La culpa también es del Fondo

Un recorrido por los artículos académicos de Martín Guzmán sobre acuerdos de reestructuración de deuda soberana con el FMI

Opinión | Por Francisco Siri |

El último acuerdo con el FMI ha sido uno de los principales temas de la agenda política del último tiempo, no solo porque está en curso la renegociación del acuerdo, lo que constituye un punto fundamental en la recuperación económica de la post pandemia, sino también por el debate generado alrededor de la judicialización del acuerdo, a partir del discurso de apertura de sesiones ordinarias de Alberto Fernández en marzo de este año. En medio de todo esto, fue el ministro quien dejó la contundente frase que lleva el título de esta nota, metiéndose de lleno en la discusión y sugiriendo la (co)responsabilidad del Fondo en la crisis financiera que sufre nuestro país.

Viajemos tres años hacia atrás: en mayo de 2018, en medio de la corrida cambiaria que implicó un salto del dólar de un 22% y una caída en las reservas internacionales de 6.500 millones de dólares en tan sólo una semana, el entonces mandatario Mauricio Macri anunciaba en conferencia de prensa que argentina volvería a pedir un préstamo al Fondo Monetario Internacional. En junio de ese mismo año el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, junto al presidente del BCRA, Federico Sturzenegger, anunciaron la confirmación de un acuerdo Stand By por un monto de 50.000 millones de dólares y lo hicieron, irónicamente, en el Centro Cultural Kirchner. Este tipo de acuerdos se caracterizan por ser préstamos de muy corto plazo a los países para poder hacer frente a problemas en la balanza de pagos.

El monto luego fue ampliado a 57.000 millones de dólares, una ampliación que vino de la mano con la flexibilización de otras condiciones; por ejemplo, la posibilidad de hacer uso de esos fondos que en principio solo tenían por destino el dar credibilidad. Aquí radica una de las curiosidades principales que dan lugar a una de las críticas más escuchadas sobre este acuerdo: que se trató de un préstamo con clara intencionalidad de apoyo político al partido gobernante para poder ganar las elecciones; es decir, que tuvo fines electorales. Esto se debe a que se trató ni más ni ni menos que del préstamo más grande de la historia del organismo hacia un país deudor. Sumado a esto, los plazos en los que se pactaron los desembolsos ayudan a creer esta teoría, dado que el 88% de los fondos estaban destinados a hacerse en el lapso de tan sólo 16 meses, todo antes de que termine la gestión del gobierno de Cambiemos, e incluso un 77% de de aquellos fueron desembolsados previo a las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO), momento en que los desembolsos terminaron congelándose y parando el acuerdo, debido al cambio de mandato que parecía ya definido y a la corrida cambiaria del famoso lunes post-paso, día que muchos dirigentes afines a alianza Juntos por el Cambio, incluso el propio Mauricio Macri, utilizan como justificativo de que habría sido la victoria del Frente de Todos la que generó la desconfianza en los mercados y terminó provocando la crisis de deuda.

Mas allá de las consideraciones sobre las expectativas del mercado, la euforia previa y la desconfianza que puede haber generado la corrida de agosto de 2019, es necesario remarcar que el gobierno argentino le tocó la puerta al prestamista de última instancia -el FMI- 15 meses antes de las PASO: los problemas en el frente externo ya se habían materializado mucho tiempo antes y el acceso a los mercados se había agotado ya un año atrás.

Los papers (premonitorios) de Martín Guzmán

¿Cuáles son los motivos por los que el actual ministro asegura la (co)responsabilidad del Fondo en la actual crisis argentina? Para entenderlos es necesario hacer un breve racconto de su carrera académica, donde uno de sus temas principales de investigación refiere a la deuda externa de los países y al análisis de su sostenibilidad. Esta postura de Guzmán no es nueva; es algo que ha venido desarrollando en sus trabajos académicos desde mucho antes de llegar al Palacio de Hacienda. Ha sido muy crítico en reiteradas oportunidades, tanto en el ámbito académico como a la hora de responder entrevistas a los medios, sobre los análisis de sostenibilidad de deuda que realiza el organismo multilateral de créditos y las consecuentes políticas económicas que induce a los países deudores que se encuentran con problemas de financiamiento y potenciales crisis de deuda. De esta forma, a partir de los planteos que viene desarrollando en sus trabajos desde hace varios años pueden entenderse los motivos por los que falló el programa económico diseñado en conjunto por el gobierno argentino y el FMI en 2018, resultando muchas de sus críticas premonitorias de lo que serían los resultados del acuerdo.

El punto central de los planteos académicos que hace tiempo viene desarrollando Guzmán es que los créditos del FMI, en conjunto con los programas económicos que se diseñan para reencauzar a los países que sufren de un estrés financiero en un sendero de deuda sostenible y crecimiento económico, son contraproducentes para lograr estos objetivos y, en parte, esto se basa en que el organismo tiene una tendencia a equivocar las predicciones sobre el comportamiento que tendrán las economías de los países en el futuro. A esto se suma una errónea definición de sostenibilidad de deuda por parte del Fondo y, por último, el diseño de programas económicos que contradicen a la propia teoría económica. El ministro muestra evidencia publicada por el propio Fondo Monetario Internacional para demostrar por qué estas políticas resultan contraproducentes para los países deudores.  

En cuanto la persistencia de errores de predicción, Guzmán ha encontrado evidencia de que el organismo sobreestima regularmente el nivel de actividad de la economía de los países deudores (ver gráfico 1). Esto es muy nocivo para los estados que recurren a él ya con problemas en el frente externo en búsqueda de un rescate financiero, contribuyendo a lo que define como el síndrome “too little, too late” (muy chico, muy tarde): se sobreestima la capacidad de repago que tendrán estos países porque se prevé que la economía tendrá niveles de crecimiento muy ambiciosos. Además, al sobreestimar el rendimiento futuro que tendrán las economías de los países, se subestima el peso de la deuda sobre el nivel de producto, generando una falsa percepción de sostenibilidad. El resultado es que se termina reconociendo demasiado tarde la necesidad de reestructurar los vencimientos de los pasivos y, en caso de reconocer esta necesidad, se reestructura una parte menor a la que es realmente necesaria (muy chico, muy tarde).

Gráfico: elaboración propia en base a datos de INDEC y del FMI
Gráfico: elaboración propia en base a datos de INDEC y del FMI

En el gráfico se observa que para el período en cuestión, los informes WEO (Perspectivas de la Economía Mundial, por sus siglas en inglés) del FMI han sobreestimado el nivel de actividad de la economía argentina durante los últimos años. Estas estimaciones optimistas realizadas por el organismo van en línea con los números esperados por el gobierno en su momento y con las expectativas de los mercados internacionales en general. Esto ha contribuido al síndrome «muy chico, muy tarde», desarrollado previamente. Se creía que Argentina podría hacer frente a sus vencimientos futuros y que los niveles de deuda/PBI se mantendrían en niveles estables aumentando el financiamiento. Mientras los economistas más críticos advertían de lo peligroso que podría resultar el esquema vigente desde fines de 2015, las proyecciones de crecimiento le aseguraban al gobierno estabilidad en el frente externo y condiciones de sostenibilidad de los pasivos. De esta forma, no había motivos de preocupaciones que llevaran a diseñar cambios en el esquema económico, ni mucho menos a pensar en una reestructuración. Incluso en los momentos donde se materializaban las recesiones se pronosticaban caídas del producto menores y/o recuperaciones más veloces.  

En cuanto al diseño de los programas económicos, el ministro ha sostenido que los países deudores que recurren al organismo terminan cayendo en lo que llama “the austerity trap” (la trampa de la austeridad). Los países recurren a este prestamista de última instancia en busca de un salvataje financiero que les permita resolver urgencias en el frente externo para reencauzarse en un sendero sostenible de deuda pública, lograr estabilidad y volver a la senda del crecimiento económico. Las políticas que el Fondo diseña en consecuencia e induce a los países deudores a adoptar se vuelven contraproducentes para la propia sostenibilidad de la deuda y el crecimiento económico. Esto surge en primer lugar de la definición de sostenibilidad a la que adhiere el organismo, que se focaliza excesivamente en el resultado primario del gobierno (es decir, la reducción del déficit sin tener en cuenta el peso de los intereses de deuda). La consecuencia de esto es que se diseña un programa económico focalizado en el recorte del gasto público para tender rápidamente al superávit primario asegurando la capacidad de repago. Pero este tipo de programas ignoran a la propia teoría económica y a la evidencia encontrada por el propio Fondo acerca de la existencia de los llamados multiplicadores fiscales, que implican que un recorte del gasto del Estado tiene fuertes efectos contractivos sobre el nivel de actividad económica. De esta forma, el recorte del gasto lleva a una caída en la actividad económica, que tiene efectos directos sobre los niveles de recaudación del Estado nacional. Los ingresos fiscales se ven lesionados y así el recorte del gasto necesario para lograr el tan deseado superávit primario es cada vez más grande, cayendo en un espiral contractivo. Una dinámica que, al final del día, termina afectando la capacidad de repago del país deudor. Esto es, palabras más, palabras menos, lo que Guzmán denomina la trampa de la austeridad.

Aquí es donde el actual ministro critica con mayor dureza al fondo, citando un trabajo académico publicado por el propio FMI. Irónicamente, el Departamento de Investigaciones del organismo publicó un estudio que encuentra evidencia sobre la presencia de los denominados multiplicadores fiscales y que estos se acentúan en épocas recesivas. Al diseñar e inducir este tipo de políticas a los países deudores que se encuentran con problemas en sus economías, el Fondo ignora la evidencia encontrada por el mismo organismo que muestra que en épocas recesivas los multiplicadores fiscales se acentúan, generando que el recorte del gasto del gobierno genere fuertes efectos contractivos sobre la economía, profundizando la crisis y generando una contracción de la actividad económica aún mayor.

Con estos desarrollos académicos del actual ministro, que resultaron ser premonitorios en muchos aspectos, puede entenderse, en parte, lo sucedido en la economía argentina luego del 2018 y a partir del acuerdo con el FMI. El programa diseñado entre el Fondo y el gobierno contemplaba acelerar fuertemente los tiempos en los que se convergería al equilibrio fiscal, intentando alcanzar para fines de 2019 un déficit 0 y un superávit para 2020 y 2021. Pero más aún, el programa contemplaba no sólo una política fiscal fuertemente contractiva, sino también una política monetaria contractiva que procuraba retirar pesos de la economía, materializándose a través en una fuerte absorción monetaria en conjunto con la emisión cero. Desde entonces, Martín Guzmán ha sido crítico con el programa diseñado para nuestro país, declarando en plena crisis de 2018 que el 2019 tampoco sería un buen año para la economía argentina por los efectos contractivos sobre el nivel de actividad del programa anunciado, ante la sorpresa de los panelistas de Todo Noticias.

A partir de esta conjunción de una errónea concepción de la sostenibilidad, un mal diagnóstico y, en consecuencia, un diseño de políticas que le da la espalda a la evidencia económica y termina siendo contraproducente para los propios objetivos del programa, surge la contrapropuesta del actual ministro de priorizar el fortalecimiento del crecimiento económico como pilar fundamental del programa a diseñar. Reencauzar a los países en crisis en un sendero de crecimiento económico debe ser la prioridad para generar sostenibilidad. Esto implica un cambio en su concepción, reorientando el foco del resultado primario del gobierno hacia el crecimiento económico. Esto no significa que debamos ignorar que el equilibrio fiscal y el equilibrio macro no sean fundamentales en el largo plazo, pero es necesario en épocas recesivas orientar el programa económico hacia la recuperación y el crecimiento, lo que implica un esfuerzo fiscal para evitar lastimar aún más a la economía. Y es esto mismo lo que Martín Guzmán ha sostenido desde que llegó al ministerio de Economía: solo creciendo se podrá reencauzar al país en un sendero de sostenibilidad. Esta fue la base de la renegociación con los acreedores privados en 2020: Argentina debe crecer para poder pagar. De ahí que se haya buscado el alivio de la carga de la deuda, así como los años de gracia sin vencimientos logrados en la renegociación. Reducir parte del capital y de los intereses a devolver y despejar los plazos de vencimientos permitirá al país reorientar recursos que inicialmente debía destinar al pago de servicios de deuda, destinándolos ahora a estimular la actividad económica desde el sector público para, de esta forma, subirse al sendero del crecimiento y, así, poder pagar también sus obligaciones crediticias.

No hace falta mucha explicación para entender por qué se acusa de fracaso al programa económico diseñado en conjunto por el Fondo, al mando de Christine Lagarde, y el Gobierno, representado por el entonces ministro Nicolás Dujovne. Con mirar los números de la economía argentina en 2018 y 2019 alcanza. Entre 2018 y 2019 la economía acumuló una caída de alrededor del 4,60% del Producto Interno Bruto. La inflación en diciembre de 2019 alcanzó el 53,7% respecto a diciembre de 2018, siendo la más alta en casi tres décadas, superando el récord establecido por el mismo gobierno en 2018, cuando la inflación acumulada fue de aproximadamente el 47,6%. En cuanto a los niveles de endeudamiento y su sostenibilidad, se registra que creció el stock nominal de deuda, pero fundamentalmente su peso relativo al PIB, alcanzando el 90,2%, magnitudes que habían sido del orden del 52,6% en 2015 y del 56,5% en 2017. El anuncio de que la deuda argentina era insostenible y el comienzo de un proceso de reestructuración se explican no solo por el tamaño que alcanzó para fines de 2019, sino también en el cambio de composición que implicó el crecimiento del endeudamiento argentino. Perdió participación en el stock de deuda la que es intra-sector público y en pesos, lo que implica mayor facilidad de pagos, y aumentó considerablemente la deuda con privados y organismos multilaterales, lo que implica menor flexibilidad respecto a los vencimientos y las renegociaciones. Además, aumentó el peso relativo de la deuda en dólares, lo que es agravado por la gran volatilidad que había tenido el tipo de cambio respecto al dólar durante los últimos años. De esta forma, está claro que el programa diseñado con los objetivos de lograr estabilidad, crecimiento económico y generar las condiciones para reubicar al país en un sendero de endeudamiento sostenible falló en todas las aristas.

Martín Guzman y Kristalina Georgieva. FOTO: imagen publicada originalmente por el portal Infobae.

¿Cuál es el contexto en el que se da hoy la renegociación de la deuda?

Las cosas han cambiado mucho respecto de la situación de fines de 2019, cuando se anunció que empezaba el proceso de renegociación de la deuda externa argentina, que comenzó con los acreedores privados en 2020 y continúa ahora en 2021 con el FMI y luego con otros organismos multilaterales como el Club de París. No es menor el cambio en la economía mundial que implicó la pandemia del Covid-19. Uno de los puntos centrales de esta nueva crisis mundial es que implicó la necesidad de los estados de salir a aplicar tanto políticas fiscales como monetarias de carácter expansivo, para intentar paliar la crisis e incentivar una recuperación más rápida. En este contexto es que el FMI entiende que es una necesidad de los estados desviarse de sus programas anteriores para salir a gastar. La misma directora del FMI lo ha declarado públicamente, incentivando a los países a expandir el gasto gubernamental. Muchos han sido bien osados al declarar el 2020 como el año donde “murieron las teorías de austeridad”, pero habrá que ser cautos y ver como continuará con la vuelta a la normalidad (si es que la hay).

Otra diferencia del contexto actual con el del 2019, además del cambio de paradigma mundial que trajo la crisis, es que cambió la dirección del organismo. La famosa Christine Lagarde del “espero que nos enamoremos de Christine” ha salido para desembarcar en el Banco Central Europeo. Párrafo aparte para la política monetaria ultraexpansiva que bien se encuentra realizando el BCE en tiempos de crisis, logrando una enorme inyección de liquidez, en contraposición a las políticas de austeridad fiscal y contracción monetaria que diseñó la misma directora durante la recesión económica de 2018 en Argentina. Cambios de paradigma que implicó la crisis mundial que aún atravesamos.

Lagarde ha sido reemplazada por Kristalina Gueorgieva, una economista búlgara que creció bajo un régimen comunista, formada en el instituto de Karl Marx y, además, es la primera directora del organismo proveniente de un país emergente. Kristalina ha apoyado desde las primeras declaraciones de Guzmán como ministro la necesidad de Argentina de reestructurar su deuda externa, logrando una quita y un período de gracia en pos de que Argentina pueda priorizar políticas que le permitan salir de la recesión y volver a un sendero de crecimiento económico. En este contexto, el apoyo de Georgieva ha sido tan contundente que incluso ha estado presente en el evento donde se congregaron Guzmán y el Papa en El Vaticano, donde el papa ha declarado en claro apoyo a la Argentina: “Las deudas no se pueden pagar con sacrificios insoportables” y ha llamado a lograr la sostenibilidad en el largo plazo instando a una reestructuración. El discurso parece coincidir con los planteos de Guzmán, y la presencia de Kristalina le ha dado fuerte entidad y un apoyo internacional al ministro y al Gobierno argentino en el proceso de reestructuración. Además, Guzmán ha recibido apoyo público tanto de la directora Kristalina como del propio FMI en comunicados y declaraciones públicas en las diferentes ofertas presentadas por el ministro a los tenedores privados. Lo mismo ha sucedido cuando se logró el acuerdo.

Estos cambios en lo referido al nuevo contexto de la economía mundial que ha redefinido las prioridades de la economía de los países, junto con el cambio de dirección del organismo con quien Guzmán parece haber logrado muchos puntos de entendimiento, resultan optimistas en cuanto a las posibilidades del ministro de lograr un nuevo programa con el Fondo que deje atrás las ideas que él tanto viene criticando y que atienda los pedidos que viene realizando desde sus escritos académicos y que mantiene hoy al frente del ministerio de economía. En esta línea resulta muy positiva la llegada a la Secretaría del Tesoro de los Estados Unidos (quien tiene poder de veto en el FMI y por eso es fundamental su postura) de Yanet Jellen, quien ha tenido acercamientos académicos y profesionales con Guzmán y, desde su llegada al Tesoro, ha puesto énfasis en la necesidad de apoyar los esfuerzos fiscales extraordinarios mientras continúe la pandemia. Es la misma Jellen quien, en esta línea, ha llamado a una nueva emisión de los Derechos Especiales de Giro (DEG) del FMI en conjunto con la reasignación de los DEG excedentes hacia los países de bajos ingresos, medida aprobada por el G-20 y que otorgará liquidez y solvencia a los países para afrontar gastos extraordinarios, acumular reservas y generar estabilidad macroeconómica.

Por eso es que el ministro ha declarado haber logrado un entendimiento de lo que Argentina necesita para superar esta crisis y volver a crecer, y lo que eso implica en el marco del nuevo acuerdo con el FMI. Sin embargo, como contracara de todo esto, la poca flexibilidad de los lineamientos internos del Fondo en lo referido a las estructuras de los distintos tipos de programas que ofrece a los países es un punto que juega en contra a la hora de lograr quitas de capital o períodos de gracia. Lo fundamental en este contexto es lograr extender los plazos, pasando de un acuerdo de muy corto plazo a un acuerdo que permita pagar en 10 años o más,según las últimas noticias sobre el acuerdo en cuestión. Pero estos programas de más largo plazo del Fondo incluyen fuertes condicionalidades basadas principalmente en reformas laborales, previsionales y tributarias que van en el sentido de lograr una mayor flexibilización en la economía y un ajuste fiscal. Aquí es donde tal vez se encuentra la mayor restricción para lograr un nuevo acuerdo que permita extender los plazos del repago de la deuda contraída. La resistencia de gran parte de la sociedad a reformas de este tipo en los últimos años, representada además en gran medida por los distintos partidos y sectores que componen la coalición oficialista, es un gran escollo para lograr un acuerdo de este tipo y mas aún en año electoral. Por esto es que se espera que el acuerdo no sea acelerado en estos meses próximos sino que se cierre luego de las elecciones de medio término de 2021.

*El autor es Licenciado en Ciencias Económicas (UNLP).

FOTO PRINCIPAL: la imagen principal fue publicada originalmente por el diario Clarín.

La justicia que queremos (y no supimos) conseguir

Reflexiones en torno al proyecto de reforma judicial

Opinión | Por Agustina Alvarez Di Mauro y Santiago Amilcar Travaglio* |

Una de las principales críticas hacia los sistemas judiciales recae en la falta de legitimidad y confianza que inspira en la ciudadanía. En este aspecto, nuestro Poder Judicial ha tocado fondo a tal punto que en las causas de mayor interés social (como las de “corrupción”), cualquiera sea la decisión que se tome durante el proceso será objeto de escarnio público y desconfianza, aún sin conocer los hechos ni las pruebas (y probablemente tampoco las sentencias).

Esto no es casual, sino que encuentra diversas razones: las decisiones mutan conforme el calendario electoral; los problemas sociales más importantes y los procesos de reforma quedan en manos de unos pocos (habitualmente varones cisgénero de estratos socioeconómicos altos); un gran caudal de tareas judiciales permanecen ocultas y la posibilidad de acceder a sentencias y/o audiencias (a pesar de ser públicas) es relativamente baja; la burocracia embiste a sus miembros como una casta social superior; entre otras.

Si bien podríamos afirmar que es necesario y debe reformarse el Poder Judicial, ello nos conduce a hacernos algunas preguntas: ¿quiénes deberían participar del debate sobre la reforma? ¿A quiénes afecta la decisión final? ¿En qué influye que las discusiones recaigan sobre el “sistema penal”? ¿Podemos pensar en más y mejores herramientas para conseguir la Justicia que queremos? Para responder estos cuestionamientos, primero debemos afirmar dos cosas: el debate debe ser político y de todxs.

Todo debate es político

Es necesario desterrar un mito que hace creer a la ciudadanía que este debate no debería ser político porque ¿cómo va a ingresar un céntimo de “política” en el poder más rígido y distanciado de las “pasiones”?

Creemos que estigmatizar a «la política” es erróneo y profundamente negativo: allí en donde ocultamos nuestros ideales y los disfrazamos de falsos objetivismos ciegos, perdemos la honestidad y capacidad latente de sentarnos en una mesa, mirarnos a los ojos, exponer nuestros pensamientos y escuchar al resto, predispuestxs a repensarnos a nosotrxs mismxs. Los debates políticos son esenciales para resignificar ciertos campos, a fin de progresar hacia sociedades más justas y equitativas.

Bajo el clásico binarismo “judicializar la política” y “politizar la justicia” se esconde la extraña idea de concebir a lxs actorxs judiciales como entes apolíticxs y desprovistxs de subjetividades. No hablamos de seres inefables que caen del cielo y mágicamente resuelven controversias como si fuese Siri cuando le pedís el clima. Así como la falta de yerba para el mate nos puede arruinar la mañana, las comidas diarias de lxs juecxs explican las variaciones en las condenas o absoluciones (1).

Más allá de la ironía, a priori esto nos dice que: i) la Justicia Penal forma parte de la estructura política de un sistema específico (2); ii) no debemos temerle al acto de expresar nuestras convicciones y que lxs otrxs puedan exponer las suyas; iii) los intereses, sesgos y raptos de irracionalidad “no son patrimonio exclusivo de ningún grupo” (3) y; iv) para mejores resultados, quien decide debe encontrarse con la “panza llena”.

El debate debe ser de todos, todas y todxs

Superemos otro mito que se instaló exitosamente, en parte, gracias a los sectores más conservadores de la academia jurídica: el derecho penal debe ser sustraído de la discusión de las masas porque tienen una marcada tendencia punitivista.

El llamado “elitismo penal” afirma que las decisiones deben estar en manos de un grupo selecto capaz de decidir en virtud de los intereses del resto. Nos hace creer que existen ámbitos de entendimiento que escapan de la racionalidad de lxs ciudadanxs; que lxs protagonistas del conflicto no pueden resolverlo solxs o; que al ser el derecho penal un asunto que despierta pasiones punitivistas, el mismo debe ser sustraído de la participación ciudadana para dejarlo en manos de expertxs.

Pero, pensemos: si de reformas judiciales se trata, ¿el debate debería quedar en manos de “grupos selectos”? En la cocina del proyecto de reforma judicial federal, el Consejo estaba integrado únicamente por profesionales del derecho. Asimismo, el último proyecto para reformar el código penal estaba conformado por miembrxs del Poder Judicial o abogadxs.

¿El derecho en general, y el derecho penal en particular, solo es cosa de juristas? ¿A quiénes afectan verdaderamente las reformas?

Las sociedades son cada vez más desiguales, las implicancias que fenómenos inesperados ocasionan en la calidad de vida de las personas es desesperante (4) y el acceso al sistema judicial se ve permeado por distintos condicionamientos de género, situación económica, social, cultural, étnica, educativa, entre otras. El estancamiento en la disminución de la delincuencia juvenil (5) y las incapacidades para abordar las violencias contra los géneros (6) son algunas de las consecuencias sumamente lesivas y evitables de las ineficacias para repensar y establecer nuevos sistemas de justicia.

Ya desterrados los mitos, si la Justicia Penal es una institución política dentro de un sistema (desigual, opresivo y violento), deberíamos preguntarnos entonces qué sistema (y con quiénes) queremos para construir desde allí mejores mecanismos de administración.

Concepciones para la Justicia que queremos (y necesitamos)

Creemos que el valor intrínseco de la democracia se expresa en la necesidad constante de discutir, reflexionar y arribar a ciertos acuerdos sobre cómo pensamos nuestros derechos y resolvemos nuestros conflictos.

Todas las personas poseemos una racionalidad limitada, opiniones diversas sobre hechos del mundo, preferencias e imperfecciones. Sobre esta base, pensamos un viraje en los procesos de reforma y metodologías de administración de justicia como un triángulo de tres caracteres: deliberativo, inclusivo y de cuidados.

1) Justicia penal deliberativa

Por lo menos tres criterios deben estar presentes en toda institución deliberativa: a) la intervención en el debate de quienes puedan encontrarse potencialmente implicadxs por la decisión a tomar; b) la publicidad de las discusiones para permitir la conformación de la voluntad de tercerxs y; c) la igualdad material, específicamente en lo que respecta a la posibilidad de influir en las decisiones (garantizando un acceso equitativo a los bienes culturales necesarios para desarrollar los argumentos en su beneficio).

Aunque los debates con mayor presencia y pluralidad de voces no nos garantizan la “mejor” decisión, pareciera que bajo estos presupuestos estamos más cerca de lograrla y, en sociedades de iguales, no habría mejor proceder para determinar cómo vivir colectivamente. Recordando que nuestra sociedad está plagada de desigualdades estructurales, el rol del Estado al momento de promover y garantizar la deliberación deberá ser mucho más fuerte y necesario.

Por estas razones consideramos que, en el ámbito judicial, toda herramienta de tinte deliberativa al menos merece ser discutida. Por el contrario, toda reforma que se haga llamar novedosa pero se limite a mantener el status quo (por ejemplo, creando únicamente más juzgados en vez de mayor participación ciudadana) es inconsistente, reproduce el poder y lo distribuye en manos de unos pocos pero con otros nombres.

¿Cómo construir una Justicia penal deliberativa? Hace dos siglos un instituto constitucionalmente reconocido recoge estos ideales y los concreta en una realidad: el juicio por juradxs. Bajo esta modalidad: a) en los debates sobre la culpabilidad de lxs ciudadanxs intervienen sus pares claramente implicadxs; b) el sistema garantiza mayor publicidad y; c) la igualdad descansará en que cada opinión de lxs juradxs vale lo mismo, al tener que deliberar y llegar a acuerdos hasta alcanzar la unanimidad.

Asimismo, este sistema garantiza una mayor imparcialidad porque lxs juzgadorxs son conciudadanxs cuya participación es accidental, obliga al debate de opiniones igualmente relevantes (sin arreglos entre poderosxs o imposiciones) otorgando así decisiones más legítimas (dado que únicamente se puede condenar cuando doce personas estén de acuerdo), y permite a las partes garantizarse plenamente la imparcialidad de su juzgador mediante la audiencia de voir dire (7).

Es hora de cambiar el orden lógico y preguntarse efusivamente: si la Constitución Nacional prevé al juicio por juradxs como un derecho de la sociedad (art. 24), una garantía del imputadx (arts. 18 y 33) y un modo de organización del poder estatal (art. 118), ¿por qué quienes creemos que debe instaurarse somos lxs que debemos fundamentarlo? ¿Qué han hecho quienes integran la burocracia judicial como para justificar el desconocimiento constante de tales exigencias constitucionales?

2) Justicia penal inclusiva

En el Poder Judicial, verticalista y de tinte jerarquizado, se impone un grado de subordinación entre sus integrantes, a diferencia de los modelos horizontales y democráticos a los que debiera aspirar (8).

La consecuencia directa de su organización actual es evidente: el sistema tiende a cerrarse, evitando el ingreso de personas en igualdad de oportunidades y ocasionando una reproducción incesante de empleadxs “nombradxs a dedo”. Mientras, lxs “ciudadanxs comunes” relegan la idea de ingresar porque saben que no poseen “contactos”.

Ya hablamos de Duff, un reconocido académico escocés que se cuestionaba: si el derecho penal es una institución política y pretendemos vivir en democracia, entonces: ¿a quién le pertenece esa institución? Su respuesta es simple: el derecho penal es (o debería ser) nuestro derecho como ciudadanxs.

Con esto en mente, además del debate sobre la responsabilidad penal (juradxs), los procesos de reforma y participación administrativa deben ser de todxs nosotrxs, en especial de lxs más desfavorecidxs. ¿Qué respuestas les damos a estos grupos si en las mesas u oficinas no están representados?

La última reforma tenía un Consejo paritario en género, pero seguía desconociendo otras identidades o grupos sociales no hegemónicos. El último proyecto de código penal (2018) tenía 12 integrantes y sólo 3 eran mujeres. En ninguno de estos debates y, al parecer seguiremos así a futuro, existe una representación de los distintos feminismos, de ciudadanxs ajenxs al derecho, grupos representantes de los pueblos originarios, integrantes del colectivo LGBTIQ+, entre otrxs.

Lo mismo sucede con el ingreso al sistema judicial: si bien se sancionó en 2013 la ley nº 26.861 que reglamentó el ingreso democrático, la CSJN (arrogándose facultades para operativizarla mediante la acordada 26/13) manifestó que a tal fin “invitaría a conformar una comisión intrapoderes”. Como el helado de pollo, eso nunca existió.

La justicia que queremos requiere de una perspectiva no sólo democrática sino también de género. Puede celebrarse que el proyecto actual fije el acceso paritario a los cargos creados (art. 68). Sin embargo, nada de lo que sucedió hasta ahora nos permite confiar en que el status quo se modificará. Tampoco parece suficiente para contar con la presencia del resto de los grupos sistemáticamente excluidos y desaventajados.

En este sentido, existen propuestas feministas que permitirían dar mejores resultados para una justicia emparentada con las personas sobre las que actúa, posibilitando el ingreso de miradas diversas que rompan con la lógica imperante (no solo respecto del género, sino además condición cultural, económica o étnica), por ejemplo, a través de la implementación de cupos o buscando mayor publicidad de rostros y decisiones que se toman en los tribunales (9). ¿No es extraño que gran parte de la ciudadanía no conozca a casi ningún/a juez/a?

3) Justicia penal de cuidados

Como expresa Lorenzo, nuestro sistema judicial está pensando para atender las necesidades patrimoniales de varones cis, blancos y propietarios (10), indiferente a las problemáticas sociales, las personas que intervienen o sus condicionamientos e intentando aplicar soluciones matemáticas a una ciudadanía compleja, conflictuada y atravesada por sinfín de vulnerabilidades.

Frente a esta realidad, se observa la necesidad de mutar la lógica de mercado por una mayormente vinculada con los cuidados. Se trata simplemente de “cuidar a las personas que concurren a un proceso”, brindándoles la mejor atención posible, procurando obtener una respuesta que no las obligue a recurrir nuevamente al sistema y buscando la comprensión de las respuestas brindadas (11).

Se incorpora un “sentido de humanidad”, quitando el foco de las soluciones aisladas y centralizando la atención en las personas. No son pocos los casos en los que culmina ingresando al sistema una familia en situación de vulnerabilidad o mujeres y diversidades viviendo en contextos de violencias, que no ven realmente satisfecho su reclamo con la aplicación del castigo estatal o mediante el dictado de prohibiciones de acercamiento.

Una reforma judicial feminista implica también repensar las lógicas del castigo, como dice Luciana Sánchez, desde una perspectiva antipunitivista y afirmando que las desigualdades y opresiones contra los géneros no son un fenómeno particular, sino que están especialmente vinculadas con otras dinámicas sociales de circulación de la violencia, en especial la institucional (12).

Estas perspectivas nos permitirían alcanzar transformaciones estructurales en la organización judicial, que sean consonantes con las exigencias de las sociedades contemporáneas. Eso necesitamos, eso exigimos hace mucho tiempo.

Reflexiones finales

El Poder Judicial requiere cambios profundos, con mirada interdisciplinaria y la participación en las mesas de debate de todas las personas que conforman nuestra sociedad, al menos como ideal regulativo. Asumiendo que estamos ante debates puramente políticos y que nos afectan a todxs, las reformas judiciales (y especialmente las que atañen al ejercicio del poder punitivo) deben ser sometidas a un debate público robusto.

Las leyes penales no afectan (únicamente) a operadores judiciales o especialistas en derecho sino a toda la ciudadanía. Nadie está exento de ser sometido a reproches penales por las conductas que ponemos en práctica, y más aún en sociedades marcadas por la desigualdad estructural y la opresión.

Quizá no sea con esta reforma, quizá no todo se arregle (solo) mediante leyes, pero en buena hora estamos empezando a cuestionar nuestro sistema de administración de justicia, muchas veces patriarcal e impotente para responder a los reclamos que poseen los sectores más desaventajados.

Nunca es tarde para cambiar el rumbo, escuchar a quienes no piensan como nosotrxs y emprender un verdadero proceso de cambio, receptivo de los problemas más profundos que tenemos como sociedad. Quizá, de este modo, tendremos la justicia que queremos conseguir.

*Lxs autorxs son estudiantes de Abogacía en la Universidad de Buenos Aires.

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[1] Valerio, M. (2011); “¿Qué ha desayunado el señor juez?”, El Mundo, disponible en: https://www.elmundo.es/elmundosalud/2011/04/12/neurociencia/1302588313.html).

[2] Duff, A., Sobre el castigo: por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2015, pp. 29-30.

[3] Gargarella, R., Castigar al prójimo: por una refundación democrática del derecho penal, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2016, pp. 74-75.

[4] En sus últimos informes la CEPAL afirma que a causa del COVID-19 actualmente el 37,3% de la población latinoamericana es pobre: https://www.cepal.org/es/publicaciones/45782-enfrentar-efectos-cada-vez-mayores-covid-19-reactivacion-igualdad-nuevas.

[5] No ha disminuído la cantidad de NNyA privados de libertad en CABA (ver https://www.ppn.gov.ar/index.php/estadisticas/boletines-estadisticos/2970-reporte-estadistico-ppn-n-10).

[6] Angriman, G., “Poderes judiciales, igualdad sustancial y género”, en Bailone, M., Risso, G. (dir.), Poder Judicial y Estado de Derecho, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2019, pp. 196 y ss.

[7] Aquí las partes podrán interrogar a aquellas personas previamente seleccionadas por el Estado a fin de obtener la información necesaria para plantear posibles recusaciones.

[8] Risso, G., “Propuestas para un poder judicial democratizado. Análisis Constitucional” en Bailone, M., Risso, G. (dir.), ob. cit., p. 116.

[9] Lorenzo, L., Visiones acerca de las justicias: litigación y gestión para el acceso, Ed. del Sur, Buenos Aires, 2020, pp. 434-435.

[10] Ibid., p. 36.

[11] Ibid., pp. 425-426.

[12] Ver: http://revistaanfibia.com/ensayo/seguiremos-cuarto-propio/.

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Cuánto, cómo y con quién: reflexiones sobre la deuda pública argentina

Algunas reflexiones en torno a la deuda pública argentina, haciendo hincapié en sus montos, la moneda y los acreedores

Opinión | Por Gerónimo Mariani* |

En estas últimas semanas, a partir del anuncio de la decisión de judicializar el préstamo con el Fondo Monetario Internacional que hizo el presidente en la apertura de sesiones legislativas, volvió a abrirse el debate en torno a la deuda pública contraída por la gestión de Cambiemos y resurgió una clásica grieta en torno a esta decisión de política económica. Sin pretensiones de sentar posición en torno al último préstamo otorgado por el FMI en 2018, intentaremos ordenar algunas ideas y conceptos asociados a la deuda pública que nos permitan tener un panorama más claro a la hora de sumergirnos en el debate.

Primero lo primero: ¿qué es la deuda? ¿Y ´por qué existe?

Para empezar, señalemos que cuando los Estados gastan sostenidamente más de lo que ingresan se genera una brecha conocida como déficit público. El déficit necesita financiarse; es decir, necesita resolverse de alguna forma. De este modo, existen dos formas de financiar un déficit: la emisión monetaria o la deuda pública. Cada una de estas formas de financiamiento conduce a resultados diferentes en términos del impacto que tienen sobre las variables macroeconómicas. La decisión de elegir alguna de ellas no es trivial y corresponde a cuestiones de coyuntura, tanto económicas como políticas, y a limitaciones propias de cada país.

Financiarse con emisión monetaria implica que el Banco Central emita dinero y se lo preste al Tesoro Nacional a cambio de bonos, generándose un endeudamiento intra-sector público. A largo plazo, esta situación es insostenible y termina por disparar la tasa de inflación. La otra forma de financiamiento es la emisión de deuda al sector privado, que devenga intereses que se acumulan en el déficit financiero del gobierno.

Cuando se habla de deuda pública se hace referencia a la deuda interna y externa.  La deuda pública bruta refiere a la deuda del sector público con el sector privado, con organismos multilaterales de crédito y con el mismo sector público, mientras que la deuda pública neta no considera la deuda intra-sector público. En contrapartida, cuando un Estado quiere cancelar deudas que ya viene arrastrando, la única manera genuina que tiene de hacerlo es a través de la generación de un superávit fiscal. La opción restante, en rigor, es cancelar deudas aumentando la tasa de inflación, pero esto implica endeudarse con el Banco Central.

Esto queda más claro cuando se analiza la restricción presupuestaria del sector público:

〖Tax〗_t + ∆M_t + ∆B_t = rB_(t-1) + G_t    (1)

*El subíndice t implica que hablamos del presente, mientras que en t-1 estamos hablando del pasado.
*El símbolo delta (∆) hace referencia a la variación. Es decir, ∆M_t=M_t-M_(t-1)

En esta primera ecuación observamos que el lado izquierdo de la igualdad representa las fuentes del Gobierno. El Gobierno nacional puede recaudar impuestos (〖Tax〗_t) , aumentar la base monetaria (∆M_t)  y contraer nueva deuda (∆B_t). El lado derecho de la igualdad representa los usos que el gobierno hará de sus fuentes: repagar deuda acumulada teniendo en cuenta el interés (rB_(t-1))  y canalizarlo vía gasto público (G_t)

Ahora bien, tras algunos pasos algebraicos, podemos manipular la expresión (1) y transformarla en la expresión (3)

∆M_t + ∆B_t = G_t - Tax_t + rB_(t-1 )
       
∆M_t + ∆B_t = D_t + rB_(t-1 )  (3)  

Esta última expresión nos dice, tal como se anticipó, que el déficit del gobierno (G_t-Tax_t) puede ser financiado con emisión monetaria y/o aumento de la deuda pública.

La presentación de la restricción presupuestaria del gobierno no es más que una identidad contable, que sirve de guía y ayuda a entender las restricciones operativas que enfrentan los gobiernos.

Si el gobierno elige financiarse vía deuda ¿qué opciones tiene?

Si dentro de las dos alternativas presentadas, el gobierno opta por financiar su déficit vía deuda, entonces se pasa al siguiente estadío: ¿a quién se le pedirá prestado, en qué moneda y a qué tasa?

La moneda en la cual se recibirá el préstamo de deuda no es trivial, y en este punto surge un debate interesante en torno a lo que sucedió con la deuda pública en la gestión de Cambiemos. El punto central aquí es que Argentina, como tantos otros países en vías de desarrollo, carece de un mercado de capitales propio que sea lo suficientemente profundo; lo que representa un problema, dado que limita la capacidad de financiar los déficits públicos en moneda propia. Financiarse en moneda propia implica riesgos menores en la medida en que la deuda puede “licuarse” por la inflación y no está expuesta a depreciaciones del tipo de cambio nominal: si el Estado emite deuda en su propia moneda y hay inflación, entonces paga cada vez menos a los acreedores en términos reales

Por último, es errónea la comparación con instrumentos de corto plazo cuando se habla de que nuestro país carece de esta profundidad de mercado: mientras que el mercado de deuda exige plazos largos, las LEBAC’S, por ejemplo, son instrumentos de plazos cortos cuyo objetivo es la alta rentabilidad que brindan durante un período breve. No se puede afirmar que los pesos que en su momento se invirtieron en LEBAC’s podrían haber financiado el déficit.

En contrapartida, el mercado de dólares tiene la profundidad necesaria para afrontar la financiación de déficits públicos, aunque conlleva un riesgo mayor, debido a que la deuda no resulta licuable. Es por ello que, si se elige financiar el déficit vía deuda, la moneda extranjera es la principal candidata. El mecanismo consiste en ingresar la moneda extranjera (dólares, por ejemplo) y cambiarla por moneda local (pesos). Los dólares se atesoran en las reservas internacionales del Banco Central, o son vendidos directamente en el mercado cambiario, y los pesos se emiten por el equivalente al tipo de cambio fijado.

En este punto es central tener a mano el concepto de fungibilidad del dinero, que es una de sus propiedades. ¿Qué quiere decir que el dinero es fungible? Que se consume con el acto. Cuando leemos que el dinero de la deuda “no está”, no hay más que volver a observar la restricción presupuestaria presentada al inicio: puede estar en cualquier parte de la derecha de la igualdad, en cualquier uso que el gobierno haya decidido hacer del dinero: desde financiar la formación de activos externos hasta solventar prestaciones sociales como la asignación universal por hijo. No es posible adjudicarla con certeza a uno en particular.

Límites al endeudamiento y tipo de cambio real

Entonces ¿cuál es el problema real de la deuda en moneda extranjera? La deuda pública se suele cuantificar en términos de qué porcentaje representa sobre el Producto Bruto Interno (PBI). El umbral a partir del cual la carga de una deuda se considera insostenible varía entre países, y depende de la capacidad de repago de cada uno, su historia crediticia y la confianza de los inversores; considerando, a su vez, que estas tres variables están relacionadas entre sí.

En Argentina, a medida que crece el endeudamiento en moneda extranjera, el riesgo de default se dispara a gran velocidad, producto de la historia de nuestro país como defaulteador de sus compromisos. En otros países -Japón, por ejemplo- la historia es diferente: pueden convivir con deudas que representen más del 200% del PBI sin el problema de quedar excluidos del mercado de crédito. Las instituciones y la credibilidad de los países juegan un rol central, ya que determinan tasas de interés más accesibles y una confianza generalizada de los organismos multilaterales de crédito y del sector privado.

De la historia crediticia de Argentina y su característica particular de sobrerreaccionar a los shocks exógenos se desprende la importancia de las políticas macroprudenciales. Estas políticas son aquellas que intentan mitigar y suavizar los shocks, de forma tal que no impacten con tanta virulencia en la actividad económica y en el sistema financiero. La idea es que sean un “amortiguador” a la prociclicidad inherente del sistema financiero. Políticas de este tipo son, por ejemplo, las de estadía mínima de las inversiones de corto plazo, los límites de apalancamiento, los requerimientos de liquidez, entre otros. Y pueden ser tanto de carácter transitorio como permanente. Las medidas transitorias están asociadas a alguna coyuntura en particular (por ejemplo, el cepo cambiario) y las de origen permanente se identifican con estrategias de desarrollo. 

Es interesante observar la postura del Fondo Monetario Internacional en este debate. Si bien el organismo no tiene preferencia hacia este tipo de políticas, desde hace algunos años las considera necesarias como medidas transitorias, en tanto permiten lograr un cierto nivel de solidez y estabilidad en el mercado financiero. En este sentido, haber eliminado la permanencia de estadía mínima en las inversiones de corto plazo en su momento no contribuyó a mitigar los riesgos del sistema financiero. En 2018, Argentina tenía varios frentes de batalla abiertos: una cuenta corriente deficitaria, una política monetaria y fiscal inconsistentes y, en paralelo, las LEBAC’s emitidas por el Banco Central, con una trayectoria potencialmente explosiva.

Algunos analistas insisten en sostener que el punto de inflexión fue el intento de impuesto a la renta financiera, mientras que otros señalan el 28-D y, finalmente, están quienes puntualizan las inconsistencias macro. Lo cierto es que, al final del día, la FED consolidó la suba de tasas que ya venía sosteniendo desde el 2017 y los fondos de inversión tuvieron plena libertad para desarmar el total de sus posiciones de LEBAC’s, drenando las reservas del Banco Central. Si bien la autoridad monetaria tenía reservas suficientes, se produjo un efecto contagio que redundó en una huida masiva al dólar, lo que terminó, finalmente, en la depreciación del tipo de cambio y el posterior salvataje del FMI.

Para concluir, digamos que hay tres factores clave a analizar en un proceso de endeudamiento: la trayectoria del déficit público, el tipo real de cambio y la evolución de las exportaciones netas.

En primer lugar, la velocidad del ajuste fiscal es determinante, dado que si bien se puede optar por una estrategia de ajuste gradual por restricciones políticas, se debe procurar no quebrar la confianza de los prestamistas (si es con el FMI, esto implica cumplir los objetivos o requerimientos pautados) y debe contemplarse la probabilidad de ocurrencia de shocks económicos y/o políticos que “pateen el tablero”, tal como sucedió con las PASO del 2019. Si se decide llevar adelante un ajuste gradual, se requerirá una sintonía fina entre la política monetaria y la fiscal.

En segundo lugar, se debe guardar especial cuidado y prevención con eventuales saltos en el tipo de cambio real (TCR). El TCR es una medida de precios relativos de bienes entre países, lo que también puede verse como un indicador de competitividad externa. Como dato aislado no nos dice demasiado, pero si se analiza su evolución se puede observar si está apreciado (demasiado bajo en relación a los precios de los demás bienes) o depreciado (demasiado alto en relación a aquellos). La fórmula, grosso modo, es la siguiente:

TCR=(TCN.〖IPC〗*)/IPC

Donde TCN es el tipo de cambio nominal, IPC es el índice de precios al consumidor local e IPC* es el índice de precios al consumidor del país extranjero.

El punto central es que variaciones en el TCR afectan a la deuda pública si esta tiene un componente considerable en moneda extranjera en proporción a la moneda local; es decir, cuanto más dolarizada esté la deuda. Sumado a ello, si la proporción de los ingresos del país en moneda local son muy grandes respecto a la proporción de ingresos en moneda extranjera, se considera que el país tiene muy bajos niveles de apertura. Si ambos factores se combinan, el país estará muy expuesto a devaluaciones reales, que es lo que le sucede históricamente a nuestra nación. En particular, cuando el indicador sube (se deprecia), la deuda pública -expresada como porcentaje del PBI- aumenta y viceversa. Esto se produce dado que si aumenta el tipo de cambio real, en ocasiones se debe a que está aumentando el tipo de cambio nominal y ello afecta el cociente deuda/PBI medido en dólares, aumentando el numerador y disminuyendo el denominador. En Argentina y en Latinoamérica se han observado episodios de saltos en la deuda pública producto de ajustes en el TCR. Esto no es trivial, ya que deudas que a priori son sostenibles, dejan de serlo producto de este reacomodamiento de precios relativos. Contrariamente, apreciaciones del TCR (producto de atrasar el tipo nominal de cambio, por ejemplo) generan relaciones de deuda pública/ PBI artificialmente bajas.

Fuente: elaboración propia en base al Banco Mundial y BCRA.

En tercer lugar, y en línea con el anterior punto, la evolución de las cantidades exportadas es crucial cuando se toma deuda en dólares, porque es lo que determina, al final del día, la capacidad de los países de generar la moneda de manera genuina. Incrementar la proporción de ingresos en moneda extranjera respecto a los ingresos en moneda local contribuye a disminuir el riesgo de descalce de monedas; ergo, disminuye la exposición a las devaluaciones.

Fuente: elaboración propia en base a INDEC.

En este sentido, Argentina ha registrado históricamente una performance exportadora débil, y existe consenso acerca de que las políticas económicas deben dirigirse a incrementar las cantidades exportadas no solo para repagar deudas sino también para un lograr un crecimiento económico sostenido. Los acuerdos de libre comercio o de reducción de aranceles, la eliminación de las retenciones a las exportaciones y sistemas burocráticos más ágiles son políticas que permiten fomentar la tasa de crecimiento de las exportaciones. En este sentido, el gobierno de Cambiemos logró incrementar las cantidades exportadas y cambiar la tendencia que se venía dando en el período 2011-2014.

En suma, el préstamo otorgado por el FMI en el año 2018 fue el desenlace de una sucesión de eventos que nos condujeron a solicitarlo. Parece conveniente, de aquí en más, focalizar en no repetir errores que desemboquen en créditos de salvataje del organismo, más allá de la discusión de si el préstamo ha sido útil para cambiar la composición de acreedores o si financió la dolarización de carteras a precios convenientes para sostener al gobierno de turno. Sin intención de invalidar esta discusión, creo que debe ponerse sobre la mesa el debate en torno a la falta de disciplina fiscal y las consecuencias en términos de deuda pública y/o inflación que ello acarrea.

Los economistas, a mi entender, nos debemos un debate honesto acerca de ciertas particularidades de nuestro país. Sin intentar hacer de ello una explicación exhaustiva de todos los problemas macroeconómicos, se pueden identificar algunos elementos que posicionan a la Argentina como un país vulnerable en los mercados financieros: la frágil confianza de los mercados globales en nuestra capacidad de cumplimiento de los compromisos, la sobrerreacción a los shocks y la dificultad para introducir bienes o servicios en los mercados internacionales son algunas de ellas. La combinación de estos tres factores hace que se deba mantener precaución hacia la deuda en moneda extranjera. En este sentido, las políticas dirigidas a aumentar los saldos exportables y aquellas que apunten a lograr disciplina fiscal son esenciales para torcer el rumbo de la fragilidad histórica que hemos tenido en los mercados financieros.

Cuando hablamos de disciplina fiscal sugerimos que parece prudente eliminar la discrecionalidad del gasto público, lo que no implica apuntar inflexiblemente a un déficit cero. Sería interesante indagar en la posibilidad de implementar algunas reglas fiscales -como las que ha intentado Chile, por caso- que tengan en cuenta la prociclicidad de los ingresos fiscales, de forma tal que permitan ahorrar en tiempos de auge y aceptar déficits en tiempos de recesión económica.

Por último, y no menos importante, no debe quedar relegada la discusión sobre la decisión de fomentar o eliminar regulaciones macroprudenciales. Contar con estas herramientas en un país con alta volatilidad es sumamente útil y conveniente; más aún si la composición de la deuda pública del país se encuentra expresada en moneda extranjera.

Establecer consensos macroeconómicos básicos es el primer paso para no volver a caer en un péndulo que parece eterno y que anula la posibilidad de crecer sostenidamente, una condición necesaria para transitar el camino al desarrollo.

*El autor es Licenciado en Economía por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP).

FOTO PRINCIPAL: Imagen publicada por Infobae.

¿Habla la reforma judicial en lenguaje democrático?

Una breve opinión sobre el proyecto de reforma judicial a partir de las ideas de Roberto Gargarella y Antony Duff

Opinión | Por Bernardo Bazet Viñas |

“El derecho se presenta a los ciudadanos no meramente como un conjunto arbitrario de reglas o exigencias respaldado por amenazas coercitivas; no meramente como un juego esotérico cuyas reglas se les requiere obedecer sin necesidad de que las entiendan, sino como un sistema de obligaciones: exigencias que los ciudadanos pueden y deben aceptar porque están debidamente justificadas. Deben, por lo tanto, ser capaces de entender los valores en términos de los cuales se supone que se justifican esas exigencias, presuntamente encarnadas y protegidas por el derecho. Y esos valores deben ser tales que ellos podrían aceptarlos. Esta es una condición mínima para que el derecho se afirme como su derecho, y no como una imposición extraña a ellos…” ( Anthony Duff, 1997).

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Son de público conocimiento las discusiones en Argentina sobre la necesidad de llevar a cabo una reforma de la Justicia, generalmente entonada y presentada como la “Reforma Judicial”. Se ha escuchado hablar, con mayor o menor énfasis, de la necesidad de “democratizar la Justicia”; “modernizarla”; “aggionar a los jueces a las nuevas exigencias sociales y a los cambios culturales”; “atender a los graves problemas que presenta la Justicia Penal Federal de Comodoro Py”, y más recientemente, resolver problemas vinculados con el funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Habiendo presentado de manera muy genérica y selectiva los problemas planteados en materia de administración de justicia, y teniendo en cuenta que desde el regreso a la democracia en 1983 nuestro país ha dado grandes pasos por presentar un Poder Judicial más democrático y sensible a los problemas que ha enfrentado y sigue enfrentando nuestra realidad cotidiana, quiero detenerme particularmente en algunos aspectos circunscriptos al ámbito de la Justicia Penal Federal de nuestro país, vinculados con la preocupación relativa a quiénes deberían ser los actores principales a la hora de discutir los problemas que presenta la administración de justicia y la necesidad de una reforma.

¿Es necesaria una reforma judicial? Sin pretensiones de dar una respuesta exhaustiva ni concluyente, so riesgo de caer en un simplismo pernicioso, la respuesta que parece imponerse por consenso en el mundo jurídico -y político- es que sí: nos debemos un profundo y robusto debate sobre la administración de justicia en nuestro país. Sin embargo, aquí entra la segunda cuestión, en la que las preguntas claves que quiero remarcar no tienen que ver tanto con el contenido de esas reformas sino con sus procedimientos: quiénes deben participar del debate que defina los lineamientos generales de esas reformas. Siempre considerando que las decisiones que se tomen afectarán, para bien o para mal, a un derecho humano esencial, como es el acceso a la justicia y la tutela judicial efectiva de los intereses legítimos de todas las personas, consagrado expresamente en la Convención Americana de Derechos Humanos.

Y la respuesta es que este tipo de reformas ameritan, como bien señalan Antony Duff y Roberto Gargarella, un debate profundo y robusto, que posibilite un diálogo que nos involucre a todos los potencialmente afectados, que no sea excluyente y, por tanto, que esté abierto al intercambio de opiniones diversas, donde todos nos escuchemos. Que en términos epistémicos, la reforma judicial sea el producto de una construcción colectiva, en una comunidad que se caracteriza por la pluralidad pero que necesita, pese a las diferencias, ponerse de acuerdo en aquellos temas trascendentales que hacen a la vida en comunidad, y que requieren de soluciones que sean expresadas en un lenguaje en el que todos se puedan sentir parte como artífices de sus propias reglas.

Autores como Roberto Gargarella y Antony Duff han hecho ya buenos esfuerzo argumentativos para alejar al derecho penal de una concepción elitista de la democracia e inscribirlo en una concepción participativa y deliberativa, que adjudica un lugar diferente a la ciudadanía. Una concepción de esta naturaleza implica dejar de lado nociones débiles de democracia, como a menudo se han desarrollado en parte de la teoría política liberal.

Sin desconocer los procedimientos que exige nuestra Constitución Nacional para la sanción de leyes, una idea participativa y deliberativa de democracia implica no reducirla a una representación plural de la ciudadanía en el marco del Poder Legislativo, en la que, mediante el voto -única herramienta democrática que posee la ciudadanía en una democracia representativa tradicional-, las personas eligen a los representantes que dictarán las leyes que consideren adecuadas para el interés general, apelando para ello al pueblo al cual representan y del cual creen saber cuáles son sus preocupaciones y que es lo mejor para él.

Una concepción participativa y deliberativa no desconfía de la ciudadanía y su expresión directa de deseos mediante el debate y el diálogo en diferencia. Por el contrario, promueve la conversación pública y confía plenamente en la participación directa y en la búsqueda de mecanismos participativos que permitan un debate involucrando a todos los interesados, procurando que las decisiones de aquellos asuntos de importancia no queden en manos de ninguna “élite de expertos” (Gargarella dixit). Esto ultimo no implica una mirada ingenua del funcionamiento de una democracia y de las relaciones institucionales de un país, sino más bien un serio compromiso de todos a la hora de ponernos de acuerdo en aquellas problemáticas que hacen a nuestra vida en comunidad, y por tanto un desafío a la hora de generar canales adecuados y más eficientes de diálogo tanto entre los representantes políticos de la ciudadanía como entre los propios ciudadanos.

A mi entender, una reforma tan importante -como cualquiera que incluya una transformación de un poder del Estado- debe estar guiada por esta concepción de la democracia. Debe hablar en lenguaje democrático, y eso requiere promover la participación de la ciudadanía en la creación de las leyes que regularán su propia vida y que sea esta participación la que construya el puente entre el lenguaje jurídico y el lenguaje común de una comunidad (como bien señala Duff). Porque las leyes penales deben expresar aquellos valores fundamentales sobre los cuales nos podemos poner de acuerdo y por los cuales queremos regirnos: «Que cuando la ley se manifieste, en ella se canalice la voz de uno y al mismo tiempo la voz de la comunidad».

