo de 2017 Maduro convocó a la conformación de una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) sin realizar previamente un referéndum tal como es previsto por la Constitución. En julio de ese año tuvo lugar la elección de la misma sin participación de la oposición, y con un mecanismo de elección territorial y sectorial que fue criticado por afectar el principio de igualdad de poder del voto. A su vez Smartmatic, la empresa encargada del sistema de votación, denunció que entre la cantidad de votos en su sistema y los resultados dados por la autoridad electoral había una diferencia de al menos un millón de electores, lo que reflejaba una posible manipulación de la elección. La ANC se alejó de su mandato constitucional con las medidas adoptadas que excedían (y exceden) la naturaleza de sus funciones. Destituyó en circunstancias irregulares a la Fiscal General Luisa Ortega, quien había expresado críticas al gobierno de Maduro; se alzó con los poderes de la Asamblea Nacional, y asumió facultades plenipotenciarias por encima de los demás poderes públicos del Estado.

El 15 de octubre tuvieron lugar las elecciones regionales que recordemos habían sido postergadas un año. La oposición se enfrentó con dificultades tales como no poder presentarse en algunos estados donde había litigios electorales pendientes, y la reubicación de centros de votación a pocos días de las elecciones. A su vez, la Asamblea Nacional Constituyente anunció que las y los gobernadores electos iban a tener que jurar ante ella; y ante la negativa de uno de los opositores, se le impidió su asunción.

Las elecciones presidenciales que debían tener lugar en diciembre de 2018 fueron adelantadas para mayo de ese mismo año. En ellas, calificadas como “limpias” por sus seguidores (tanto como el agua del Riachuelo), el CNE inhabilitó a los principales candidatos y partidos de la oposición; y la participación fue de solo el 46% según el organismo electoral oficial.

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El contexto

La utilización de diversos mecanismos para acallar a la oposición se volvió una constante, agravada desde el año 2017. Podríamos nombrar casos puntuales, pero por cuestiones de espacio intentemos al menos tener una noción del patrón existente. Nos encontramos un gran número de políticos opositores que fueron perseguidos y privados de libertad; objetos de amenazas y hostigamiento. Una ola de apertura de procesos contra muchos de ellos que se encuentran con arresto domiciliario, exiliados, o inhabilitados de competir por cargos públicos.

La situación de los Derechos Humanos en Venezuela se volvió cada vez más alarmante en los últimos años. La reacción estatal desproporcionada (junto a al accionar de grupos de civiles armados denominados “colectivos”) frente a las diversas protestas dejaron un saldo de numerosos muertos, miles de detenciones arbitrarias, y denuncias de violaciones a los DDHH durante las detenciones, tales como prácticas de torturas, violaciones sexuales, y procesamiento de civiles en tribunales penales militares.

Tomemos como ejemplo el informe de la ONG “Foro Penal” para el periodo de protestas que va desde el 1 de abril al 31 de agosto de 2017. En el ámbito de esas protestas 136 personas perdieron la vida, 5431 fueron detenidas arbitrariamente, 726 civiles fueron procesados inconstitucionalmente en la jurisdicción penal militar, y 418 de ellos privados de libertad mediante sentencias de tribunales militares. Según esta misma organización, al 30 de noviembre de 2018 el número de presos políticos era de 288.

En lo que respecta a la libertad de expresión, diversos medios de comunicación se enfrentaron a la amenaza de cierre. En este sentido, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el año 2017 condenó el cierre de 50 medios por motivos relacionados a su línea editorial.

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Crisis humanitaria

 La crisis humanitaria que sufren los venezolanos y venezolanas se expresa en todos los indicadores. Con una hiperinflación que en 2018 alcanzó un alza interanual de más de un millón por ciento, un desabastecimiento de alimentos y medicinas, y la dependencia de gran parte de la población de la ayuda gubernamental a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción como sus caras más crudas. Tomemos algunos datos. Los boletines del Ministerio de Salud revelaron que en 2016 hubo un aumento del 30,1% de la mortalidad infantil con respecto al 2015; y en el caso de la mortalidad materna, el incremento fue del 65,8%. Según la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi) en el año 2017 la pobreza por nivel de ingreso llegaba al 87% de la población; y sobre 6.168 hogares de todo el país, el 64% de los encuestados tuvo una pérdida de peso en promedio de 11 kilos en ese año. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM), y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) revelaron que la cifra de migrantes y refugiados venezolanos alcanzó los tres millones.

La discusión sobre las razones del colapso económico puede requerir ríos de tinta. Quienes siguen apoyando a Nicolás Maduro hacen uso de una retórica inflada para acusar al “imperialismo” de haber desatado una “guerra económica”. Un análisis menos épico podría estar enfocado en la dependencia del rentismo petrolero del Estado venezolano y la necesidad de ahorrar recursos en tiempos de bonanza. Durante el mandato de Hugo Chavez, este disfrutó de un alto precio internacional del petróleo que le permitió hacerse de los recursos necesarios para encarar numerosos programas sociales que lograron bajar la pobreza y la marginalidad. Sin embargo, todo el mundo sabe que los precios en la industria petrolera son cíclicos, por lo que en tiempos de vacas gordas es mejor pensar en lo que vendrá cuando estas estén flacas. Estatizaciones y favores a la llamada “boliburguesía” (el lector sabrá por qué) sin criterio económico de eficiencia en la acción estatal y guiados por una búsqueda de poder, terminó destruyendo la capacidad productiva. Cuando el precio del petróleo cayó, la crisis llegó generando una reversión en los indicadores sociales, lo que evidencia que las mejoras habían sido superficiales y dependientes de los excedentes petroleros.