Para ser precisos, y sólo con ánimos meramente aclarativos, cuando hablamos de la reforma judicial no hablamos estrictamente de ley penal de fondo -aquello que se encuentra regulado en nuestro Código Penal-, sino de ley procesal, ley penal de forma y de organización judicial, y en este caso particular de organización de la Justicia Penal. La organización del Poder Judicial tiene vínculo directo con problemas concretos de acceso a la justicia de muchos argentinos; por eso es algo que es necesario poner en el centro del debate participativo de la ciudadanía, de la puesta en común de nuestros problemas y de las opiniones diversas que podas tener. Debemos procurar dejar de lado sesgos, visiones parciales del asunto e intereses particulares y poder escuchar lo que la comunidad tiene que decir en un tema de crucial importancia como es -ni más ni menos- la organización de un poder del Estado, para lograr una solución más imparcial y democrática de la cuestión. La reforma de la Justicia no puede ser pensada como un problema que se nos presenta de manera abstracta y alejada de los problemas concretos del ciudadano de a pie, sino que debe ser concebida a partir de las necesidades de la sociedad toda, y por lo tanto, diseñada en función de los problemas específicos de los actores más importantes de este sistema, que son los ciudadanos.

Digamos que presentar los problemas de la Justicia de manera genérica y abstracta, como un asunto «de Estado» y no de la comunidad, preocupándose más por las disputas políticas que se dirimen en la arena judicial que por los problemas reales de la sociedad a la que afecta la (des)organización judicial, nos invitan a responder negativamente la pregunta que lleva el título de esta nota. Hoy por hoy, la reforma judicial no parece estar hablando en lenguaje democrático.

Finalmente, no hay que olvidar que en el año 2014 se aprobó, con algunas modificaciones posteriores, el Nuevo Código Procesal Penal para la Justicia Penal Nacional y Federal (el llamado Código Procesal Penal Federal) que, curiosamente, no rige actualmente en todo el territorio nacional. El CPPF ha sido incorporado paulatinamente, por etapas, siendo aplicado hasta el momento en la Justicia Federal con radicación en las provincias de Salta y Jujuy, continuando el proceso en Mendoza y Rosario. No es un dato menor, si tenemos en cuenta que implica un cambio rotundo de sistema, dejando de lado uno de corte inquisitivo -vinculado con regímenes más autoritarios- por uno de corte acusatorio -considerado el modelo constitucionalmente exigido por nuestra Constitución desde su redacción originaria de 1853-, respetuoso de los valores democráticos y republicanos.

La implementación completa de esta normativa a nivel nacional y la discusión del modelo de organización de Justicia Penal que queremos para que efectivice su aplicación no puede ser sustraída de un debate público robusto con la participación de todos los potencialmente afectados, con toda la comunidad interesada. Más sin consideramos que cuando hablamos de participación y deliberación que no excluya voces, que sea particularmente sensible a las desigualdades sociales propias de nuestra realidad, ese debate debe garantizar verdaderas y legítimas chances de generar encuentros e intercambios más profundos entre distintos actores, teniendo especial consideración que allí se encuentren los grupos más vulnerables y postergados. Esto cobra especial valor si observamos que la nueva norma procesal penal federal nos habla de participación ciudadana; refiere a la diversidad cultural; pone especial atención en las víctimas; aboga por un proceso penal juvenil más respetuoso de sus derechos; brinda herramientas para solucionar de manera pacífica y armónica los conflictos… Es decir que cuando hablamos de una visión deliberativa y participativa de la democracia no debemos olvidarnos de estos actores, que son las víctimas de un sistema desigual. Son los colectivos feministas, los diversos miembros de los pueblos originarios y los jóvenes, entre otros grupos afectados, los que no pueden faltar en un debate sobre una administración de justicia que está llamada a tomar muy en serio sus demandas.

Un debate robusto y con amplia participación ciudadana sobre las leyes penales y procesales no es una «utopía de ingenuos”, como algunos han objetado. Eventos sociales de alto impacto, como el debate público sobre el aborto, nos demuestran que es posible llevarlo adelante y exigir que la ciudadanía tenga un rol más relevante en la pública democrática de aquellos temas que la afectan.

*El autor es abogado (Universidad Nacional de La Plata). Actualmente cursando la Especialización en Derecho Penal de la Universidad Torcuato Di Tella.

Formosa: parálisis o innovación

Opinión | Por Emiliano Vitaliani y Patricio Mendez

Desde octubre de 2020 Formosa viene siendo uno de los principales temas de debate nacional. A medida que las restricciones de la pandemia se fueron relajando en los principales puntos del país, las medidas más restrictivas implementadas por el gobierno de Gildo Insfrán empezaron a tomar notoriedad pública. Al principio, fue la barrera sanitaria que imposibilitó que unos 7500 formoseños no pudieran volver a sus viviendas, creando una crisis en las fronteras de la provincia, que incluyó la muerte de Mauro Ledesma intentando cruzar a nado el Río Bermejo y terminó con el fallo Lee de la Corte Suprema de Justicia de la Nación donde se declaró la inconstitucionalidad de la medida.

Sin embargo, el clima de tensión continuó a lo largo del 2021, cuando se dio a conocer la persecución política a los opositores, las restricciones a las libertades individuales y los abusos de poder de las autoridades provinciales. Entre estos casos podemos mencionar la detención de dos concejalas opositoras por parte de la policía provincial, el establecimiento de centros de aislamiento sin infraestructura adecuada, con el aislamiento forzoso de personas, con la separación entre padres y niñes, en condiciones indignas y el ataque a diversos periodistas.

Estos conflictos provinciales llamaron la atención nacional e internacional e incluso llevaron a varias organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch a solicitarle al Gobierno nacional explicaciones de las violaciones a los derechos humanos sucedidos en los últimos meses.

Ante esta situación de evidente deterioro institucional y de violación a los derechos, es importante señalar cuáles son las alternativas que nos presenta la Constitución Nacional para lidiar con estos casos. Su artículo 5 establece que cada provincia puede darse su propia organización política, siempre que esta respete algunos principios tales como el sistema republicano de gobierno. Por su parte, el artículo 6 responde a la pregunta por qué hacer en caso de que las provincias falten a este compromiso. La respuesta es una que estuvo en boga en las últimas semanas: intervención federal. Históricamente, ambas cláusulas se entendieron como “políticas no justiciables”, es decir, un ámbito en el cual los jueces no podían entrometerse. En otras palabras, dado que los conflictos provinciales eran eminentemente políticos, eran los órganos de ese mismo carácter -El PEN y el PL- los que estaban habilitados a hacerlo.

Desde el retorno a la democracia, la Corte fue abandonando la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables en diferentes ámbitos, incluido el de los conflictos eminentemente provinciales. De esa manera, intervino en los intentos reeleccionistas de los gobernadores de Santiago del Estero, Rio Negro y La Rioja. En estos casos este tribunal consideró que podía intervenir cuando estuviera en juego la forma republicana de gobierno a nivel provincial. Después de todo, si la Corte está facultada para interpretar la Constitución y el compromiso con la forma republicana de gobierno es un compromiso constitucional, no parece razonable negar que ella no pueda interpretar el contenido de este compromiso.

Las decisiones tomadas en estos casos son muy valiosas. Ellas pueden contribuir a detener el lento proceso de erosión democrática a nivel provincial. Quizás una decisión de este estilo en el año 1995,  cuando Insfrán apresó al Presidente del Tribunal Superior de Justicia para habilitar su primera reelección, habría sido suficiente para prevenir las violaciones a los DD.HH. que vemos hoy. Una jurisprudencia abstencionista frente a los gobiernos provinciales y una corte adicta como la menemista no lo permitieron.

Formosa está hoy en un estadío mucho más profundo de deterioro democrático. Las soluciones parciales a lentos procesos de erosión democrática parecen inútiles ante lo que podríamos llamar un verdadero régimen autoritario subnacional. Entonces, ¿todo está perdido? ¿qué es lo que podemos hacer hoy? La intervención federal parece estar lejos de poder concretarse. Hace apenas unos días Insfrán fue recibido en la Casa Rosada por el Presidente Alberto Fernández y sus Ministros y Ministras. A su vez, a pesar del proyecto de intervención federal presentado en la Cámara de Diputados, no parece que esta vía vaya a tener mucho éxito. La oposición no tiene los votos para pasar un proyecto de este tipo por la Cámara de Diputados y mucho menos por el Senado, donde se sientan muchos de los alfiles de gobernadores en situaciones similares a las de Insfrán.

Ante esta situación, parece que es la Corte la única que tiene la posibilidad de intervenir para empezar a resolver la cuestión. Algo de eso ya ha venido haciendo: en diciembre y febrero la Corte emitió dos fallos donde detectó violaciones a los derechos constitucionales en la provincia de Formosa, en lo que hacía a la barrera sanitaria que establecieron en las fronteras de la provincia y en las condiciones de aislamiento en el Polideportivo Cincuentenario. A pesar de haber sido el único poder del estado que tomó cartas en el asunto, sus intervenciones, aunque importantes y pertinentes, no han sido lo suficientemente estructurales. Apenas han atacado la punta del iceberg.

«Parece que es la Corte la única que tiene la posibilidad de intervenir para empezar a resolver la cuestión”

¿Cómo puede la Corte actuar respetando su compromiso con los derechos humanos pero siendo al mismo tiempo consciente de su carácter contramayoritario? Una posibilidad interesante podría ser el de asumir su rol como facilitador del diálogo democrático que hoy se encuentra imposibilitado en el escenario político. La Corte tiene que honrar su jurisprudencia de respeto a la forma republicana de gobierno consagrada en el artículo 5 de la CN y debe apuntar a destrabar el conflicto.

Nadie puede desconocer que en Formosa hay un estado de cosas inconstitucional, violaciones sistemáticas a los derechos fundamentales y que al mismo tiempo las instituciones que históricamente se han encargado de resolver estas cuestiones se encuentran bloqueadas de asumir sus atribuciones constitucionales. En estos momentos de parálisis institucional es necesario que la Corte desbloquee los canales del cambio político y haga una declaración fuerte sobre la historia de violaciones al Estado de Derecho, la división de poderes y los derechos fundamentales en Formosa y promueva un diálogo democrático en la provincia.

Una sentencia que haga una declaración fuerte y forme una mesa de diálogo no es una herramienta ajena a nuestra práctica jurídica. Ya en casos como los del saneamiento del riachuelo o la de la reforma del sistema penitenciario de la provincia de Buenos Aires la Corte emitió fallos en este sentido, donde reconoce su incapacidad técnica, política y democrática para resolver la cuestión a la vez que detecta gravísimas e impostergables lesiones a derechos fundamentales. Como resultado, llama a los principales afectados a una mesa de negociación para destrabar estos conflictos.

Un fallo de este tipo puede contribuir a aliviar la situación de los formoseños en más de un sentido. En primer lugar, los regímenes autoritarios subnacionales muchas veces subsisten porque logran mantener los conflictos dentro de los límites de sus fronteras. Sin embargo, un fallo de la corte que detalle los graves problemas democráticos de Formosa haría que ellos sean un tema ineludible para la más alta política nacional, pudiendo así descongelar el conflicto.

«Los regímenes autoritarios subnacionales muchas veces subsisten porque logran mantener los conflictos dentro de los límites de sus fronteras”

Por otro lado, muchas veces las diferencias en torno a qué respuesta le cabe a la situación de Formosa se explican por desacuerdos sobre hechos. Muchos desconfían de lo que muestran los medios de comunicación sobre esta provincia, a la vez que otros tantos rechazan cada uno de los datos brindados por el gobierno provincial. Aquí la Corte puede venir en nuestro auxilio. Los procesos judiciales son instancias particularmente preparadas para resolver cuestiones de hecho (pensemos en todas las instancias procesales en las que se discute la prueba), por lo que un fallo de la Corte puede contribuir a la discusión pública esclareciendo la situación de los derechos civiles y políticos en Formosa.

La Corte tiene en sus manos la posibilidad de, a través de una decisión de este tipo, redistribuir el poder y las capacidades de cada uno de los actores, promoviendo un diálogo entre iguales que contribuya a revertir la situación social formoseña, detener las violaciones más flagrantes a los derechos, establecer reglas de juego claras sobre la competencia electoral, la libertad de expresión y la pluralidad política. En otras palabras, la Corte puede activar las instituciones republicanas dormidas en Formosa y empoderar a la sociedad civil que está buscando un cambio en las reglas de juego. El proceso puede ser lento y con retrocesos, como lo marcan los fallos anteriormente mencionados, pero definitivamente puede contribuir a un nuevo punto de partida para la democracia y los derechos en Formosa.

*Patricio Mendez es abogado y docente (UBA) y LL.M en Derechos Económicos, Sociales y Culturales (University of Essex)

*Emiliano Vitaliani es estudiante de Derecho y de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA)

R. Hora: “La tensión entre sector propietario rural y Estado es un rasgo constitutivo de nuestra política”

Entrevista al historiador Roy Hora sobre el campo argentino

Entrevista a Roy Hora* | Por Tomás Allan y Ramiro Albina |

El 11 de marzo pasado se cumplió un nuevo aniversario de la Resolución 125, aquella medida que desató uno de esos conflictos que signan una época. «La protesta agraria más importante de toda la historia»: el momento que para varios intérpretes de la política argentina marcó el nacimiento de la famosa grieta y, con ello, un nuevo lenguaje político, acompañado de un reordenamiento de alianzas electorales que cambiarían el escenario político argentino y el balance de poder de los años siguientes.

¿Qué hizo posible un fenómeno de semejante magnitud? ¿Qué cambió en la Argentina desde entonces? Aprovechamos para conversar sobre ello con Roy Hora, historiador e investigador principal del Conicet, que también responde sobre las transformaciones históricas en el sector y la relación de los peronismos y las izquierdas (en plural) con el campo.

Entre la revisión del pasado y la interpretación del presente, Roy deja una propuesta para el futuro: menos impuestos a las exportaciones para crecer, más impuestos sobre el suelo para distribuir y, de esa forma, empezar a transitar el complejo camino que permita sacar a Argentina del atolladero económico y social de la última década.

TA: Tu último libro se titula ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe, lo que sugiere que hubo cambios objetivos en ese sector productivo que llamamos campo, en cuanto a incorporación de tecnología, agregación de valor, concentración de la tierra y la producción… ¿La percepción social acompañó esos cambios?

Roy Hora: Desde la década de 1990 se han producido transformaciones productivas y tecnológicas muy importantes en el campo, que incluso permitieron que la agricultura de exportación se extendiera fuera de la región pampeana. Chaco, Santiago del Estero y Salta hoy son parte de ese mundo. La organización de las empresas agrarias ha cambiado bastante, empujada por la incorporación de tecnología, el auge del arrendamiento capitalista en gran escala y la emergencia de una vasta red de empresas de servicios. Todo esto ha tenido un impacto muy positivo sobre la imagen del sector, que lo confirma como una de las vanguardias tecnológicas del capitalismo nacional. ¿Cuán profundo es este cambio? Es indudable que hoy estamos ante un escenario muy distinto al de las décadas de 1970 o 1980, cuando el campo era visto como el sector más atrasado del tejido productivo argentino. Hoy se habla más de agricultura de precisión y biotecnología que de terratenientes rentistas. Y esto significa que se ha forjado una nueva imagen del campo y sobre todo de la nueva agricultura, de lo que el nuevo campo significa no sólo como proveedor de divisas sino también como agente de crecimiento y desarrollo. 

RA: Sin embargo, daría la impresión de que sigue habiendo críticas importantes.

RH: Existen, y son importantes. No quisiera pasarlas por alto. La imagen positiva del nuevo campo no es hegemónica. Por una parte está la crítica ambientalista, todavía acotada a círculos reducidos y no siempre bien fundamentada. Me gustaría verla crecer y también me gustaría verla más capaz de ver costados importantes del problema a la que suele ser ciega, como que nuestro país necesita producir más para arrancar a medio país de la pobreza. Más importante es que, en amplio sectores de la población, sigue arraigada la idea de que el crecimiento económico con progreso social depende ante todo de la expansión de la industria manufacturera, que durante gran parte del siglo XX fue un gran empleador de mano de obra calificada, y que pagaba mejores salarios que el sector agrícola. Como en todo Occidente, la manufactura ya no tiene mucha gravitación sobre el mercado de trabajo, ni tanta capacidad de mover la economía, pero la idea sigue allí. Por algo a los políticos les encanta inaugurar fábricas. Les gusta más cortar la cinta en una planta metalúrgica que una empresa de servicios, pese a que hoy los servicios generan mucho más empleo, y mucho más empleo calificado, que la manufactura. Finalmente, y para completar este cuadro, hay que recordar que los argentinos tenemos una muy mala imagen del empresariado. Cuando uno ve estudios de opinión como los que hace Luis Costa advierte que esa imagen es de las más negativas de América Latina. Para el hombre o la mujer de a pie, la clase capitalista es parte del problema, no de la solución. Y esto es comprensible. Los empresarios integran ese mundo del poder que, en un país que hace varias décadas que no crece y no les ofrece mucho a sus mayorías, se ha divorciado de la suerte del hombre común. Y en alguna medida esto vale también para los hombres y mujeres de negocios del campo. Por tanto, cuando los empresarios agrarios dicen “nosotros podemos contribuir a transformar la realidad productiva”, sus palabras son evaluadas a la luz de esta experiencia decepcionante, que signa nuestras vidas en el último medio siglo. Y tampoco salen bien parados.

RA: En el último tiempo, sobre todo a partir del 2008, ¿pensás que se empezó a ver cierta identidad propia del campo en las protestas por conflictos agrarios, sobre todo en las protestas de autoconvocados? Si es así, ¿creés que esa identidad tiene componentes sociopolíticos? ¿O refleja una posición más pragmática?

RH: ¿Qué hizo posible la “rebelión del campo” de 2008, es decir, la protesta agraria más importante de toda la historia argentina? ¿Por qué reaccionó de manera airada frente al cachetazo que fue la Resolución 125, de la que en estos días se cumple un nuevo aniversario? Creo que debemos prestar atención a tres factores. En 2008, por primera vez, se habló del campo como un único actor en la vida pública. A lo largo del siglo XX, la fractura agraria había sido más grande que la industrial: en una vereda la Federación Agraria, en la otra la Sociedad Rural, mirándose con recelo. El conflicto del campo, con Eduardo Buzzi y Luciano Miguens abrazados y trabajando codo a codo, mostró que esa representación era anacrónica. Esa unidad es, ante todo, objetiva, producto de que el sector se volvió más homogéneo gracias al acceso a la propiedad del suelo de muchos viejos arrendatarios y, por tanto, de la disolución de la vieja tensión entre chacareros arrendatarios y propietarios rentistas. Para explicar este proceso yo le doy mucha importancia, más que a la partición hereditaria, al congelamiento de los arrendamientos, vigente desde comienzos de la década de 1940 hasta fines de la década de 1960, que empujó a muchos propietarios a vender y ayudó a muchos arrendatarios a comprar, y en definitiva forjó una clase propietaria más homogénea. Y a eso se agrega el peso de una nueva forma de arrendamiento en gran escala, que también tiende a unificar los intereses de productores y rentistas. Este fenómeno fue restando espesor al conflicto que nació con el Grito de Alcorta de 1912, y que por varias décadas enfrentó a terratenientes rentistas poderosos y chacareros arrendatarios débiles. En 2008 ese conflicto ya era historia. El gobierno de Cristina se sorprendió: de golpe descubrió que todos los productores (chicos, medianos, grandes) estaban en la misma trinchera.

RA: ¿Cuál es el segundo factor?

RH: Ese campo más homogéneo desde el punto de vista estructural fue muy importante para que la Argentina saliera adelante luego de la crisis de 1998-2002. Los años de Duhalde y Kirchner fueron años de fuerte expansión de las ventas externas, con precios en ascenso, y más entrada de divisas. Con un campo motorizando la salida de la crisis. Los discursos de la dirigencia agropecuaria lo decían todo el tiempo: “nos pusimos el país al hombro”. Y esto le dio al sector una confianza en sí mismo y una legitimidad que hasta entonces no tenía. Hay que irse muy atrás en la historia para ver algo parecido: poco conflicto y pocas diferencias dentro del mundo agrario, confianza en su potencia económica. En el siglo XXI tenemos un campo más cohesionado y más confiado en sus propias fuerzas. No sé si esto supuso una construcción identitaria novedosa pero sí creo que las condiciones eran muy propicias para que el empresariado agrario levantara la cabeza y se animara a desafiar a la elite dirigente.

TA: Unificación de intereses y autoestima en ascenso luego de impulsar la recuperación post-crisis. ¿El tercer factor cuál es?

RH: Para explicar la magnitud del desafío que supuso la protesta agraria hay que tener en cuenta un último factor. Hacia 2008 había un lugar vacante en el sistema político, consecuencia de la crisis que el radicalismo experimentó tras el colapso del gobierno de Fernando de la Rúa. Cuando Martín Lousteau anunció la Resolución 125 no había una oposición vigorosa, capaz de canalizar institucionalmente la protesta. Recordemos que en las elecciones de 2007 el radicalismo tuvo que camuflarse detrás de un candidato extrapartidario, Roberto Lavagna, que había sido ministro de Kirchner casi hasta la víspera, para arañar el 17% de los votos. Y que Elisa Carrió, que entonces tenía muy poca penetración fuera del electorado de clase media de la CABA, sacó más votos que el radicalismo que usó a Lavagna como mascarón de proa. Pienso que este vacío político creó el espacio para que la protesta agraria pudiera crecer de manera más bien autónoma, y que muchos dirigentes opositores se pusieran en su estela: es lo que todos vimos cuando las cámaras de televisión mostraron a Elisa Carrió intentando treparse al palco de los ruralistas en los bosques de Palermo.

RA: Eso ya no existe

RH: Hoy ese escenario es muy distinto. Poco después apareció Macri y ocupó ese lugar con su PRO. Y luego, en 2015, Macri también logró subordinar muchos fragmentos de ese radicalismo que pagó muy caro el fracaso de la Alianza. Ahora tenemos una coalición opositora vigorosa, que tiene peso institucional, y que expresa bastante bien la visión que predomina en los hombres y mujeres del campo. Juntos por el Cambio no es el campo ni lo va a ser, porque el campo no tiene peso económico, demográfico o electoral suficiente como para marcar la agenda de una fuerza que aspire a gobernar la república. Pero es lo más parecido a un vocero de los intereses rurales que la Argentina puede generar. No les ofrece identidad, pero sí un refugio bastante confortable. Lo mismo que algunos peronismos provinciales, como el de Córdoba.

«El sector se volvió más homogéneo gracias al acceso a la propiedad del suelo de muchos viejos arrendatarios y, por tanto, de la disolución de la vieja tensión entre chacareros arrendatarios y propietarios rentistas»

TA: ¿Qué implicancias concretas tiene esta inserción en un sistema político más estructurado?

RH: Una muy importante es que en un sistema político mucho más estable y estructurado, Juntos por el Cambio va a tratar las demandas de los productores agrarios como demandas importantes, pero no como los temas que están al tope de su agenda. Esto se puede ejemplificar mirando el caso de Alfredo de Angeli. Este chacarero entrerriano fue el gran héroe de la lucha en las rutas en el 2008. Mostró que dominaba la retórica del populismo agrario a la perfección. Pero ahora es senador nacional por el PRO. Y esto significa que los temas agrarios aparecen en su agenda como temas importantes pero no como los únicos temas de relieve y, sobre todo, como temas subordinados a las prioridades que impone la nueva carrera en la que de Angeli se embarcó, y a las necesidades de la organización política a la que pertenece. ¿Qué le gustaría más a este chacarero convertido en político: una fuerte protesta en la ruta contra las retenciones o ser gobernador de Entre Ríos y conquistar esta provincia para su partido? Estamos ante un panorama muy distinto al de 2008.

RA: Esto nos dice algunas cosas sobre la dirigencia. Pero, ¿cómo es el escenario abajo, en las bases?

RH: Creo que, en ese plano, el principal cambio identitario se asocia a la percepción de que -a diferencia de lo que era hace tres o cuatro décadas- el campo es un agente fundamental del desarrollo argentino. Muchos empresarios se ven como actores de un entramado económico y social que tienen más futuro que pasado. Las viejas tradiciones los constriñen poco, las viejas glorias de la ruralidad no los conmueven. Pero, al mismo tiempo, creo que las decepciones que les trajo la política post 2008 los han vuelto mucho más conscientes de sus limitaciones políticas. Saben que no tienen recursos políticos suficientes como para gravitar electoralmente, o incidir sobre el rumbo de la política pública. El fracaso de los “agrodiputados” elegidos en 2009 les mostró eso. Y volvieron a recordarlo cuando Macri, en el final de su gobierno, elevó las retenciones.

TA: En los últimos años tuvimos manifestaciones urbanas en defensa del campo, como las que se produjeron en el marco del conflicto del 2008 y el de Vicentín, el año pasado. ¿Cuándo comenzaron a generarse esas identificaciones por las que sectores de las clases medias urbanas salen a protestar en defensa de propietarios y productores rurales? ¿Qué es lo que ha cambiado?

RH: Me parece que es un fenómeno reciente, también hijo de las transformaciones y disputas de la primera década de siglo. Durante el gobierno de Alfonsín hubo “camionetazos” que llevaron la protesta agraria a la ciudad. Los protagonizó CARBAP, con el apoyo de la Sociedad Rural. ¿Y qué pasó, cómo les fue? Los manifestantes fueron recibidos con mucha frialdad en Buenos Aires. Nada de solidaridad entre esos manifestantes y las clases medias urbanas. El contraste con el 2008 no podría ser mayor. La adhesión al acto de la Mesa de Enlace en los bosques de Palermo el 16 de julio de 2008 fue enorme. No se limitó a los vecinos de Palermo, Belgrano o Barrio Parque. Congreso y Caballito también estuvieron allí. Recordemos: la convocatoria de la Mesa de Enlace tuvo mucho más público que el contra-acto organizado por Néstor Kirchner en la Plaza del Congreso. Creo que allí se evidencia una novedad que, como antes decía, expresa cuánto ha cambiado la valoración del nuevo campo. Pero al evaluar la significación de esa protesta no podemos olvidar que estuvo y está maridada con la línea de tensión más profunda de nuestra vida política. El hemisferio político que acompañó entonces al campo es, a grandes rasgos, la que hoy acompaña y constituye a Juntos por el Cambio. Y es la que, en 2020, vimos movilizarse por Vicentín.

TA: En tu visión el conflicto del 2008 no fue la causa de que el campo comenzara a actuar como un bloque relativamente unificado, sino, en parte, su consecuencia. Esa aglutinación entre los distintos actores que componen el sector, y que precedía al conflicto, ¿se profundiza con él?

RH: Los conflictos tienen su propia dinámica, y producen sus propios actores. Nadie sale de un gran conflicto igual que como entró. Creo que esto se aplica al conflicto del campo del 2008. Por una parte, porque ayudó a forjar la imagen pública del campo, contribuyó a darle identidad, a proveerles de una mística. Y también contribuyó a que la dirigencia aprendiera cómo se hace política en la era democrática, y premió a sus sectores más colaborativos. Los dirigentes agropecuarios dejaron atrás una larga historia de enconos, ganaron en confianza mutua. Después del conflicto Cristina designó a Julián Domínguez como Ministro de Agricultura y le puso como tarea quebrar el bloque agrario nucleado en torno a la Mesa de Enlace. Su intento de reeditar la alianza tradicional entre el partido de las mayorías urbanas y un sector de los pequeños productores dio muy pocos futuros. Convocó a la Federación Agraria y abrió la billetera. Pero no logró mucho. Sólo electrones sueltos como Pedro Peretti se vieron tentados a cruzarse de orilla. De hecho, todavía hablamos de la Mesa de Enlace. Y creo que vamos a seguir hablando por bastante tiempo. 

RA: Un bloque que se activa sobre todo en la resistencia.

RH: Lo vimos en el primer año de la presidencia de Alberto Fernández. Cuando suben los impuestos a las ventas externas, las retenciones, o cuando se imponen restricciones a las exportaciones, la unidad se fortalece. Pero es importante recordar que esa unidad también existe cuando se apagan las cámaras de la televisión.

Eduardo Buzzi y Alfredo De Angeli en las protestas por el conflicto del 2008. FOTO: imagen publicada por el diario El Cronista.

TA: ¿Por qué, teniendo tanto peso económico, nunca se consolidó un “partido agrario” que represente específicamente los intereses del sector? Un partido single-issue competitivo. ¿Hubo intentos por crearlo a lo largo de la historia argentina? 

RH: Parte de la respuesta es que nunca tuvimos partidos single-issue, ni en este ni en ningún otros tema. Si no pudieron los católicos o los laboristas, y no creo que en el futuro pueda el feminismo, ¿por qué habrían de lograrlo los del campo? Dicho esto, una de las sorpresas que me llevé investigando la historia de la relación entre intereses agrarios y política es que, en la era del crecimiento exportador, antes de 1916, hubo varias iniciativas dirigidas a organizar partidos agrarios, partidos representativos del interés rural. Esto habla de la potencia que tuvo este sector. La Liga Agraria insistió mucho con esta propuesta, y hasta la Sociedad Rural se sumó. Partidos como Defensa Rural, que compitió en las elecciones en 1912 llevando en sus listas a presidentes y eminencias de la Sociedad Rural, fueron creados para enfrentar no a partidos “populistas”, o de izquierda, sino a la clase dirigente del orden conservador, a la que acusaban de cobrar impuestos muy altos, que ahogaban a la producción. La tensión era entre sociedad y política, entre los que producen y los que consumen la riqueza. Suena el argumento, ¿no?

TA: Parece que viene de hace tiempo.

RH: Repasar estas experiencias es importante porque nos recuerda que la tensión entre la clase propietaria rural y el Estado es un rasgo constitutivo de nuestra política, de nuestra organización institucional. ¿Por qué estamos ante una tensión estructural? Porque el campo fue desde muy temprano un sector económico fundamental, el gran generador de exportaciones y de recursos fiscales, pero nunca pesó mucho en la vida pública. En nuestro país, la distribución geográfica de la riqueza es muy desigual: una pampa rica, con abundantes recursos naturales, y el resto bastante más pobre. Esta asimetría hizo que no hubiera más que una caja de donde sacar los recursos para pagar el ferrocarril a Catamarca o Jujuy, o el sistema educativo que se fue armando tras la sanción de la ley 1420 y la Ley Láinez. Y a esto hay que agregarle que ya en el siglo XIX Argentina era un país muy urbanizado, con mucho peso de los intereses urbanos. Esto significa que nuestro país tuvo, desde muy temprano, un Estado bastante grande y con bases políticas mucho más amplias que la clase propietaria pampeana. Y que, por las asimetrías que recién mencionamos –federal, urbana–, ese Estado siempre gastó mucho fuera de los distritos pampeanos donde está el motor de su economía y su principal fuente de recursos. Y agreguemos que, por la naturaleza del orden productivo pampeano, que se apoya en una pradera formidable, nunca necesitó mucho del Estado, al que siempre vio como un peso antes que como un aliado. Por eso, el conflicto fiscal entre campo y Estado recorre nuestra historia.

TA: El campo tiene peso económico pero no demográfico…

RH: La demografía no lo ayuda nada. En parte reflejo de la alta productividad agraria, hay poca población rural en la región pampeana, y eso significa pocos votos. Y a esto agreguemos la asimetría federal que ya mencionamos, el hecho de que las provincias del interior son muy gravitantes dadas las características de nuestro régimen federal. Ya en tiempos de Mitre y Roca provincias como La Rioja y Catamarca podían explotar el hecho de que tenían la misma cantidad de senadores que Buenos Aires. Y a esto agreguemos que los grupos de interés urbanos están mejor organizados que los del campo, y son más capaces de hacerse escuchar en el gran escenario de la vida pública, la ciudad de Buenos Aires. Finalmente, recordemos que tenemos una política muy inclusiva, con partidos muy legítimos, con grandes apoyos ciudadanos, muy profesionalizada. Si sumamos estos tres elementos –urbanización, federalismo y política inclusiva y profesional– se ve que, con o sin partidos single-issue, las cosas no estaban armadas para favorecer a los intereses agrarios de la pampa. Hasta la Gran Depresión de 1930 el sistema funcionó bien para el campo porque ese mundo de mercados abiertos que demandaba alimentos de clima templado, lana y cueros, que se había armado para mimar a la Argentina, el dinamismo del sector exportador daba para todo. Pero tras la Gran Depresión la torta fue achicando. Y a los voceros del campo les resultó más difícil hacerse escuchar, o promover sus intereses. Mucho más que a los dueños de fábricas, que integran un bloque en el que sindicatos y trabajadores urbanos formales hablan por ellos, ya que la suerte de ambos, capital y trabajo industrial, está asociada a la pervivencia del entorno en el que floreció y todavía sobrevive, ya muy dañada, la industrialización por sustitución de importaciones. La UIA y la CGT se necesitan mutuamente, discuten un poco pero en el fondo saben trabajar juntos porque se necesitan. Si a los industriales se les hubiera ocurrido armar un partido propio creo que les hubiera ido aún peor que a los empresarios agrarios. Pero como tienen a la CGT, se las arreglaron bastante bien. Eso no sucede en el campo, que emplea poco trabajo. Con la UATRE, el gremio de peones rurales no es posible ir muy lejos.

RA: Igualmente, a pesar de no tener una representación política directa o específica, el campo parece haberse activado como actor político. ¿Te parece que hoy tiene cierta organización en su representación de intereses, al menos en la Sociedad Rural y en la Federación Agraria? ¿O ya desbordó y es un fenómeno de autoconvocados que no están canalizados necesariamente mediantes entidades gremiales?

RH: El campo no podía permanecer al margen de la crisis de representación que es un signo de nuestra era. Desde hace bastante tiempo que las organizaciones tradicionales del campo vienen perdiendo peso. El fenómeno de los autoconvocados, muy importante en el conflicto del 2008, no hizo más que sacarlo a la luz. Al mismo tiempo, el panorama asociativo está en transformación: sus expresiones más dinámicas son asociaciones como CREA, AAPRESID o MAIZAR, para nombrar solo algunas, que tienen mucho para ofrecerle al productor en el plano de la incorporación de tecnología y la organización de la empresa. Y a esto hay que sumarle que el campo se integra cada vez más en cadenas de valor más amplias, que tienen su propia agenda, como se ve hoy en el Consejo Agroindustrial Argentino. Es importante que el campo tenga más y una mejor institucionalidad. Para que produzca más y mejor, cuidado más el ambiente, y para que se vincule de manera más estable y productiva con las instituciones de la Argentina política. Conversar con los que son distintos no soluciona los problemas pero ayuda a no tener visiones alienadas sobre cómo es el mundo y cómo se solucionan los problemas.  

«El conflicto fiscal entre campo y Estado recorre nuestra historia».

RA: ¿Qué es el campo hoy? ¿Cuáles son los actores principales? Pensando en términos de si existe una brecha entre lo que es y lo que pensamos que es en las ciudades. A veces se habla de los grandes terratenientes, por ejemplo. ¿Esa realidad todavía existe?

RH: Todo actor es en parte una representación, propia y de otros. Y esas representaciones no se forjan o desaparecen de la noche a la mañana. Argentina es un país que tuvo, desde temprano, una estructura de propiedad muy concentrada, propia de un país de frontera que puso en explotación millones de hectáreas en unas pocas décadas, en la última parte del siglo XIX. Menos concentrada de lo que suele decirse pero de todos modos lo suficientemente concentrada para que diera lugar a la formación de una de las clase propietarias agrarias más ricas a escala internacional. Ese grupo, que era muy visible y poderoso en el Centenario o en 1930, ya no existe más. Cuando uno hace la lista de los grandes empresarios agrarios, ya no encuentra muchos apellidos tradicionales. Y no están porque, como a veces se dice, se esconden detrás de sociedades anónimas. Las grandes empresas del campo, además, en muchos casos, son arrendatarias más que propietarias. Se expanden sobre tierra ajena, aportando capital y tecnología. La tierra es cada vez menos la base en torno a la cual gira el negocio agrario, como lo fue en tiempos de Roca o Perón. Esto significa que quizás tenga sentido hablar de una burguesía agraria, pero ya no de una burguesía terrateniente. Pero en muchos ambientes sobreviven imágenes anacrónicas de lo que es el mundo agrario. Sobreviven porque están arraigadas en el imaginario popular y porque son políticamente rentables. Pero reflejan poco lo que es el campo del siglo XXI. 

RA: ¿Qué distinguió a esa gran propiedad?

RH: La gran propiedad fue un rasgo distintivo de la economía de exportación pampeana, sobre todo en tierras ganaderas. Fue muy importante en el sur y oeste de Buenos Aires, y en muchos otros distritos de ocupación tardía. Pero lo que hay que recordar es que aquí no existió el correlato social que suele acompañar a la gran propiedad en otras sociedades agrarias europeas o latinoamericanas, donde el terrateniente ejercía un gran influjo sobre la sociedad local, y podía traducir ese influjo en capital político, preeminencia social, etc. Algo de eso hubo en el noroeste, en lugares como Salta. Pero en la pampa, la gran estancia fue el producto de la expansión del capitalismo agrario, y siempre se subordinó a esa lógica. Era y es una empresa capitalista, no una unidad social. A veces fue también una unidad de recreo, y un motivo de orgullo para sus dueños. Pero políticamente nunca contó mucho. De hecho, las grandes mansiones rurales de la era dorada del crecimiento exportador fueron construidas de espaldas a la sociedad rural local, a distancia del pueblo, para el disfrute exclusivo de sus propietarios (y hoy de los amantes del turismo de estancias que pueden pagarlas). Están hundidas en un parque, protegidas de la mirada de los curiosos por un denso bosque. No fueron pensadas para conectarse con la sociedad, para ejercer o reforzar liderazgo. Ni se les reclamaba, ni podían ejercerlo.

RA: ¿Cuándo surge entonces ese imaginario del gran propietario rural como “el enemigo”?

RH: Cuando uno recorre la historia del problema agrario argentino puede comprobar que la gran propiedad siempre fue un tema polémico. Lo fue ya para Sarmiento y los liberales de su generación, que querían forjar un campo de farmers, no de grandes terratenientes, y arraigar sobre esa base a las instituciones de la república democrática. No les gustaba la gran propiedad porque la veían como el ambiente en el que se había forjado la dictadura de Rosas, que había dado lugar al caudillismo. En la Argentina, la civilización es urbana, no rural. Y la gran propiedad nunca alcanzó la legitimidad que tuvo en Europa, donde el poder del señor y la presencia de la gran propiedad tienen siglos, vienen del fondo de los tiempos. Pero el latifundio recién se convirtió en un problema de cierta envergadura desde la década de 1910 y con mayor fuerza en la década de 1930. ¿Por qué? Porque en la estela del Grito de Alcorta comenzó la era del conflicto social agrario, de la disputa entre arrendatarios y terratenientes. Justo cuando el régimen político se volvía más democrático e inclusivo. En esos años se extendió la creencia de que no había progreso social posible en el campo, que el campo era el reino de la injusticia. Hasta entonces no había sido así, no lo era para Sarmiento y tampoco para José Hernández, que no tenía mala opinión de los propietarios (en el Martin Fierro los malos son otros, comenzando por los agentes del estado). En la era liberal hubo mucho cambio social en la campaña, con progreso social para muchos. Si alguien recorría la campaña en 1870 y la volvía a visitar en 1910 se encontraba con un mundo muy transformado.

TA: ¿A partir de ese momento comienza a enlentecerse el proceso de mejora social?

RH: Desde entonces el cambio fue más lento y, sobre todo, las oportunidades de mejora social para las mayorías se fueron cerrando. Era quizás inevitable, porque estaba dejando de ser una sociedad de frontera. Menos acceso a la tierra, menos oportunidades de mejora para los trabajadores. Todo esto sobre un fondo donde el contraste con el brillo de la sociedad urbana se hacía más marcado. Ya en la década de 1920 estaba claro que quien quería progresar en serio lo mejor que podía hacer era irse a probar suerte a la ciudad, a Buenos Aires, que entonces estaba en auge. Y poco después vino la Crisis del Treinta, que fue muy dura en el campo, que empobreció a muchos chacareros, provocó expulsiones, dejó a mucha gentes sin trabajo, y acentuó la migración hacia las ciudades. Entonces se afirmó la imagen que ve al campo como el reino de la injusticia social. Y al gran terrateniente como el arquitecto y gran beneficiario de ese orden injusto, emblema de los males que aquejan a la Argentina. Es una idea que fue cobrando envergadura en el periodo de entreguerras.  

RA: El escenario estaba dispuesto para una figura como Perón.

No es casual que Perón, como buen político, y como político sensible al problema de la justicia social, haya puesto allí el ojo. Para 1945 la gran propiedad ya no tenía ningún peso electoral y, en una Argentina donde el producto industrial supera al agrario los problemas sociales del campo se estaban volviendo políticamente marginales. Recordemos que, según el censo de 1947, la tasa de urbanización de la región pampeana era de más del 70 %. Pero lo que importaba, y mucho, era el lugar que el problema del latifundio ocupaba en la imaginación política. Por eso Perón dijo “quiero colocar a esos terrateniente oligarcas en el lugar de mis mayores enemigos, y voy a hacer campaña castigándolos, proponiendo una reforma agraria”. Por supuesto, una vez que llegó a la presidencia tomó otro camino. Su prioridad siempre fue otra: el núcleo de su programa de justicia social estaba dirigido a elevar el nivel de vida de los trabajadores urbanos, que eran los que decidían las elecciones e incidían mucho en la puja de poder, a través de sus organizaciones sindicales. Al campo lo necesitaba para generar alimentos baratos y divisas, ventas externas. Y a los peones rurales los necesitaba poco y nada. Por supuesto, una ola justiciera de tanta magnitud como la de 1946 no dejó al campo intocado: el Estatuto del Peón, el congelamiento de los arrendamientos, todo eso parte de la historia peronista… Pero la gran batalla por la construcción de una nueva coalición política apoyada sobre las clases trabajadoras se libraba en la ciudad. Para Perón, apostar muchas fichas a cambiar el campo era perder el tiempo.

TA: Tomo ese punto. Perón sanciona el Estatuto del Peón Rural en 1944 y el kirchnerismo sanciona un nuevo estatuto en 2011, con avances importantes en materia de protección laboral para los trabajadores del sector. ¿Qué hace que hablemos de que el peronismo tiene “conflictos con el campo” (es decir, con un sector productivo) y no, simplemente, de “conflictos con el capital”?

RH: El kirchnerismo recién puso la atención sobre el problema del trabajo rural luego del 2008. Hasta entonces tenía cosas más importantes de que ocuparse, porque el núcleo de nuestra pobreza y de nuestros problemas de empleo es la periferia urbana. El peso relativo de la fuerza de trabajo en el agro pampeano es muy reducido, porque la actividad productiva está muy mecanizada. Distinto es el caso de algunas producciones regionales, que sí emplean más trabajo, sobre todo trabajo estacional para las tareas de cosecha, muchas veces contratado de manera informal. Allí está el núcleo de los 3,5 millones de puestos de trabajo que genera todo el agro. Pero, visto en conjunto, y siempre con algunos “peros”, hay pocas tensiones entre trabajo y capital en el campo pampeano. El hecho de que la UATRE se haya plantado del lado de sus empleadores en 2008 y que luego el Momo Venegas lo haya transformado en un firme aliado formado del PRO de Macri nos dice algo al respecto. Por buenas o malas razones, se sienten parte del bloque agrario, atan su suerte a ese mástil. Más original y más relevante es la intensidad del enfrentamiento entre el kirchnerismo, o el peronismo urbano, y el sector agropecuario. Es muy difícil encontrar, en otros países, un fenómeno análogo, donde una fuerza política tan importante, una fuerza de gobierno, conciba, al menos en el plano retórico, a un sector de actividad tan relevante como un enemigo que debe ser combatido. No me parece una idea muy brillante, sobre todo en un país que, para mejorar el nivel de vida de sus mayorías, sí o sí necesita fortalecer su perfil exportador… Relacionarse de este modo con un sector que contribuye como ninguno a resolver el crucial problema de la anemia exportadora y la falta de dólares creo que es un error.

Los conflictos entre gobiernos nacional-populares, o de izquierda, y clase capitalista son frecuentes en muchos países, y en ciertas circunstancias inevitables e incluso deseables. No creo que los argumentos de los empresarios, o la visión de los dueños de empresas, tengan que ser el norte de la conversación pública. De allí a ver a todo un sector como un problema, con sospecha, hay una distancia. En vez de denunciar al campo y a sus voceros, prefiero el camino que tomó Alfonsín cuando en 1988, al inaugurar la Exposición de Palermo, fue abucheado por la barra brava de la Sociedad Rural: “no son los verdaderos productores agropecuarios los que me silban”, les dijo. También les dijo cosas durísimas, pero pensaba que era un error impugnar al empresariado del campo en su conjunto. Habiendo dicho esto, agrego que muchas de las tradiciones políticas y culturales que predominan en el asociacionismo agrario no me gustan nada. Pero esto es un tema secundario. Vivimos en una sociedad plural, tenemos que convivir y trabajar con los que piensan distinto, en nombre de objetivos superiores. Me gustaría que, en el futuro, la relación entre el sector agrario y los funcionarios públicos de máximo nivel se plantee en términos que recojan algo de la actitud de Alfonsín. Un sector tan crucial no puede ser concebido como parte del problema sino como parte central de la solución a los problemas argentinos.

RA: El peronismo cordobés pareciera tener una relación con el campo mucho más dinámica y amigable. Esa visión del peronismo nacional sobre el sector, ¿creés que surge de una mala estrategia o realmente no termina de entender bien qué es el campo hoy y cuáles son sus actores, por lo que terminaría retomando una visión del pasado?

RH: Trabajos como los de Federico Zapata nos muestran que otros peronismos, como el de Córdoba, una provincia muy importante en términos agrícolas, se relacionan mejor con el sector agrario y, en general, con el empresariado del campo. ¿Hasta qué punto el peronismo del conurbano bonaerense, que es el que domina en el plano nacional y el que desde comienzos de siglo marca el ritmo de lo que hace la Casa Rosada, puede aprender de esa experiencia, tomar otro camino? Seguramente la relación con el sector agrario puede mejorar, con beneficio para el país todo. Pero creo que soy menos optimista que Federico, porque las restricciones que operan sobre uno y otro peronismo no son las mismas. Antes que verlo como un conflicto de ideas y de culturas políticas prefiero entenderlo ante todo como un conflicto de raíz estructural, determinado por el lugar que cada peronismo ocupa en el mapa del poder. Sobre la elite kirchnerista: entiendo a los que dicen que un grupo dirigente que le dio mucho poder durante mucho tiempo a un personaje tan tosco y dañino como Guillermo Moreno no puede tener argumentos de política económica decentes. Pero quisiera ver el problema a la luz de su mejor versión, de la manera más empática. Y esto me lleva a pensar que desde la Casa Rosada las cosas se ven distinto que desde Córdoba pues cobra otro relieve, por ejemplo, la cuestión fiscal. Y esto me invita a concebir la disputa con el sector agroexportador, ante todo, como una disputa que, más que ideas o valores, está determinada por los intereses de esa dirigencia y, por supuesto, por los demandas de sus seguidores, de sus votantes. 

«Quizás tenga sentido hablar de una burguesía agraria, pero ya no de una burguesía terrateniente«

¿Dónde está el núcleo duro del peronismo de Cristina, su base más constante y fiel? Entre los votantes más pobres del conurbano, esos que no pueden esperar. Esos que, desde que el kirchnerismo de 2005-2008 permitió que la Argentina retornara al mundo de la inflación, destruyendo toda posibilidad de ahorro popular de mediano o largo plazo, en las buenas o en las malas (y desde entonces ha habido más malas que buenas), no tienen más horizonte que el día a día. Necesitan hoy, no pasado mañana, el auxilio del Estado: tarifas subvencionadas, AUH, etc. Para estos sectores todo proyecto de crecimiento económico que invite a sacrificar presente en nombre del siempre esquivo largo plazo es una propuesta muy poco atractiva. Entonces entiendo por qué Cristina dice “subamos las retenciones y congelemos las tarifas; mañana vemos cómo seguimos”. Pese a que a Cristina le gusta la idea de la estadista con vista de águila, es claro que su horizonte político es muy corto. En 2006 o 2007, cuando había margen fiscal, se perdió una oportunidad, y desde entonces las cosas se hicieron más difíciles. En Córdoba, en cambio, la tienen algo más sencilla: no están obligados a pensar en la solidez de la moneda ni en la estabilidad macroeconómica. Y no tienen que lidiar con la demanda constante del conurbano, ni con los movimientos sociales que rodean al Ministerio de Desarrollo Social, ni con las tomas de tierra en Florencia Varela.

TA: Es decir que esa retórica antagonizante te parece una estrategia inconveniente pero racional, en el sentido de que necesita legitimar una transferencia de recursos para sostener una coalición social que constituye su base de apoyo político.

RH: Exactamente. No es buena para la Argentina pero está al servicio de objetivos que uno puede compartir o no, pero que son políticamente legítimos y racionales. Esa retórica sirve para templar la mística de la militancia que tiene una visión agonal de la política y, sobre todo, para darle legitimidad a un régimen fiscal de baja calidad, y malo para el crecimiento. Cumple una función similar a la queja contra los helechos iluminados de Horacio Rodríguez Larreta: «Necesitamos esos recursos más que ellos, vamos a darle mejor uso». 

RA: La pregunta es si es sostenible a largo plazo tener al sector agropecuario como enemigo.

RH: Está claro que lo que es bueno para el día a día y para mantener a flote a este tipo de peronismo no ayuda a que dentro de 5 o 10 años el país esté mejor, con más empleo de calidad, más exportaciones y más crecimiento y, por tanto, con cuentas públicas más saneadas y una moneda más sólida. Pero, sabemos, el largo plazo es un lujo que la política argentina hace tiempo que no sabe cómo darse.

TA: Recién dijiste “este peronismo», señalando a una de sus versiones. ¿Creés que los conflictos del peronismo con el campo ilustran que es una tensión inherente a la identidad política peronista o es más bien contingente? Es decir, ¿es un elemento esencial e inevitable o es algo circunstancial y, por tanto, evitable?

RH: La travesía del peronismo nos muestra que, en la vida política, puede haber tensiones y disputas de gran intensidad pero que ello no es igual a contradicciones constitutivas, estructurales. Un recorrido por su historia muestra que, como toda fuerza política importante, tiene mitos identitarios y tradiciones, pero no posiciones de principio irrenunciables. No hace falta traer a la conversación a Menem y al giro pro-mercado -sostenido por casi toda esta fuerza política por una década-, para ilustrar este razonamiento. Basta con acordarse del propio Perón. Ganó las elecciones de febrero de 1946 levantando tres banderas: justicia social, soberanía política e independencia económica. En los primeros años de su gobierno fue muy generoso en términos de distribución. Su revolución distributiva de 1946-48, la más importante de toda nuestra historia, fue central para consolidar una base de apoyo que en 1945 o 1946 todavía no tenía fidelizada. En 1946 también jugó la carta nacionalista: “Braden o Perón”. Pero sabemos que cuando percibió que tenía más margen de maniobra acortó la rienda y se dispuso a cambiar el rumbo, acicateado por la crisis de fines de los cuarenta. Entonces los salarios bajaron y la revolución distributiva se frenó. Y las otras dos banderas también las arrió. Cuando pudo cambiar, primero porque la Guerra Fría hizo posible el acercamiento, y luego porque Perón entendió que necesitaba de la ayuda del capital norteamericano para obtener energía y empujar la industria, no lo dudó un minuto. En 1953 recibió al hermano del presidente de Estados Unidos, a Milton Eisenhower, como si fuese un amigo de toda la vida. El mismo presidente que unos años antes había llegado al poder diciendo «Braden o Perón», y que en 1949 sancionó una Constitución nacionalista le abrió le puso la alfombra roja al capital norteamericano. Si el acercamiento a Estados Unidos descarriló no fue por la contradicción que suponía con las Veinte Verdades Peronistas sino por el golpe de 1955. 

TA: Lo que demuestra cierta flexibilidad, cierto pragmatismo para definir las estrategias políticas a seguir.

RH: El peronismo es muy versátil, muy capaz de reformular su estrategia política, de mezclar viejos y nuevos lenguajes. Pero es un partido mayoritario, y esto le impone una restricción enorme, no puede hacer cualquier cosa. Puede hacer muchas cosas, pero siempre y cuando el rumbo adoptado prometa traer dividendos políticos y sea electoralmente redituable, y sirva a la mejora de la condición material de sus bases. De otro modo, no se sostiene en el tiempo. Este ductibilidad se ve en el caso de Cristina. Antes de ser “Cristina eterna”, fue otras cosas. Recordemos que en 2007 hizo campaña diciendo «yo quiero ser como Angela Merkel», con la idea de institucionalizar la transversalidad, y darle un barniz de sofisticación europea al movimiento nacional-popular. Después vino la crisis del campo y todo cambió. Pero no descartaría que, si se vuelve políticamente redituable, una propuesta de este tipo se vuelva a escuchar. Y puede haber otras estrellas polares que orienten la marcha, todo es posible. Antes de Alberto Fernández, el candidato presidencial del kircherismo fue Daniel Scioli. ¿Este hijo de Menem es el límite que el peronismo de nuestro tiempo puede tolerar? Figuras como Sergio Berni, que hoy tiene respaldos importantes en la cumbre del poder, nos muestran que otras opciones aún más preocupantes están sobre la mesa.

TA: Es difícil hablar de esencialidad en política en general y en el peronismo en particular, podría decirse. 

RH: Sobre todo en las fuerzas mayoritarias de una sociedad que no siente demasiada simpatía por los extremos ideológicos, que no organiza su oferta política en torno al eje izquierda-derecha, y que tiene partidos que quieren representar un arco bastante amplio. Por supuesto, las posiciones se vuelven más duras e identitarias cuanto más nos alejamos del centro de gravedad político, pero eso lleva a lugares políticamente marginales. Los que están en el negocio de disputar por el poder tienen muy claro que la rigidez no es políticamente rentable. Y esto no es nuevo. Antes de que marcara la historia del peronismo, marcó la del radicalismo, durante el cuarto de siglo en que Yrigoyen convirtió a la UCR en un partido mayoritario.

TA: ¿Cómo evaluás la postura que otros espacios progresistas no-peronistas tuvieron hacia el campo históricamente? Pienso en el caso del Partido Socialista a principios del siglo XX, con Juan B Justo como referente, y a mediados de siglo, con los gobiernos peronistas.

RH: El Partido Socialista fundado por Juan B. Justo a fines del siglo XIX fue un partido urbano. Pero como Justo tenía la ambición de pensar un programa de reforma para toda la Argentina, el campo tenía que entrar en el radar. Y lo que hizo fue elaborar una visión que recoge mucho de una larga tradición de crítica a la gran propiedad de inspiración liberal que lo precedía. Con eso, más la literatura socialista europea de ese momento, con Berstein más que con Kautsky, en 1901 dio forma al Programa Socialista del Campo. Al igual que para los liberales, su horizonte era la agricultura farmer, a la que quería ver rodeada y sostenida por un mundo cooperativo. Creo que luego de Justo no hubo muchas novedades de importancia en la visión socialista del campo. Y, lo más importante, al socialismo nunca le fue bien en el campo. De hecho, el núcleo dirigente del socialismo nacional siempre estuvo ligado a la política urbana, y en particular a la política porteña, que es donde tenían su principal base de apoyo. Esto no cambió tras el nacimiento de la Federación Agraria, porque la dirigencia federada (y seguramente también sus bases) prefirió buscar sus aliados en las fuerzas que controlaban el estado, el radicalismo y el conservadurismo. La Federación Agraria nunca estuvo tan cerca de un gobierno como con el de Manuel Fresco, el gobernador del fraude. Creo que las dificultades del socialismo para hacer pie en el campo hicieron que no tuviera tantos estímulos para renovar su visión del problema agrario. Ni en el periodo de entreguerras, ni en los años peronistas. A los comunistas les pasó algo parecido.  

TA: ¿Eso se extiende al socialismo santafesino en la actualidad?

RH: Con Binner, el socialismo de Santa Fe logró algo que hasta entonces había sido muy difícil, que es armar un tercer polo de poder, una tercera opción que pueda gobernar y sostenerse en el tiempo en un distrito importante. En relación con tu pregunta, lo primero que hay que decir es que este proyecto nació en el medio urbano. Comenzó con la conquista de Rosario en 1989, y luego poco a poco avanzó sobre el resto de la geografía santafesina, y lo hizo con bastante éxito en distritos rurales o donde lo rural pesa mucho. Gobernó una provincia con una gran ciudad y también con una economía rural muy importante, y logró forjar una relación productiva y pragmática con el mundo de la producción agropecuaria. Un poco como en la Córdoba que mencionábamos hace un rato, pero al servicio de un proyecto progresista, más amigo de la igualdad y la diversidad, que logró afirmar sobre todo en aquellos lugares donde encontró bases políticas que lo ayudaran a avanzar por este camino. Y ha logrado manejar bien las tensiones que toda fuerza política de inspiración socialdemócrata enfrenta al encontrarse con un mundo de propietarios como es el de la Santa Fe rural.

TA: ¿Hay una actualización del pensamiento de izquierda sobre el campo?

RH: Cobra cada vez más relieve la voz ambientalista, que me parece fundamental en un mundo como el de hoy, signado por la crisis climática. Un proyecto progresista para el campo debe preocuparse por el crecimiento sustentable, amigable hacia el ambiente. Pero, contra lo que a veces se escucha en el discurso ambientalista, tenemos que tener claro que nuestras mayores deudas con el ambiente son urbanas, no rurales. Las principales son la recuperación de la cuenca del Matanza-Riachuelo y del Reconquista, que vuelve más penosa la vida de varios millones de personas que viven en la vera de esos desastres ambientales. Esa tiene que ser nuestra gran “causa nacional” en términos de recuperación de un ambiente degradado, que afecta muy directamente la vida de los más pobres. Me gustaría ver más interés en esta cuestión y menos en la verdura o la carne orgánica, que son lujos de los que están cómodos, del 10 o el 20 por ciento superior de la pirámide del ingreso, de los que no tienen que preocuparse sobre cómo llegar a fin de mes. Y, sobre todo, me gustaría una discusión que incorpore de manera más central la pregunta por cuál tiene que ser la contribución del campo a la construcción de una sociedad más democrática, más capaz de ampliar los horizontes de sus clases populares. Y esto significa, creo, poner en relación el cuidado del ambiente con el crecimiento de la economía y la distribución de sus frutos. Preocuparse por el bosque nativo, o por qué la gente como yo tenga su bolsón de verdura orgánica con delivery a domicilio puede hacerse sin pensar mucho en estos temas. Pero si metemos a los pobres en la ecuación la cosa cambia. Y esa agenda se tiene que poner en relación con otras. Pues sin crecimiento económico sostenido –y esto significa más presión sobre los recursos– no hay posibilidad de darle un futuro mejor a los millones de argentinos que están en el fondo del pozo.

RA: ¿Por qué? ¿Y qué hay de lo específicamente rural?

RH: Porque esta Argentina estancada, que cada día degrada más las condiciones de vida y las esperanzas de las mayorías, no logrará nada perdurable si no logra poner en marcha la rueda del crecimiento. No alcanza con distribuir mejor lo que hay. Hace falta agrandar la torta, y sumar a millones al mundo del trabajo formal, al empleo de calidad. Y esto significa que debemos insistir más en la importancia del sector rural para promover el crecimiento, ya no sólo del campo, sino de toda la economía nacional. No es una tarea exclusiva del agro, pero sin un agro pujante, sin más exportaciones, no podremos ampliar el mercado interno y satisfacer las demandas de empleo y de consumo de las mayorías. Para sacar a medio país de la pobreza, y ofrecerle un futuro mejor a las clases populares, la Argentina necesita un sector exportador pujante. ¿Con qué instrumentos contribuir a impulsarlo? Política sectorial bien orientada, una macroeconomía ordenada y más colaboración público-privada, por supuesto. Pero también con estímulos fiscales. Y en el caso del agro esto significa reducir los impuestos que son malos para el crecimiento y para una mejor distribución social y regional de los frutos del crecimiento. Esto significa, en mi opinión, menos retenciones y más impuestos al suelo.

TA: ¿Cuáles serían las principales ventajas de avanzar hacia un esquema de ese tipo, con menores impuestos a las exportaciones?

RH: La primera es que menos retenciones supone un premio a la inversión productiva; más inversión y más tecnología que van a traer un aumento del volumen exportable. Una baja de las retenciones también servirá para estimular la actividad en el interior, que tiene costos productivos y de transporte más altos. Un esquema de este tipo, bien calibrado, puede utilizarse, también, para diversificar la canasta productiva, para evitar tanta concentración en la soja, que tiene sus costos ambientales. Más inversión, una economía más federal, más cuidado del suelo y, sobre todo -o más urgente- más exportaciones. En una Argentina que hace una década que no ve crecer el volumen de sus ventas externas, esto es fundamental. Más exportaciones significa un mercado interno más grande, condición necesaria para aumentar la oferta de empleo y aumentar los salarios. Y un perfil exportador más sólido significa mejores condiciones para atenuar la fragilidad macroeconómica de la Argentina. El rol dinamizador de un comercio exterior pujante se siente mucho más allá de los sectores directamente vinculados con el agro. En la industria volcada sobre el mercado interno y sobre todo en el sector de servicios, que es muy sensible a la expansión económica que se produce con el ingreso de dólares provenientes del campo. Si queremos sacar a la mitad de la Argentina de la pobreza tenemos que promover iniciativas que expandan sobre todo el sector de servicios, principal demandante de empleo de nuestro tiempo. 

TA: ¿Cuáles serían las ventajas de la otra parte de la propuesta, la de gravar más el suelo?

RH: Es el costado igualitario de la propuesta, la prenda de paz que el campo tiene que ofrecerle al resto de la sociedad a cambio de un tratamiento más benévolo para la inversión productiva. La tributación siempre tiene dos caras: una que mira la eficiencia, el impacto sobre la producción; la otra, está inspirada en los valores que, como comunidad, queremos promover. Y a mi me interesa promover la igualdad. La presión impositiva sobre la actividad agropecuaria exportadora es muy alta en términos comparativos: más que en Uruguay o Brasil, Australia o Canadá. En pocos países hay impuestos a las ventas externas tan altos. Por eso, además de reducirlos de modo de promover el crecimiento de las exportaciones, sería conveniente que el fisco grave menos la actividad productiva y más el patrimonio. En la comparación internacional se ve que los impuestos al suelo y a la herencia son bajos en nuestro país. En proporción, se paga más impuestos de patente por un auto que por una casa o una hectárea de campo. Y esto, como ha mostrado Thomas Piketty, es un gran productor de desigualdad, y de desigualdad intergeneracional. Esto es más viable que en otros tiempos porque parte importante de las empresas agrarias trabajan tierra que no les pertenece. Podemos gravar más el suelo sin dañar el potencial de las empresas para crear riqueza, y haciendo recaer un mayor porcentaje del impuesto sobre dueños que son rentistas, que perciben un ingreso que no es producto de su esfuerzo productivo. 

«Un perfil exportador más sólido significa mejores condiciones para atenuar la fragilidad macroeconómica de la Argentina«

TA: ¿Hay incentivos políticos para avanzar en esa dirección? En principio eso implicaría que el Estado nacional resigne cuantiosos recursos y simultáneamente acepte un empoderamiento fiscal de las provincias en relación al Estado central, lo que podría darles mayor autonomía relativa y encarecer los costos de la gobernabilidad…

RH: Soy muy consciente de que es más fácil proponerlo que hacerlo, porque un cambio en esta dirección requiere acuerdos entre gobiernos de distintos niveles. Y que la Casa Rosada resigne ingresos, que a veces ha utilizado de manera discrecional, para premiar aliados políticos, para castigar rivales, etcétera. Acotar esa discrecionalidad me parece bueno. Pero, al margen de su posible efecto sobre la desigualdad, lo que más valoro en el plano federal es que ayudaría a forjar un federalismo en el que las administraciones provinciales tengan más incentivos para recaudar, porque de este modo invertirán más energía en ver de qué manera generar riqueza en sus propios distritos. Redefinir las relaciones entre estado federal y provincias tal vez sólo sea posible en un contexto de mayor holgura fiscal. En todo caso, creo que debemos tener claridad respecto a cuál es el horizonte deseable: más estímulos al crecimiento, mejor distribución regional y social de sus frutos.

RA: Una mayor correspondencia fiscal. Decir «si querés aumentar el gasto, preocupate también por generar los recursos». 

RH: Tocaste uno de los grandes problemas de nuestro federalismo. Contamos con un conjunto muy importante de provincias que resuelven sus problemas fiscales con transferencias por coparticipación y que, por tanto, se desentienden de recaudar y de estimular la actividad económica, de expandir el trabajo formal en el sector privado, de mejorar el sistema educativo, de incrementar la transparencia de su gestión, etcétera. Es un tema importante, uno más. La Argentina que emergerá de la pandemia tendrá demasiadas zonas oscuras. Tenemos que trabajar para dejarle a las próximas generaciones algo más que un paisaje de ruinas, o la Argentina mediocre que nosotros heredamos. Debidamente orientado, el campo puede hacer un gran aporte a la difícil tarea de construir un país con un horizonte de progreso para todos. 

* El autor es historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Es investigador principal del Conicet y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Se ha dedicado a investigar en profundidad la historia del campo argentino y las élites agrarias. Su último libro es ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe (Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2018).

Falacias y argumentación jurídica en la discusión sobre el aborto

Un repaso crítico de las argumentaciones jurídicas de diputados y senadores que se oponen al proyecto

Opinión | Por Tomás Allan* |

Hoy el Senado de la Nación Argentina discutirá y decidirá sobre uno de los proyectos de ley más trascendentes de los últimos años, ante la mirada expectante de una marea de pañuelos que seguirá con atención -desde casa o en las calles- lo que suceda en el recinto. A partir de las 16 horas comenzará la sesión que involucra el tratamiento del proyecto para habilitar la Interrupción Voluntaria del Embarazo hasta la semana 14 de gestación, luego de varias exposiciones en ambas cámaras que se suman a las más de 700 que se habían dado en el año 2018, cuando la legalización del aborto fue rechazada por una mayoría de senadores luego de haberse aprobado en la Cámara Baja.

A pesar de las centenas de exposiciones, algunas de las cuales han brindado muy buenos argumentos e información para la discusión, algunos sectores insisten en sostener argumentos falaces para apoyar su postura contraria al proyecto. Argumentos que, suponemos, serán repetidos por los propios senadores, tal como ha sucedido con algunos diputados. Por ese motivo parece oportuno hacer un repaso crítico de aquellos, circunscribiéndonos a la dimensión jurídica, que es apenas una dimensión en particular de las tantas que atraviesan al tema.

Falacia 1. El “derecho a la vida” como carta de triunfo. Varios diputados alegaron la inconstitucionalidad de este proyecto fundándose en una pretendida “carta de triunfo”, que serían los artículos de tratados de derechos humanos que hablan del derecho a la vida. El problema es que, precisamente, como sociedad disentimos en torno al contenido y alcance de ese derecho, sobre el momento a partir del cual protegerlo con mayor intensidad (¿la concepción? ¿La semana 14 de gestación? ¿El nacimiento?) y sobre cómo resolver los conflictos que se suscitan a su alrededor; dado que, como sabemos, los derechos entran en permanente conflicto (como en el caso sucede con los del embrión y los de la persona gestante) y gran parte de la deliberación sobre asuntos jurídicos versa sobre cómo establecer esos balances y ponderaciones. Sostener la inconstitucionalidad de la IVE apoyándose en los artículos que hablan del “derecho a la vida”, en términos genéricos, es pretender cerrar la discusión con lo que constituye, apenas, su punto de inicio.

Falacia 2. La autorización expresa de la Constitución. Otros discursos han resaltado que no hay, en el texto de la Constitución, un artículo que autorice específicamente a legalizar el aborto. Esto, nuevamente, se apoya sobre una premisa falsa. No es necesario que la autorización sea específica: es genérica. La Constitución, en su parte orgánica, determina las atribuciones de los tres poderes del Estado. Consecuentemente, en el art. 75 establece en cabeza del Poder Legislativo la atribución de dictar los códigos de fondo, lo que incluye la materia penal. Es decir que es el Congreso el encargado de decidir cuál conducta es un delito y cuál no. La Constitución tampoco autoriza específicamente a determinar que el homicidio o el robo son delitos y eso de ninguna manera implica que no esté autorizado. Como dijimos, la autorización es genérica.

Por este motivo la carga de la prueba se invierte: no se debe demostrar que el Congreso tiene una autorización específica para aprobar este proyecto, sino que quienes sostengan su inconstitucionalidad deberán demostrarnos por qué este órgano no podría ejercer una de sus facultades constitucionales, como es la de incriminar o desincriminar conductas.

Otros dos principios que emergen de la forma republicana de gobierno y que han sido desarrollados por la jurisprudencia argentina consolidan esta distribución de la carga probatoria: deferencia al legislador y presunción de validez de los actos de gobierno. En una república democrática, el juez no sustituye la palabra del legislador, sino que la respeta, la interpreta y la aplica, y solo declara la inconstitucionalidad de una norma ante una evidente contradicción con el texto constitucional. Las declaraciones de inconstitucionalidad son el recurso último, no primario, del sistema institucional. Asimismo, las leyes dictadas por el Congreso de la Nación se presumen válidas hasta tanto no se declare su invalidez en sede judicial. De modo que serán quienes aleguen su inconstitucionalidad quienes deban probar su punto.

Falacia 3. La necesidad de demostrar un derecho constitucional al aborto. Fernando Toller, abogado y profesor de derecho en la Universidad Austral, mencionó en los debates en comisiones que el bloque constitucional mencionaba varias veces el derecho a la vida y ninguna vez el derecho al aborto. Sobre lo primero remitiremos a la falacia número 1. Sobre lo segundo diremos que no es necesario que la Constitución y los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional exijan consagrar este derecho: basta con que no lo prohíban. Además, sí lo han exigido varios organismos encargados de interpretar y aplicar esos pactos, y son interpretaciones que deben tenerse en cuenta considerando que estos instrumentos rigen “en las condiciones de su vigencia”; es decir que deben interpretarse y aplicarse localmente de acuerdo al modo en que lo hagan los organismos internacionales encargados de desarrollar esas funciones.

Por otro lado, el derecho constitucional que sirve de base a este proyecto es el de la autonomía privada, consagrado en el art. 19, que incluye la posibilidad de decidir y desarrollar un plan de vida libremente siempre que ello no dañe considerablemente a terceros. Lógicamente, y a diferencia de otras discusiones sobre libertades civiles (como el matrimonio igualitario, el consumo de cannabis o la identidad de género), parte del debate trata sobre si efectivamente hay daño a un tercero y sobre qué entidad le damos a ese daño a fin de resolver el choque de derechos. Quizás el artículo 19 CN no resuelva la discusión, pero es el punto de partida de los grandes reclamos por libertades civiles emblemáticas.

No obstante, y en sintonía con la explicación del punto 2, la Constitución no resuelve todos los temas controvertidos. El texto constitucional brinda el marco -procedimental y sustantivo- para tomar decisiones, pero el 99,9% de la producción jurídica se da en instancias inferiores a la constitucional. Y los derechos que se enuncian genéricamente en ella son reglamentados luego, con mayor detalle, por leyes y decretos que disponen la forma de ejercerlos. De hecho, muchos derechos ni siquiera encuentran raigambre constitucional sino que simplemente se consagran en instancias inferiores, como leyes nacionales generales, o incluso en normas provinciales y/o municipales. Repetimos: no es necesario que la Constitución demande aprobar este proyecto, alcanza con que no prohíba hacerlo.

Falacia 4. Los pronunciamientos judiciales, la gran omisión. Como dice Andrés Rosler, profesor y teórico del derecho, el derecho tiene carácter autoritativo. Tiene pretensión de autoridad, porque su función es la de resolver los grandes y pequeños desacuerdos que tenemos como sociedad (algunos de ellos de índole moral; algunos de ellos muy profundos). Para resolver esos desacuerdos dictamos entonces una serie de textos que regulan la conducta humana en sociedad. Pero para que esos textos no sean -también- fuente de profundos desacuerdos, establecemos un poder del Estado dedicado a interpretarlos y aplicarlos. Ese poder del Estado es el Poder Judicial, que a su vez se organiza jerárquicamente, con un órgano supremo que se reserva la última palabra en materia de interpretación constitucional. 

En el derecho, la palabra de la autoridad importa. Si empleamos un razonamiento de tipo moral, la apelación a la autoridad generalmente constituirá una falacia, porque una acción no es más o menos correcta desde el punto de vista moral por lo que diga una persona o institución con prestigio. Sin embargo, el lugar de la autoridad en el razonamiento jurídico es diferente: la palabra de la autoridad competente tiene fuerza normativa y debe tenerse en cuenta en la discusión. Esa fuerza no proviene del prestigio sino del lugar institucional que ocupa.

¿Por qué decimos esto? Porque tenemos pronunciamientos judiciales y cuasi-judiciales en la materia: el fallo F.A.L, de la Corte Suprema (2012); el caso Baby Boy, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (1977); el caso Artavia Murillo, de la Corte IDH (2012); recomendaciones y observaciones del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer; del Comité de los Derechos del Niño y del Comité de Derechos Humanos. Todos esos pronunciamientos han ido en un mismo sentido, que es el de permitir la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo en las primeras semanas de gestación; y en algunos casos, incluso, la han demandado. La omisión a todo pronunciamiento judicial en la materia en los discursos que se oponen al proyecto resulta llamativa.

Falacia 5. El homicidio que no es. Por su parte, hubo otro expositor, abogado, invitado a hablar sobre cuestiones de derecho, que equiparó al aborto con un asesinato. No podemos saber si esa fue una apreciación jurídica, pero si lo fuera -y por aborto entendiéramos homicidio, aplicando terminología legal-, deberíamos aclarar que para el Código Penal, el aborto no es un homicidio. En primer lugar, porque ambos están consagrados como dos tipos penales distintos. Y en segundo lugar, porque ambos se sancionan con penas muy diferentes. 

Del propio derecho argentino surge que la mujer (o cualquier persona nacida) y el feto tienen un estatus moral y jurídico diferenciado. Si no fuera así, y se valorara y protegiera igualmente a ambos, no sería posible explicar por qué el homicidio a una persona nacida se sanciona con una pena de 8 a 25 años de cárcel mientras que terminar con la vida de un embrión o feto equivale a 1 a 4 años de cárcel. Más aún: a la mujer le correspondería prisión perpetua en tanto el feto u embrión se considera su propio hijo, encuadrando esta conducta en el tipo penal de homicidio agravado por el vínculo.

Sigamos en el Código. Las dos excepciones a la penalización del aborto, es decir, los dos supuestos que habilitan a una mujer abortar, son: (a) cuando corra peligro su vida o su salud y (b) cuando el embarazo sea producto de una violación. Ambas son, también, demostraciones de que asignamos al embrión un estatus moral y jurídico diferente. Ante estos casos que presentan conflictos entre los derechos de la mujer (a la salud y a decidir y desarrollar un plan de vida libremente), por un lado, y del embrión, por el otro, el Código se inclina por priorizar los primeros.

Esto no nos dice nada sobre su corrección moral. El derecho de alguna forma refleja una “moral social” (léase: un conjunto de principios morales básicos sostenidos de forma mayoritaria en una sociedad particular, en un tiempo determinado) que no tiene por qué ser la correcta y que siempre debe evaluarse a la luz de una moral crítica. Después de todo, la legislación penal argentina sigue manteniendo la penalización por fuera de esos supuestos y no por eso debemos pensar que abortar es en sí misma una acción inmoral. Pero sí nos da un indicio sobre su constitucionalidad: el Código Penal refleja, desde 1921, una “moral social” que valora diferencialmente el derecho a la vida y que ha sido pasivamente tolerada por la Corte, aun con la reforma constitucional de 1994 mediante -en la cual se dotó de jerarquía constitucional a la CDN y a la CADH- y ratificada por este mismo órgano en el fallo F.A.L., de 2012. Valoración gradual también receptada en el caso Artavia Murillo (2012) por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, intérprete última de la Convención Americana de Derechos Humanos.

Si el expositor tenía pretensión de hacer pasar su apreciación por un argumento jurídico, entonces mintió. Si, en cambio, estaba haciendo una apreciación moral, entonces el lugar de enunciación era otro: no estaba respondiendo a la pregunta sobre la legalidad del aborto sino esbozando su propia postura personal sobre la moralidad de la acción de abortar. Postura que, por cierto, no es compartida por el propio derecho argentino.

Obviamente hay una dimensión moral en el asunto, pero la pregunta por la legalidad (¿la Constitución permite aprobar la IVE?) es distinta a la pregunta por su moralidad (¿es moralmente incorrecto interrumpir el embarazo?). Que un abogado con prestigio opine que interrumpir el embarazo es una aberración moral no solo no determina que efectivamente lo sea, sino que no nos da ninguna respuesta a la primera pregunta.

Legal, seguro, gratuito y constitucional

Sin ánimo de abundar mucho más, dado que la idea era hacer un repaso de cuestiones generales de la argumentación jurídica sobre el tema, hacemos una breve síntesis de argumentos que versan sobre artículos concretos (puede verse una crítica más extensa aquí o -mucho mejor- en algunas exposiciones que se dieron en el marco del debate en comisiones en la Cámara de Diputados, como las de Marisa Herrera, Aída Kemelmajer de Carlucci y Andrés Gil Domínguez).

El art. 75 inc 23. de la Constitución Nacional no encuadra en un régimen punitivo sino de seguridad social. No aplica. El art. 4.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos dice que el derecho a la vida «estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento la concepción” (el resaltado es mío). Esa expresión está ahí por algo y ese algo es el de permitir legalizar el aborto a los Estados que quisieran hacerlo (como algunos estados mexicanos y Uruguay). No aplica. La “reserva” hecha a la Convención de los Derechos del Niño, que dice que “se entiende por niño todo ser humano desde la concepción”, no es reserva, es declaración interpretativa y por tanto no modifica los términos en los que se obliga internacionalmente el Estado argentino. No aplica. El art. 19 del Código Civil y Comercial, que establece que “la existencia de la persona humana comienza con la concepción”, no forma parte del bloque constitucional. El CCC es una ley y, como tal, tiene el mismo rango jerárquico que el Código Penal -el cual, como ya vimos, permite el aborto en algunos casos- y sus leyes modificatorias. El Código Penal no tiene obligación de ajustarse al Código Civil y Comercial ni viceversa. Ocupan el mismo escalón en la pirámide jurídica argentina. Ambos conviven y tienen campos de aplicación diferentes. No aplica.

Como dice Gustavo Arballo, el aborto está “en la esfera de lo decidible”: no hay elementos en el bloque de constitucionalidad que definan ni impidan la cuestión de la interrupción voluntaria del embarazo, de modo que entra a jugar el principio de deferencia al legislador. Es decir que es un asunto que no se sustrae de su consideración. Ahora la pelota la tiene el Congreso: en caso de aprobarse el proyecto, tendremos aborto legal, seguro, gratuito y constitucional.

*El autor es abogado (UNLP). Ha publicado artículos de opinión en Palabras del Derecho y La Vanguardia Digital.

Elecciones a la carta

Por Ramiro Albina

Todo indica que el domingo 6 de diciembre tendrán lugar las elecciones legislativas en Venezuela. ¿Elecciones? A pesar de que pueda parecer una contradicción, uno de los triunfos de la democracia a nivel global a partir de la segunda mitad del siglo XX es que incluso los regímenes autoritarios con la mochila cargada de violaciones a los DDHH buscan crear una pantalla de legitimidad, a partir de una extendida creencia en la soberanía popular.

A pesar de quienes aún hoy en día siguen atragantándose con su propia lengua al momento de realizar malabares conceptuales para justificar la dictadura de Nicolás Maduro, las elecciones que tendrán lugar el próximo mes son una muestra más de las arbitrariedades y de la falta de independencia de poderes que impera en Venezuela. Sin embargo, incluso las elecciones amañadas constituyen siempre un día de nerviosismo para los gobiernos ante la posibilidad de que el capricho de la democracia nos de una sorpresa. 

Combate al pluralismo

Desde las últimas elecciones legislativas del año 2015, en las cuales la oposición consiguió 112 escaños frente a los 55 ganados por el oficialismo, el gobierno avanzó en un proceso de radicalización con vistas a eliminar definitivamente del juego político a los opositores. Este proceso encontraría su paroxismo en el autogolpe de febrero de 2017 cuando el Tribunal Supremo de Justicia declaró en desacato a la Asamblea Nacional opositora y se arrogó sus competencias. 

Junto con la intensificación en las violaciones a los Derechos Humanos documentados por organizaciones de la sociedad civil como Provea y el conocido Informe Bachelet de Naciones Unidas, se avanzó en un proceso de continuas inhabilitaciones políticas a los principales opositores. En la siguiente imagen con fecha de febrero del 2018, perteneciente a la ONG Acceso a la Justicia, se puede observar claramente la purga encabezada por los poderes adeptos al oficialismo como el TSJ o el CNE.

Más recientemente, la intervención a las directivas de algunos de los principales partidos de oposición durante este año y su reemplazo por juntas ad hoc integradas por dirigentes más cercanos al oficialismo es un nuevo paso en esa dirección. Como se señala en un documento de Acceso a la Justicia, «(el TSJ) determinó que las juntas ad hoc son las únicas facultadas para postular a los candidatos de esos partidos políticos en las elecciones que convoque el ilegítimo CNE; por ello, ordenó al árbitro abstenerse de aceptar cualquier candidatura no avalada por los interventores».

De juegos y estrategias.

Al analizar las estrategias de los partidos políticos en Venezuela tenemos que tener presente un elemento crucial: el tipo de régimen político, entendido como el conjunto de reglas para el acceso y ejercicio del poder. Generalmente pensamos a los partidos como organizaciones guiadas por la búsqueda de maximización de votos para fortalecer su posición y acceder a cargos legislativos o ejecutivos. Sin embargo, esta generalización puede aplicarse solamente a los contextos de democracias consolidadas en las cuales los actores comparten la expectativa de que en el futuro cercano las elecciones legítimas seguirán siendo el único canal de acceso al poder. The only game in town. Como nos enseña Scott Mainwaring, en contextos de democracias frágiles o autoritarismos competitivos, los partidos no solamente juegan el juego electoral sino también un juego de régimen. Los partidos tienen que prestar atención a conseguir más votos (y competir con otros partidos por ellos), pero al mismo tiempo deben fijar estrategias en torno al régimen político. Estos dos juegos no son independientes sino que la estrategia decidida para uno de ellos puede incidir de forma determinante en el otro. Por esta razón puede ser incomprensible la dinámica política venezolana si la analizamos con las mismas anteojeras que usamos para mirar la política argentina, chilena, uruguaya, etc.

En los últimos meses la discusión dentro de la oposición venezolana sobre si participar o no en las elecciones legislativas llegó a un pico en septiembre cuando un sector, encabezado por Henrique Capriles, había dejado trascender la posibilidad de subirse a la carrera electoral (aún cuando este se encuentra inhabilitado para competir), tomando distancia del sector encabezado por Juan Guaidó. Sin embargo, ante la intransigencia del oficialismo de no postergar las elecciones como solicitó la Unión Europea, Capriles retrocedió y advirtió que su espacio político no participará en las mismas si no son postergadas.

En la dinámica de este doble juego (electoral y de régimen) la oposición venezolana se vio recurrentemente encerrada en un laberinto. Cuando la oposición participó y ganó (como en el 2015) el oficialismo desconoció los resultados; sin embargo, cuando la oposición encabezada por Guaidó apostó a una estrategia de deslegitimación bajo las consignas de «cese de usurpación, gobierno de transición y elecciones libres», ninguna pudo cumplirse mientras el oficialismo encontró la manera de seguir ganando tiempo. Participar o no en las elecciones no parece ser un dilema real cuando se trata de encontrar la manera de lograr una transición de régimen. A pesar de que los argumentos para abstenerse en unas elecciones a medida de Maduro pueden ser razonables, esta decisión es suicida si no está acompañada por una estrategia sobre qué hacer luego de la abstención en un contexto donde el oficialismo controlaría absolutamente todos los poderes del Estado.

Una elección amañada.

En diciembre el chavismo buscará eliminar del mapa al último espacio institucional controlado por la oposición: la Asamblea Nacional. De esta forma, se cae también la falsa pantalla de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), formada en el año 2017 con el objetivo de neutralizar a la primera. El oficialismo ya ha dejado trascender que la ANC podría disolverse a fines de este año marcando un récord: en más de tres año no presentó siquiera un borrador de proyecto constitucional.

A pesar del «indulto» a 110 perseguidos políticos, en un intento del oficialismo por dar una ambiente de mayor legitimidad para las elecciones, Foro Penal asegura que siguen habiendo 333 presos políticos. Las elecciones del próximo diciembre se planean llevar a cabo con un Consejo Nacional Electoral designado de forma express por el cooptado Tribunal Supremo de Justicia (y no por la Asamblea Nacional); con algunos de los principales partidos políticos opositores anulados o intervenidos como Copei, Acción Democrática, Voluntad Popular, y Primero Justicia (con respecto a este último, la intervención había sido suspendida por el mismo TSJ en septiembre), una suerte que también corrieron partidos afines al oficialismo como Patria para Todos y Tupamaro. Además, las elecciones se regirán por un sistema electoral modificado a discreción por el CNE (nuevamente pasando por encima de la Asamblea Nacional). Entre los cambios incorporados de forma unilateral esta el de incrementar los escaños legislativos de 167 a 277 y reducir del 70% al 48% el número de diputados electos nominalmente.

Nicolás Maduro ha demostrado una capacidad de resistencia sorprendente. Ante cada coyuntura que parecía ponerlo contra las riendas, se las ingenió para patear el tiempo hacia adelante. Hay que ser claros en un punto: en Venezuela hay un gobierno que se sostiene sobre las Fuerzas Armadas, con los altos mandos involucrados en crímenes gravísimos y con un ¿líder? que no puede ganar elecciones libres. Como mínimo, el costo de dejar el poder sería la cárcel. De esta manera, mientras no se quiebre el mando militar, la salida pacífica por medio del diálogo parece una tarea imposible sin una cuota de impunidad. Las elecciones libres sin condiciones sólo existen en democracia y Venezuela ya dejó de serlo. Entre tantas interrogantes, podemos recuperar una certeza: el tiempo juega a favor del gobierno.

* El autor es estudiante de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires

Elecciones 2020: ¿Qué es y cómo funciona el Colegio Electoral?

Una introducción al funcionamiento del Colegio Electoral, previo a las elecciones en Estados Unidos

Por Joaquín Nuñez |

La mayoría de la gente se suele encontrar, muy cada tanto, con las palabras “Colegio Electoral”. La escuchan en la televisión, la radio e incluso la leen en los diarios. Este proceso ocurre solo cada cuatro años, cuando hay elecciones presidenciales en los Estados Unidos. En vísperas de las elecciones del 3 noviembre, vamos a explorar un poco este concepto.

Este sistema de elección se decidió en el año 1787 durante la “Gran Convención de Philadelphia”, la cual, luego de un extenso tire y afloje, terminó con la firma de la Constitución Nacional. En dicho evento se decidió que el gobierno federal debía ser elegido mediante los electores, quienes representan a los estados. Se dice que llegaron a este acuerdo para contentar a los estados del sur, quienes no querían perder influencia en el proceso electoral.

James Madison, no el futbolista inglés, sino uno de los padres fundadores, expresó en el artículo número 39 de “El Federalista” los motivos por los cuales había que implementar este formato. «La elección del presidente debe ser mediante una combinación entre la elección del Senado y la Cámara de Representantes, una mezcla de federalismo y voto popular», expresaba.

El Colegio Electoral, como el helado de sambayón, tiene sus defensores y sus detractores. Los padres fundadores se cansaron de repetir la expresión “checks and balances”, en español “controles y equilibrios” pero usualmente traducido como «frenos y contrapesos». Entonces idearon un sistema que establecía un balance entre el pueblo norteamericano y los estados para elegir al gobierno federal. Así nació el Colegio Electoral.

Habiendo estudiado las imperfecciones de una democracia directa, quisieron evitar caer en lo que, años más tarde, John Stuart Mill bautizó como “Tiranía de la mayoría” en su ensayo Sobre la Libertad. Sin embargo, sus detractores han ido creciendo en número desde el 2016, cuando Hillary Clinton ganó el voto popular por casi tres millones de votos pero perdió por 74 electores. Me estoy adelantando un poco. Antes de seguir, vamos a explicar en qué consiste este procedimiento.

¿Qué es el Colegio Electoral?

Estados Unidos ejerce una democracia indirecta. Si bien elige a sus legisladores por voto popular, no es el caso del Poder Ejecutivo. Como ya hemos visto, los padres fundadores le encomendaron esta tarea al Colegio Electoral.

La metodología es la siguiente: llega el día de la votación. Usted se despierta, insulta, se viste, se perfuma y sale a votar. Llega al cuarto oscuro dónde va a elegir la boleta con la cara del candidato de su preferencia. Hasta aquí todo normal. Pero usted no está directamente votando por ese candidato sino por electores que han prometido votar por ese candidato que usted está eligiendo.

La votación se realiza en cada uno de los 50 estados y cada uno de ellos tiene un número de electores asignado que van a votar por el candidato que haya obtenido la mayor cantidad de votos en su estado en particular. Con una pequeña salvedad: el candidato que obtiene esa mayoría en el voto popular del estado se lleva todos los electores del mismo. Por ejemplo, en el 2016, Donald Trump derrotó a Hillary Clinton por 47,5% a 47,3%, en Michigan. Apenas más de 10.000 votos en una elección donde participaron más de seis millones de personas. Ese mínimo margen le valió para llevarse los 16 electores. Se podría simplificar diciendo que el ganador se lo lleva todo.

Ahora bien, ¿quiénes son estos electores? No son extraterrestres que llegan para votar en su plato volador, sino que son personas de a pie, gente común que compra el diario todos los días. Son elegidos por los partidos políticos, con la promesa de votar por el candidato que haya ganado en su estado. Por ejemplo, el que Donald Trump gane en Iowa, significa que la gente ha votado por los electores del Partido Republicano en dicho estado y estos últimos han prometido votar por Trump.

El día de la elección estas personas se reúnen en la capital de sus respectivos estados y firman un documento conocido como “Certificación de voto”. Este último es enviado a la oficina del Presidente del Senado de los Estados Unidos. El 19 de diciembre se develan estos certificados y el 6 de enero se convoca al Congreso para que los certifique, declarando a un ganador, que por supuesto, se sabe desde el día de la elección. No hay mucho suspenso en este paso.

Mapa del colegio electoral. Fuente: Scholastic Magazines

Los estados de Nebraska y Maine son la excepción a la regla, ya que dividen sus votos electorales; esto quiere decir que ambos candidatos pueden recibir votos electorales por parte estos estados.

En 1906 se estableció que el número total de electores a repartir iba a ser de 538, los cuales se disputan cada cuatro años en el mes de noviembre. Este número es el equivalente a los miembros del Congreso, a los 435 representantes de la Cámara baja, a los 100 integrantes del Senado y a los 3 legisladores de Washington DC. Para ganar una elección presidencial es necesario llegar al “número mágico” de 270 electores. Si uno llega a ese número puede golpearse el pecho porque automáticamente se convierte en presidente electo. En el caso de que ningún candidato llegase a esos 270, la Casa de Representantes elegirá al nuevo presidente.

Hay estados que otorgan muchos votos electorales, como California (55), Texas (38), Nueva York (29) o Florida (29). Otros otorgan menos, pero no por eso son menos importantes, como Wyoming (3), Dakota del Sur (3), Vermont (3) o Utah (6).

Los electores no tienen obligación legal de votar por el candidato por el cual prometieron votar. Si bien no es lo más ético, esto ha ocurrido a lo largo de la historia en un total de 157 oportunidades, aunque nunca alteraron el resultado de la elección. A estos incumplidores se los denomina “electores infieles”. Sin ir más lejos, en las últimas elecciones hubo 7 de estos casos. Cuatro electores de Clinton en el estado de Washington votaron por Colin Powell (3) y por Faith Eagle (1) para presidente. A su vez, en Texas, dos electores de Trump votaron por John Kasich y Ron Paul respectivamente. Por último, Bernie Sanders recibió un voto electoral en el estado de Hawai.

Mapa del 2016. Fuente: Business Insider

En la Constitución Nacional, artículo dos, sección primera, cláusula segunda, se especifica a cuántos electores tiene derecho cada estado. El número está definido por la densidad poblacional de cada uno, la cual se establece mediante los censos, que tienen lugar cada diez años. Este número del censo determina cuantos legisladores tendrá cada estado en el congreso, por ende, el número de electores va a ser igual a la cantidad de representantes totales, sumando diputados y senadores, que cada estado posea. Por ejemplo, California tiene 53 diputados y dos senadores nacionales. La suma de ambos da un total de 55 electores y es el estado que mayor cantidad posee. Es decir, el número del censo determina cuantos legisladores tiene en el Congreso, lo que a su vez determina la cantidad de electores.

Otra ventaja de este sistema es que obliga a mantener al país en su conjunto unido. Para muestra, un botón: se ha visto un gobierno federal fuerte por más de 200 años. También dificulta, pero no imposibilita, el fraude electoral.

Hay estados que son tradicionalmente republicanos o tradicionalmente demócratas (al menos en la historia moderna del país). Estos son denominados “Safe States”. Por ejemplo: Nueva York, Illinois, Nueva Jersey, Delaware y California son estados que hace años tienen al Partido Demócrata tatuado en el antebrazo. Por otra parte, Carolina del Sur, Arkansas, Texas, Utah, Tenesse y Loussiana suelen ser republicanos. Luego están los estados más codiciados, los que no tienen un color definido, aquellos por los que un candidato presidencial robaría a su madre: los famosos “Swing States”. Si bien los más cambiantes son Flordia y Ohio, podemos sumar también a Pennsylvania, Michigan, Winsconsin y Carolina del Norte. Para las elecciones de este año no estaría de más agregar a Arizona.

¿Por qué los “Swing States” son tan importantes? Porque poseen un número bastante interesante de electores y las elecciones en ellos suelen ser muy reñidas. Sin ir más lejos, en las últimas cinco elecciones presidenciales la diferencia entre los candidatos nunca superó los dos puntos y medio en Florida. Se podría afirmar que en estos estados se definen las elecciones. Sin embargo, nunca hay que dar nada por sentado, ya que para ganar una elección presidencial, uno tiene que obtener votos de diferentes tipos de votantes en diferentes estados.

Ilustración del “número mágico”. Fuente: CNN

El Colegio Electoral protege a los estados pequeños de ser desatendidos porque, en una elección reñida, cada elector cuenta. No se puede descuidar a ningún estado por más que su población sea insignificante. Vamos a un ejemplo concreto. En las elecciones presidenciales del año 2000 se enfrentaban el por entonces vicepresidente Al Gore (D) y el gobernador de Texas, George W. Bush (R). Esta es considerada como una de las elecciones más reñidas en la historia. “Bush vs. Gore” finalizó 271 a 266, a favor del texano. La mayoría de la gente asegura que Bush ganó gracias al estado de Florida, que primero fue anunciado para Gore, y luego, tras un muy polémico recuento y la intervención de la Corte Suprema, le fue otorgado a Bush. Si bien tienen razón y Florida fue obviamente determinante, lo que realmente resolvió la elección fue que los republicanos ganaron Virginia Occidental. Un estado que no se pintaba de rojo desde 1984. Así fue que un olvidado estado que aporta solo 5 votos electorales definió al nuevo líder del “mundo libre”.

Los demócratas lo dieron por ganado luego de haber obtenido una diferencia de 17 puntos en 1996 y de no haber perdido allí en más de 15 años. Para su sorpresa, Bush se llevó dicho estado por el 51% de los votos, lo que le valió para llevarse también el lugar privilegiado en la Casa Blanca. Si Julio Grondona inmortalizó la frase “Todo pasa”, en este caso aplicaría el “Todo suma”.

Si bien es muy extraño que el voto popular y el Colegio Electoral no coincidan, esto ha ocurrido en cuatro oportunidades. Samuel Tilden en 1876, Grover Cleveland en 1888, “Al” Gore en el 2000 y Hillary Clinton en 2016.

Habiendo quedado claro cómo funciona el sistema electoral, va una recomendación: cuando estén viendo en vivo los resultados de las elecciones, vean al mapa, recuerden que el número mágico es 270 y empiecen a sumar.

*El autor es estudiante de Comunicación en la Universidad Católica Argentina (UCA).

Fuente de la imagen principal: Heritage Foundation