El problema ya no es únicamente el régimen político

Hoy en día nuestras comunidades políticas tienen forma de Estados los cuales, para ser exitosos, requieren tener capacidad de controlar el orden dentro de sus fronteras pero no por la pura violencia sino mediante la obediencia consentida de sus ciudadanos. Preferimos formar parte de un Estado y vivir bajo sus reglas en buena medida porque la convivencia nos trae beneficios que se traducen en la previsibilidad y la posibilidad de anticipar hasta cierto punto las formas en la que se darán los encuentros, intercambios y disputas “con el otro”. Por el contrario, en el “estado de naturaleza” donde no hay una autoridad común, la alerta, la amenaza y la desconfianza cuando nos relacionamos con “el otro”, adquiere más fuerza; y la posibilidad de pensar el largo plazo no existe ante el peligro permanente de que el vecino nos intente saquear y nos declare la guerra. Un determinado orden político, para ser legitimado, necesita en los cálculos de perjuicios y beneficios hacernos creer que los primeros serán menores que los segundos, y al mismo tiempo debe permitirnos ampliar el horizonte temporal. Ahora bien, cuando el Estado se ve incapaz de asegurar el cumplimiento de las reglas que regulan los intercambios y canalizan el conflicto, y peor aun, cuando se vuelve parte de una parcialidad que nos es amenazante, la posibilidad de lograr obediencia por medio del consentimiento se esfuma. La percepción de que quien controla el Estado nos ocasiona sistemáticamente más perjuicios hace que en nuestro cálculo de costos y beneficios la idea de que nos conviene cooperar con las autoridades se invierta.

En línea con lo anterior, la situación política en Venezuela está llegando a un punto donde surge una preocupación mayor a la cuestión del régimen político: la operatividad del Estado. El régimen entendido como las reglas para el acceso y ejercicio del poder ha dejado hace rato de ser democrático para tornarse autoritario. Pero el poder despótico no es sinónimo de poder estatal en términos de organización de las relaciones sociales. La violencia descontrolada que alcanzó en el 2018 una tasa de 81,4 homicidios por cada 100.000 habitantes, lo que da el numero de 23.047 muertes violentas según la ONG Observatorio Venezolano de Violencia, ponen en cuestionamiento la capacidad del Estado para garantizar el orden interno. A lo que se le suman los datos que vimos anteriormente de la crisis económica y social que parecen hoy el resultado de un enfrentamiento bélico.

Debido a la pérdida del apoyo popular que tuvo antaño, hoy el gobierno (fusionado con el Estado) se sostiene principalmente en las Fuerzas Armadas y el aparato represivo en su conjunto, lo que nos merece una reflexión. Si pensamos a la política como una actividad colectiva que surge en la necesidad de regular conflictos entre grupos por medio de la toma de decisiones vinculantes, fruto de la actuación e intervención en un ámbito público y compartido, la violencia instrumental se convierte en anti-política, ya que atenta contra cualquier noción de ámbito “común”. Siguiendo esta idea, la tentación a recurrir a la violencia y la fuerza de las armas surge de la pérdida de poder.

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¿Y ahora?

Hay hoy dos actores que se disputan la conducción del gobierno legítimo, por un lado Nicolás Maduro, y por el otro Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, y proclamado “Presidente encargado de Venezuela” el 23 de enero de 2019 acompañado por una marcha multitudinaria. Resulta difícil pensar la forma que adquiriría una salida frente a una dictadura que se ha encargado de cerrar los canales constitucionales a los sectores de la oposición y suspender en los hechos los derechos políticos de los ciudadanos. La transición en Venezuela no tendrá que ver únicamente con las reglas de juego democrático en el futuro, sino también con la reconstrucción de la economía, de la operatividad del estado, la desmilitarización del poder político, y el castigo a los responsables de las violaciones de DDHH. Y quizás lo más difícil: el posible limite que deba tener ese castigo. No va a haber una disposición del gobierno a abandonar el poder si en el horizonte lo único que se ve es la cárcel, más aún teniendo en cuenta que las Fuerzas Armadas, así como las máximas autoridades en la cúpula de poder están implicadas en una red institucionalizada de corrupción, violaciones de DDHH, acusaciones de narcotráfico, y otros delitos. La presión internacional es fundamental en la búsqueda de una salida pacífica, pero si no es acompañada por un incentivo a abandonar el poder que reduzca los costos, el riesgo es avanzar en una escalada de la represión y la violencia. En este sentido no parece haber hoy una actitud aperturista por parte del gobierno sino todo lo contrario. Otra hipótesis sería la de una fractura dentro de las Fuerzas Armadas, lo que podría por un lado forzar a Maduro a abandonar el poder, o por el otro el riesgo de precipitar el escenario más temido: un enfrentamiento armado. A esta altura, el rol de los militares se tornó fundamental a la hora de pensar en una transición. Así como también el juego geopolítico que gira alrededor de los intereses de peces gordos como EEUU, Rusia, y China.

Cada uno es libre de sacar sus propias conclusiones de la situación a la que llego el proceso venezolano. Cada uno carga con su conciencia y es dueño de su opinión, pero cuando se caen los ropajes democráticos, la desnudez del autoritario no da lugar a confusión. Pocas dudas pueden plantearse hoy sobre el carácter antidemocrático e ilegítimo del gobierno de Maduro. De lo que se trata, es de intentar una transición pacífica, con la menor cantidad de víctimas posible, donde los protagonistas sean los actores venezolanos y la comunidad internacional acompañe. Esta transición no sería el punto de llegada, si no el de partida para poder encarar los desafíos complejos a los que se deberá hacer frente en la reconstrucción del país con una sociedad absolutamente fracturada, lo cual no se soluciona solamente en una elección.

* El autor es estudiante de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires